No. 140/NARRATIVA

 

 Cristina Rosillo López
(Irún, Guipúzcoa, 1982)

 


Inspiraciones

La primera chispa que prende el fuego de la inspiración a la hora de escribir un relato, puede surgir de la cosa más insignificante, desde el titular de un periódico, pasando por una conversación escuchada sin querer en un auto­bús o el deseo irrefrenable de rememorar el estilo narrativo de algún otro autor. En este caso, para el relato que leeremos a continuación, Cristina Rosillo dice haberse sentido influida por la obra de Henry James, Ray­mond Carver y Lorrie Moore. Paul Auster y Thomas Mann también forman parte de sus escritores de re­ferencia.

 

 

punto de partida 140

 

La madre de sus hijos


–No hay nada mejor que una cerveza fría en la playa —dijo Pablo sosteniendo un largo vaso.

—No me puedo creer que nos hayamos encontrado aquí. ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Cuándo nos había­mos visto la última vez? ¿No fue en la universidad?

—Pues no me acuerdo. Espera, sí, en aquella fies­ta que dio el colegio por los treinta años de exis­ten­cia. Tú estabas con una rubia despampanante.

—Carmela. Qué recuerdos. La dejé poco tiempo des­pués de aquella fiesta. Me dijo que quería hacerse una ligadura de trompas para no tener niños. Oye, ¿nos pe­dimos unas bravas?

—Sí, claro. ¡Camarero, una de bravas! ¿Y a qué te dedicas ahora?

—Administrativo, al final me coloqué en la em­pre­sa del tío de mi padre. Buen sueldo, aunque ahora te­nemos mucho trabajo. ¿Te acuerdas de Juan, el hijo de aquel notario que vino a clase el último año?

—Sí, hombre, el que siempre suspendía todo. Se sentó delante de mí unos meses. Un aburrido. Cama­re­ro, ¿vienen esas bravas?

—Me lo encontré el otro día en una reunión. Ahora es notario, como su padre. No quiero ni pensar cómo aprobó las oposiciones. Qué digo, seguramente se las aprobarían.

Javier calló mientras el camarero posaba el plato de patatas en su mesa. Se abalanzó sobre ellas y comió unos minutos a dos carrillos, sin despegar los labios. Mientras, Pablo ojeaba el periódico del bar.

—¿Has visto? Otra manifestación contra la guerra en Irak. A veces me pregunto si todo esto servirá para algo. Cuando el ejército…

—Mira, nuestras mujeres parece que están ha­blan­do entre ellas —interrumpió   Javier—. Le hará bien a Paula. Yo llego tarde a casa y no le doy mucha con­ver­sación. Bueno, en realidad tampoco ella tiene mucho que contar.

—¿No trabaja?

—No, cuida a los niños. ¿Te he dicho que tengo dos? Ana tiene unos dos años y Ricardo… cinco o seis. Nun­ca me acuerdo bien. El mayor va a nuestro colegio. Los hemos dejado con mi madre. Tuve que insistir pa­ra que nos fuéramos de vacaciones solos. Paula no puede separarse de ellos.

Pablo sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del bañador y lo dejó sobre la mesa. Jugueteó con él hasta que se decidió a sacar uno y encenderlo. Javier continuó hablando.

—¿Vosotros no tenéis hijos?

—No, Mercedes no está muy por la labor. Es maes­tra y creo que está un poco harta de los niños.

—En casa de herrero, cuchillo de palo. Ya lo decía mi abuelo. Oye, ¿me das uno? —preguntó Javier, se­ñalando el paquete de rubio—. Paula me tiene pro­hi­bido fumar en casa. Dice que es malo para los niños.

Pablo le alargó uno. Javier lo tomó con una mano, el mechero con la otra. Lo encendió, aspiró rui­do­sa­mente y formó un círculo con el humo.

—Qué placer. Lo que más echo de menos es el ci­garro por las mañanas con el café. Pero lo hago por los niños, Paula insistió mucho. Quería ser pueri­cul­to­ra. En realidad sólo estudiaba derecho porque su padre le obligaba. Sacaba buenas notas para poder quedar­se en Barcelona y no tener que volver al pueblo. Aho­ra con los niños está encantada. Estamos pensando te­ner un tercero. Deberíais animaros.

—Sí, claro.

Pablo miraba a menudo hacia la playa. Inquieto, echó otra ojeada al periódico.

—Mira, la Caballé se retira. Bueno, ya tiene sus años. Mercedes y yo fuimos un día a un concierto suyo y…

—¿En qué grupo toca? Por cierto, tienes que con­tarme qué tal en ese hospital tan nuevo en el que tra­ba­jas. Seguro que está lleno de enfermeras buení­si­mas…

El sonido de un teléfono móvil interrumpió su pe­rorata. Javier rebuscó en sus bolsillos hasta dar con él.

