Catorce cronistas (1983-1991) / No. 202

Los pollos ya no valen lo que antes

Ciudad Juárez, Chihuahua, 1987










Llegué a Nogales a buscar a Daniel, un traficante de personas y de droga que ha trabajado para el cártel de Sinaloa durante los últimos cinco de sus veintitrés años.


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En Nogales, el negocio de los indocumentados es muy evidente. En el centro de la ciudad, los polleros acechan a los migrantes que acaban de llegar o a los que fueron recientemente deportados. Los identifican por sus mochilas de camuflaje, por los cobertores raídos, los zapatos gastados y los rostros de cien noches de insomnio. Quienes quieren cruzar, se usan a sí mismos de carnada. Saben que en el centro van a encontrar pollero, guía o cruzador. Que les digan como quieran, el trabajo es el mismo: llevarlos hasta el otro lado de esa valla metálica.

Quienes tienen suerte son llevados a un cuarto de seguridad, una habitación en algún viejo hotel abandonado en el centro donde son secuestrados hasta pagar la mitad de la suma por pasarlos. Quienes no, acuden con el padre Samuel Lozano a refugiarse.

Debajo de un complejo de edificios de ladrillo, junto a uno de los puentes internacionales que conectan a Sonora con Arizona, se encuentra el Comedor Comunitario Kino, un albergue para indocumentados donde acuden a comer, a bañarse y, muchos de ellos, a recibir una última bendición ofrecida por un Cristo-migrante pintado en una pared de concreto, antes de cruzar.

El padre Samuel Lozano, director de Kino, intenta disuadir de cruzar la frontera a los futuros indocumentados. Les explica que lo que meten a esa apuesta entre dos países es mucho: “Es la vida”, dice. El padre señala los edificios de ladrillo. Les dice que ahí arriba se esconden los halcones, los ojos vigías del narco, que custodian su albergue las veinticuatro horas, al igual que hacen con los movimientos de la patrulla fronteriza. Luego les hace una pregunta retórica: “¿Tú crees que a ellos les importa llevarte con bien al otro lado?”

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Encuentro a Daniel en el lugar donde me citó por Whatsapp. Estamos en el estacionamiento subterráneo de una cadena de supermercados. Tiene veintitrés años, pero parece de treinta y cinco. Moreno, de cabello hirsuto, escupe las palabras con el acento de la región: “Apúrese, oiga, que tengo que ir t’avía por los pollos [migrantes] a la casa.” En la parte trasera de la Suburban que conduce lleva los víveres para el trayecto: dos galones de agua, latas de pintura negra —para pintar los galones y que no reflejen la luz—, latas de atún, pan y una mochila camuflada.

Abordo la camioneta y avanzamos al lado este de las vías del tren que divide la ciudad por la mitad. “De este lado puro Chapo, aquí no se mete la gente del otro cártel”, me explica Daniel. Desde 2010 comenzó una guerra entre los cárteles de la droga, principalmente entre los Zetas y el cártel de Sinaloa. El año pasado se dividieron la ciudad: los Chapos al este y los Zetas al oeste.

El hotel es un viejo edificio con un vigilante a la entrada. De ahí salen tres siluetas que luego identifico como dos menores, de quince y dieciséis años, y un adulto de unos cincuenta. Los dos menores van a Tucson, Arizona, a unos cien kilómetros al norte de aquí. El adulto piensa viajar hasta Phoenix, unos doscientos kilómetros pasando Tucson.

Pregunto a Daniel si él mismo los va a llevar a sus destinos. “No, ni madre. Yo nomás los vo’a cruzar aquí a Nogales y me regreso, mucho pedo, oiga.”

Daniel conduce rumbo al muro. Espejea nervioso, pero mantiene una velocidad discreta. Me cuenta que los dueños de los hoteles son quienes atraen a los futuros migrantes, y que para que él pueda cruzarlos y cobrar hay que “comprarlos”: “Hay que comprar los pollos. Yo le pago como mil pesos por cabeza al del hotel pa’ que me los suelte, y luego yo ya les cobro a ellos por el viaje, depende a donde vayan”, explica.

A Daniel le pagan cerca de mil cuatrocientos dólares por migrante que cruza, pero tiene que darle la mitad a su jefe. Al final se queda con setecientos por cada uno. “Ahorita ya no vale la pena, ya no es lo mismo. Los pollos ya no valen lo que antes. Ahorita vale más un costal de mota que un pollo”, dice así, sin medir sus palabras frente a los viajantes.

