Del Árbol Genealógico / No. 212

El 68 literario en mi memoria*






En el 68 sólo tenía cinco años de edad, por lo que guardo pocos recuerdos de esos días. A veces digo, en broma, que asistí al mitin de la Plaza de las Tres Culturas como integrante de la célula comunista Francisco Gabilondo Soler… En realidad me enteré de lo sucedido años después, por los libros. En casa teníamos T68, un volumen de Juan Miguel de Mora, del que no conservo el ejemplar. Como a los dieciocho años alguien me escribió en un papel el título de una obra que le habían recomendado: Palinuro de México. Se acreditaba esa novela a Guillermo Cabrera Infante. Acudí así, papelito en mano, a una de las muchas librerías Porrúa que había entonces en el centro de la Ciudad de México; ésta estaba en República de Brasil. Me aclararon que el autor no era el narrador cubano sino Fernando del Paso, de México también, como Palinuro. Y me presentaron un hermoso tabique blanco con un extraño y colorido orbe surrealista en la portada.

Era yo, y lo sigo siendo, lector de mamotretos. Cuando hallé la Biblioteca de México, la que está en La Ciudadela, prácticamente seleccionaba los libros por su grosor; pasé un buen tiempo ahí con los novelones de Dostoievski… Al tener en mis manos esa edición de Joaquín Mortiz de Palinuro de México lo primero que valoré fue su tamaño y su peso. En la primera solapa se leía:

Un cadáver exquisito recorre el mundo, lo agrede culterano y lo transgrede manierista y qué: lo abarca con barrocos excesos, con sus pros en todos los relieves del humor y del amor y con sus contras inobjetables: un fantasma de vacío succiona plenitudes, certezas, convenciones: el fantasma más exuberante, vulnerable y fósil de la Facultad de Medicina que se echa a perder —el tiempo— en erudiciones: el fantasma menos de un estudiante asesinado por hacer la V de la Anarquía en plena Plaza: uno más o uno menos da exactamente lo mismo y lo contrario desde 1968.

Ahí no acababa el texto de la solapa, firmado por Agustín Ramos, mas era suficiente para decidirse.

—¿Cuánto cuesta?

—Setecientos veinte pesos.

Era caro para mí, estudiante de la carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública en la ENEP Acatlán de la UNAM, pero…

—Lo llevo.

Un espacio recurrente en mi vida ha sido la Plaza de Santo Domingo. El padrastro de mi madre fue músico de la Sociedad de Filarmónicos de la Industria Cinematográfica; y sus hermanastros fueron, ellas (Linda y Pilar) pianistas, y ellos (Toño y Alfredo), violinistas. En esa inercia de niños nos inscribieron, a mis hermanos y a mí, en la Escuela Superior de Música, entonces en República de Cuba, a un costado de la Plaza de Santo Domingo. Luego, en las vacaciones largas después de la secundaria, mientras esperaba los resultados de mi examen de admisión al bachillerato, trabajé en la Joyería Midas, en República de Brasil; y el correo universitario me asignó como preparatoria la número 1, aún en San Ildefonso. Estaba condenado a vivir en ese centro alterno al Centro Histórico que era la Plaza de Santo Domingo y sus alrededores. Cuando llegó a mí Palinuro de México me encontré de nuevo como habitante (ahora imaginario) de esos territorios. Tenía, además, la edad de los protagonistas, y aunque no estudié Medicina, cierta inquietud malsana me hizo asiduo a las morgues, por lo que sé qué es un cadáver, exquisito o no. Y en el horizonte de mi despertar sexual también figuraba alguna mujer tan hermosa, para mí (y tan pura, inocente, impávida), como Estefanía para Palinuro.

Esa novela de Fernando del Paso representa las varias vías que se cruzaron en el año 68. Es un libro sicodélico, como lo fue la época, lleno de humor e irreverencia. Es como si uno asistiera a una marcha del movimiento estudiantil y se percatara de esa cultura nueva, distinta a la adulta, que se había ido manifestando poco a poco acaso a partir del año 63, con la explosión del rock y de los Beatles. El 68 tiene esos dos rostros, como en la representación gráfica de la actividad teatral: la comedia, por la explosión juvenil, la invención diaria de formas de decir cosas que hasta entonces no habían sido expresadas; y la tragedia, por las reacciones represivas del Estado mexicano, que no supo entablar un diálogo franco con los jóvenes y su rebeldía e innecesariamente (sólo para que quedara claro quién mandaba en la casa) terminó por dar un golpe tremendo en la mesa.

Por Palinuro de México, claro, me interesé en saber qué otros autores trataban el tema. Y encontré toda una fuente narrativa de más de treinta títulos. Por eso digo que así como hubo una novela de la Revolución, hay, sin duda, una novela del 68. Esto no ha sido aún entendido por la crítica o la academia, que por años se limitó, en los recuentos conmemorativos, a señalar lo que estaba más a la mano, en esa fase testimonial de la literatura del 68: La noche de Tlatelolco (1971), de Elena Poniatowska, y Los días y los años (1971), de Luis González de Alba, que tienen sus valores pero son sólo una parte (aunque sustantiva) del paisaje.