—¿Sí? Luisa, te dije que no me llamaras estos días. No, ahora mi mujer no está delante, pero podría es­tarlo.

Javier guiñó un ojo en dirección a Pablo. Mientras hablaba, fumaba nerviosamente el cigarrillo. Su pier­na derecha, cruzada sobre la izquierda, se movía de delante a atrás como un columpio. Golpeó con ella va­rias veces las espinillas de Pablo.

—Mira, volveré a Barcelona el jueves. Le diré que ha surgido un imprevisto en la empresa y que tengo que hacerme cargo. ¿De acuerdo? ¿Qué es lo que di­ces que te has comprado? ¡Mira que cojo el coche ahora mismo para allá! Picarona. Nos vemos.

Javier colgó y dejó el teléfono encima de la mesa. Pablo parecía absorto en la sección internacional.

—Pablete, serás como una tumba, ¿verdad? Sólo es una amiga, nos vemos de vez en cuando, Paula siem­pre está con los niños y a mí no me gusta ver películas de animalitos que hablan… ¿Sabes? Tener hijos no es exactamente como yo pensaba; la verdad es que con ellos me aburro mucho. Vamos, desde que éramos pe­queños supe que podía confiar en ti. ¿Recuerdas có­mo te dejaba copiar mis exámenes?

—Tú me los copiabas a mí, Javier.

—Bueno, qué más da. Sé que no dirás nada a mi mujer. ¿Sabes? Creo que a Paula le sentaría genial te­ner otro niño. Así se entretendría durante el día y no me llamaría tanto a la oficina. Luisa se queja mucho de eso. Es muy celosa, ¿sabes?

Pablo se levantó y alargó la mano hacia la botella de agua.

—Bueno, mejor vamos otra vez a la playa. Seguro que Mercedes se está muriendo de sed.

—Vamos, hombre, si tanto insistes. Y en el camino me cuentas qué tal con las enfermeras, ¿vale?

* * *

 

 

punto de partida 140

 

—¡Y no te olvides de traerme una botella de agua bien fría! —gritó Mercedes a su marido, que iba ya camino del bar.

Se giró hacia el mar y respiró el aire envuelto en sal. Un suspiro acompañó su gesto.

—La verdad es que esto de la playa es una ma­ravilla. Yo me siento como si tuviera diez años menos.

—Pues yo como si tuviera diez kilos más —dijo Pau­la mientras estiraba la parte inferior de su bikini de forma que le tapara la barriga.

—No seas exagerada, mujer, si estás estupenda.

—Sí, claro, como si no se notaran los dos hijos que he tenido.

—¿Tenéis hijos? Como Pablo y tu marido hace tan­tísimo tiempo que no se ven ni lo sabía, la verdad.

—Dos —dijo Paula—, Ana y Ricardo, tres y seis años. Están con su abuela. —Ricardo nació por cesá­rea —prosiguió Paula—. El médico me aseguró que no me quedaría ni una sola marca visible de la operación. En eso no me engañó, cuando llevo bikini no se me ve nada. Cuando tuve a Ana, de parto tradicional, como decía él, no me avisó de que si le daba el pecho se me quedarían las tetas caídas. Así que ya ves, ni con el sujetador consigo que me queden erguidas.

—Mujer, no exageres. Yo te veo estupenda.

Paula se inclinó y cogió una revista de la bolsa que estaba a su lado, decorada con girasoles de plástico.

—Mira estas modelos… ¿Tú te crees que es nor­mal tener ese cuerpo a los cuarenta?

—Todas operadísimas. O retocadas por ordenador. Te lo digo yo que tengo un amigo que trabaja en una revista de modas.

—Ya, sí.

Paula pasaba rápidamente las hojas de la revista, mezclando cuerpos y caras en un vaivén de imágenes.

—Perdona —dijo tras un momento. —Hace me­nos de una hora que te conozco y ya te he agobiado con mis traumas de treintañera. ¿Tienes hijos?

—¿Yo? —exclamó Mercedes—. Ni loca. Bastante tengo con los veinte críos que tengo en la escuela. Soy maestra de secundaria —puntualizó.

Mercedes se dio la vuelta y se tumbó boca abajo so­bre la toalla, desatándose a continuación las tiras del sujetador para evitar las marcas de sol.

—Imagínate, quinceañeros con las hormonas alo­ca­das y niñatas que piensan que cuanta más carne en­señen más atractivas resultarán. El año pasado tuvimos que enviar a su casa a una alumna que quería entrar al colegio sólo con algo que parecía un sujetador, aun­que ella insistía que las camisetas de lencería eran la última moda.
 
Paula rió suavemente. A continuación, empezó a extenderse crema en las piernas con pequeños ma­sajes circulares.