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En el Comedor Kino una joven pareja busca hablar con el padre Samuel. Han perdido a su bebé de meses. “Enviamos al bebito con un pollero que era de mucha confianza, desde El Salvador, iba pa’ Nueva York, pero ya no encontramos ni al pollero ni al bebé”, me cuenta la madre angustiada, mientras el papá habla con el sacerdote. Los padres pagaron seis mil dólares por llevar al bebé de El Salvador a Nueva York, a casa de su abuela. Ellos hicieron el viaje aparte, con otro pollero. Cuentan que los detuvo la patrulla fronteriza sobre una carretera que conecta a Nogales con Tucson y que esta madrugada fueron deportados. “El bebé ya tuvo que haber llegado, pero ni el celular del pollero ni nada, no sabemos nada de él”, continúa la madre, aguantando el llanto.

Daniel me explica que, de esos seis mil dólares, alguien como él, es decir, el cruzador, se queda apenas con unos dos mil. “Un bebé se paga muy caro, es lo que más se paga, y a Nueva York, oiga… sale caro”, dice.

Sin embargo, el pollero recalca lo que dijo antes: hoy es más redituable cruzar droga que indocumentados. Por ejemplo, un kilo de marihuana cultivada en México vale aquí ochenta dólares, pero al llegar a Nueva York, su precio al mayoreo es de dos mil. Es decir, hay una ganancia de mil novecientos veinte dólares por kilo, según estadísticas de la agencia antidrogas estadunidense (DEA). Los cruzadores reciben la mitad una vez que cruzan. En un solo viaje llevan hasta diez kilos. Daniel dice que la estrategia hoy es tener las rutas abiertas unos días para pollos y otros días para droga.


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Las estadísticas de la patrulla fronteriza para el sector Tucson colocan a Nogales, Sonora, como el principal cruce de marihuana en toda la frontera sur de Estados Unidos.

En el año fiscal 2015, el último del que se tiene registro, las autoridades estadounidenses decomisaron más de una tonelada seiscientos cuarenta y tres mil kilos de marihuana, muy por encima del sector más cercano, el de Valle de Río Grande, con apenas una tonelada.

En cuanto a arrestos de indocumentados en el mismo año, Nogales tuvo el segundo lugar con sesenta y tres mil individuos, apenas por debajo de Valle de Río Grande, con ciento cuarenta y siete mil. Pero estas cifras sólo dan una idea del flujo de drogas y personas que existe en esta frontera, como lo explica un patrullero fronterizo: “Eso es lo que nosotros agarramos, piense en todo lo que no vemos o no logramos atrapar.”

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Al tercer día de llegar a Nogales hago un breve viaje al pueblo de Altar, Sonora, un pequeño asentamiento cuyo negocio más importante son los migrantes. Sobre la avenida principal se han asentado decenas de puestos con ropa de camuflaje, galones pintados de negro y unos peculiares zapatos de alfombra que impiden que los caminantes dejen huellas sobre la arena del desierto.

El pueblo está vacío, con excepción de unas cuarenta personas que se apresuran a abordar un autobús que anuncia Veracruz como destino final. Nadie quiere hablar sobre el motivo de la prisa, de sus rostros pálidos.

Una adolescente y un niño han quedado atrás. El autobús partió sin que nadie me dijera cuál es el apuro y ha dejado a dos rostros morenos, asustados y solos.

Mary —la adolescente— me pide un aventón de regreso a Nogales. Me cuenta que la noche anterior intentaron cruzar por Altar, por el desierto, pero que se toparon con una advertencia: “Había siete cabezas de hombres y mujeres tiradas ahí nomás en el desierto. El pollero nos dijo que era una amenaza y que nos regresáramos, y él se fue solo, batallamos hasta esta tarde para saber cómo regresar al pueblo.”

De acuerdo con las noticias locales, siete personas fueron decapitadas en Altar y sus cabezas dejadas entre México y Estados Unidos. El acompañante de Mary, su hermano Luis, dice que escuchó que no había permiso y que por eso los mataron. “No cupimos en el camión, pero ya no queremos cruzar, mejor nos vamos a regresar a Chiapas”, dice Mary.