La primera novela con tema del 68 es Juegos de invierno (1970), de Rafael Solana, en la que se repiten, sin distancia crítica, las consignas gubernamentales, sobre todo aquello de las intrigas nacionales o internacionales por desestabilizar al sistema. Por esa vía circula un título anterior, El móndrigo (1969), que no es, pero sí, ficción: un libelo urdido en la Secretaría de Gobernación, al parecer obra del filósofo Emilio Uranga o del político guerrerense Jorge Joseph (o labor a cuatro o más manos de escritores fantasmas, sicarios de la pluma), y que el gobierno sembró en las librerías del país. Y en esa oscuridad, oficialista o mística, también se ubican La Plaza (1972), de Luis Spota, y Regina (1987), de Antonio Velasco Piña.

A Juan García Ponce le ocurrió que lo confundieron, al salir del diario Excélsior (en donde entregó un escrito de intelectuales y artistas a favor de los estudiantes), con Marcelino Perelló, uno de los miembros del Consejo Nacional de Huelga. Fue detenido y llevado a los separos de Tlaxcoaque para interrogarlo… Mas pronto se die ron cuenta de que se habían equivocado de personaje. Esta experiencia se transformó en la novela La invitación (1972), que tiene un epígrafe de Novalis: “El mundo se hace sueño; el sueño se hace mundo”… Y García Ponce llevaría el tema del 68 a uno de sus grandes proyectos narrativos, Crónica de la intervención (1982), no vela de muy largo aliento en la que los sucesos de la vida privada de sus personajes se entrecruzan con el desarrollo de la vida pública, hasta desembocar, el 2 de octubre, en la matanza de Tlatelolco, de la que se dice: “No fue una batalla, no se trató de un enfrentamiento entre enemigos. Sólo hubo víctimas y verdugos” (p. 1020).

Como también considera García Ponce, México vivió esos meses entre dos realidades: una, impuesta desde el poder, que tenía el control casi absoluto de los medios de comunicación, y donde se planteaba que todo era producto de oscuras manipulaciones; y otra, la difundida por los jóvenes a través de impresos y reuniones rápidas en esquinas o mercados, en donde sus inconformidades pedían respuestas abiertas y francas… Por eso hubo una literatura del 68: lo que la prensa no pudo con tar entonces terminó por ser narrado tanto en libros testimoniales como en cuentos y novelas. Una reacción significativa, más inmediata, fue la de los poetas, empezando por Octavio Paz y el poema con el que acompañó su renuncia como embajador de México en la India por los sucesos del 2 de octubre; y donde hace una pregunta que aún ahora tiene resonancias terribles para nosotros: “¿Por qué?”

He dicho que el ciclo de la novela del 68 es extenso y apenas he nombrado tres de ellas (de esa vertiente positiva y enriquecedora): Palinuro de México, La invitación y Crónica de la intervención, que son dos de ellas mamotretos, como los que suelo frecuentar. Ahora en mi escritorio tengo otro título, también de más de quinientas páginas: Si muero lejos de ti (1979), de Jorge Aguilar Mora, en donde se exploran las fronteras, lo que vivían en el 68 aquellos que no sabían dónde colocarse…

Y hay más. El tema es largo y el espacio corto. Habría que dar algunos otros nombres de novelistas que se enfocaron en ese año y esas luchas: María Luisa Mendoza (Con Él, conmigo, con nosotros tres), Arturo Azuela (Manifestación de silencios), Gerardo de la Torre (Muertes de Aurora), Marco Antonio Campos (Que la carne es hierba)… ¿Cuáles son sus límites? Para mí la saga termina con Amuleto (1999), del chileno Roberto Bolaño, al retomar a esa poeta uruguaya, Alcira Soust Scaffo, quien permaneció oculta en uno de los baños de la Facultad de Filosofía y Letras (exactamente en el piso 8 de la Torre de Humanidades) durante la toma de Ciudad Universitaria por el Ejército, ocupación que duró aproximadamente quince días, hasta que la rescató Rubén Bonifaz Nuño. Ella había aparecido ya, en una primera recreación de ese episodio, en Los detectives salvajes (1998).

Al llegar a este punto suelo volver a Palinuro de México, para mí uno de los centros vitales de la literatura del 68.




* Una versión de este texto apareció en octubre en el portal de la revista Letras Libres.



Alejandro Toledo. (Ciudad de México, 1963) es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Es coautor (junto con Marco Antonio Campos) de la antología Poemas y narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968 (UNAM, 1996), y autor de Todo es posible en la paz: de la noche de Tlatelolco a la fiesta olímpica (UAM, 2008). Es editor, para el Fondo de Cultura Económica, de las Obras completas de Efrén Hernández y Francisco Tario. En 2018 publicó Instantáneas de la beatlemanía y otros apuntes sobre música y cultura (Dosfilos Editores).