—Me han dicho que si haces esto cuando te das crema, la piel está más hidratada y las várices se no­tan menos.

—Una compañera de trabajo se operó de las vári­ces y ahora está estupenda.

—Yo no me vuelvo a meter a un quirófano, bas­tan­te tuve con dar a luz dos veces.

Paula se tumbó boca arriba, tapándose de nuevo la barriga con el bikini. Ambas se quedaron calladas por un momento. El sol calentaba en vertical la atibo­rra­da playa. Los niños en la orilla chillaban que el agua estaba fría.

—¿No los echas de menos? —preguntó Mercedes al cabo de un rato, girando su cabeza a la derecha para observar a Paula.

—¿A quién? Ah, te refieres a los niños. La verdad es que no. Tengo que estar con ellos trescientos se­sen­ta días al año. Aunque Ricardo ya va al colegio. Y Ana irá también el año que viene. La verdad es que ten­go unas ganas locas de que empiece.

Paula escarbaba en la arena con los dedos de su pie derecho, distraídamente.

—Estoy segura de que ya piensas que soy una ma­la madre. No, no lo niegues, las profesoras juzgáis a los padres enseguida.

—¡Qué dices, mujer! Es normal estar cansada de los hijos. Todas las madres desean que se vayan al co­legio para poder estar tranquilas. Lo veo en su cara to­das las mañanas, sobre todo aquéllas con niños pe­queños.

—¿Tú crees? Pero… ¿es normal tener tantas ga­nas de que estén en el colegio que te gustaría chillar de rabia los fines de semana?

Mercedes ladeó la cabeza, deslumbrada por el sol.

—Mujer… me imagino que es una forma de hablar.

—No, no lo es. La profesora de Ricardo siempre me pregunta que por qué no voy a la representación de Navidad o a los partidos de fútbol del niño. ¿Cómo voy a decirle que me parecen la cosa más aburrida del mundo? No es sólo ver a niños de seis años correr de­trás de un balón, sino encima a sus madres, discu­tiendo so­bre cuál es más guapo, más listo o intercambiando recetas de cocina. Como gallinas cluecas. Lo odio.

—Odiar es una palabra muy fuerte.

—Es la que es. Odio a los niños. Sobre todo a los míos. Sé que no han hecho nada, pero no los soporto.

Paula volvió la cabeza hacia el bar situado en el pa­seo de la playa y entornó los ojos, apuntando a las fi­guras sentadas en la terraza. Alargó la mano hacia la bolsa con girasoles y sacó un botellín de agua y un pa­quete de pastillas de colores dispuestas en filas. Se tragó una de ellas, todavía mirando hacia el bar. Con un gesto brusco, se giró hacia Mercedes.

—¿Ves estas pastillas? Son anticonceptivos. Estoy tomándolas a escondidas de Javier, que se ha em­pe­ña­do en que tengamos un tercer hijo.

Las arrojó con rabia al interior de la bolsa.

—¿Le has contado esto a tu marido? ¿Que no quie­res tener más niños?

—¿Estás loca? Cree que los adoro. Eso es lo que le dije cuando le conocí en aquella fiesta. Que yo ha­bía querido estudiar puericultura, pero que mi padre me había dicho que sólo me pagaría la carrera de de­recho. Y sé que fue una de las razones por las que se casó conmigo.

—No seas exagerada…

—Es la pura verdad. Me lo dijo aquella noche. Me contó que había dejado a su novia anterior porque no quería tener hijos. Que ser padre era una de sus ma­yores ilusiones. Que sólo se enamoraría de la madre de sus hijos. Así lo dijo: la madre de sus hijos.
Paula sacudió la cabeza, mordiéndose al mismo tiem­po el labio inferior.
 
—Y si aguanto todo esto es porque le quiero. Con locura, desde el momento en que le vi. Por eso dejé la carrera de derecho, me quedaba sólo un año para aca­bar y tenía el segundo mejor expediente de la facul­tad. Nos casamos enseguida y al año y medio ya estaba cam­biando pañales. Luego… mira, no sé por qué te cuento todo esto. Apenas te conozco. Siento haberte molestado.

Paula se puso en pie bruscamente y, con paso rá­pi­do, se dirigió a la orilla del mar. Mercedes la miró ir­se. Acarició su propio vientre, plano y duro.






Cristina Rosillo López. Esta vasca afin­cada en Se­villa es historiadora de profesión y es­critora por afi­ción. Su talante inquieto y viajero le ha lle­va­do a vivir en dife­ren­tes lu­gares de España y Suiza. Ha es­crito diver­sos cuentos y se en­cuentra traba­jando en su primera novela. Uno de sus relatos apare­ce­rá a finales de 2006 en el libro colectivo El huevo del pingüi­no kamikaze (Editorial Pa­dilla).