De vuelta en Nogales me piden que los deje donde el padre Samuel, él les ayudará con el pasaje de regreso a su estado. (Un mes después me enteraré de que Luis se animó a intentarlo de nuevo, por su propia cuenta, sin pollero, y que Mary decidió quedarse a trabajar en la Ciudad de México antes de regresar con su familia a Chiapas.)

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Daniel ha estacionado la Suburban sobre un montículo de tierra en medio de la nada. Es de noche, y a unos cien metros las imponentes lámparas de halógeno subrayan el muro fronterizo. Detrás, las luces de Nogales, Arizona, saludan parpadeando.

Antes de bajar del auto suena un narcocorrido que ensalza a la gente del Chapo. Es el celular de Daniel. Al otro lado de la línea telefónica están los halcones, llamando desde los techos de los edificios de ladrillo tras nosotros. Le dan indicaciones sobre la ruta y los movimientos de los patrulleros.

“¡Eh, morros, esto va a ser en chinga, eh! De volada vamos a caminar pa’l monte, cruzamos el arroyo y nos vamos flanqueando el muro, ¡arre!”, dice Daniel al tiempo que acomoda las provisiones en las mochilas. En el trayecto, mientras avanzamos a tientas porque esta noche la luna no nos acompaña, pregunto a Daniel si ha escuchado lo que pasó en Altar. Su respuesta me deja intranquilo: “A ver si no nos pasa lo mismo, chingada madre. ¡Apúrensen! Ahorita no hay permiso, no hay clave para cruzar. Si nos encuentran, aunque sea de la misma gente [del Chapo], nos cortan la cabeza, porque estamos calentando el terreno pa’ los que cruzan droga. Ahorita nomás hay permiso pa’ droga”, me explica.

Los cárteles en Nogales funcionan como una empresa. Hay rangos, horarios, claves y salarios. A los hombres que vigilan nuestro camino desde los techos se les paga trescientos dólares por viaje —ese precio hoy corre por cuenta de Daniel, pues no ha reportado este viaje a sus jefes—; a los polleros se les paga mil cuatrocientos dólares y se les entrega una clave que hay que dar llegado el punto de revisión. Pero hoy no hay clave ni permiso para pollos, esta noche se ha dado una clave exclusiva para quienes llevan drogas, y Daniel está jugando su suerte.

“Le vamos a dar la vuelta a los vatos [los hombres armados instalados en el retén] que están allá más delante; nomás callados, morros”, dice.

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A la mañana siguiente, la pareja que perdió a su bebé está de nuevo con el padre Samuel, ahora con buenas noticias. El pollero se perdió en el desierto por algunos días, pero el bebé está a salvo con su abuela en Nueva York. La pareja va a intentar esta semana reunirse con su pequeña hija.

El padre Samuel no se los recomienda, dice que valen más unos padres con vida. Aun así, sabe que sus palabras no tendrán sentido para ellos.

Junto a una veintena de indocumentados, la pareja se hinca frente al Cristo-migrante. Ambos se persignan, hacen una breve oración y recogen sus mochilas. Los veo alejarse sobre la carretera que va a Estados Unidos. Me pregunto cómo podría explicarles que un costal de hierba vale más que su bebé.

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Hasta el día de hoy, meses después de mi viaje a Nogales, sigo esperando noticias de Daniel. Le perdí el rastro la noche del viaje. A una hora de caminata por las oscuras fauces del desierto se detuvo y me pidió que regresara. Me dijo que ya a unos metros estaba el retén y que él “se la iba a rifar”. Conservo un breve video de ese momento, grabado desde mi cámara de visión nocturna. Las pupilas de Daniel brillan abiertas, profundas. Las sombras de los migrantes se dibujan tras él. El video se corta cuando me pide que regrese.

He buscado en las noticias algo que apunte a él o a los migrantes que lo acompañaban, pero no he encontrado nada. Los mensajes que le envío por Whatsapp me dan una sola palomita.

Daniel: espero que hayas extraviado el celular o que te haya arrestado la patrulla fronteriza. Espero que hayas sabido dar la vuelta al retén “de la gente”. Espero que algún día ese muro caiga y vivas para verlo, y como dijiste: “Si Trump levanta más el muro, no va a cambiar nada, la gente va a seguir cruzando.”





Esta crónica es inédita.

Luis Chaparro. Es licenciado en Ciencias de la Comunicación por el Tecnológico de Monterrey, periodista independiente y colaborador de VICE News, El Universal, Proceso, The Guardian, Univision, Fox News, EFE, entre otros.