POESÍA GUATEMALTECA ACTUAL / No. 190


 
Gabriel Woltke
Ciudad de Guatemala, 1988

 

 

 

 

Luz de Adán
(fragmento)

Rompiste un mar estático, un siglo de silencios y una lluvia tibia que mantenía a flote el pequeño hogar. Llegaste tocando puertas y ventanas con toda la fuerza de un susurro, como quien palpa al tigre con la yema de los dedos o quiere levantar las olas con el canto de sus branquias. Dijiste —Aquí—, en la hora en que contábamos vástagos y hacíamos surcos en la tierra. Aterrizaste y entonces sólo fueron las hojas cafés en un torbellino que rozó nuestras frentes. Espera, hay un astro entre nosotros haciendo brillar nuestros cuerpos. Espera, hay una maquinita de cuerda haciendo resonar nuestros pechos. Y yo: ¿cuál es su nombre?

Tuyo el tibio vacío en que flotabas envuelto en luz. Tuya la neblina que cubre las urbes durante las madrugadas y la transparencia pura de una gota suspendida frente a mis ojos. Un cristal que rapta la luz en sí mismo. Viento de cúspide de montaña cobijado entre las manos. Tuyo el todo que jamás terminará de ser nombrado. Tuyo el todo en que no caben los tres milímetros de tu esplendor.

Me pregunté con qué palabras podría presentarme ante ti, cómo mostrarte un mundo limitado a las formas que lo nombran, cómo dibujarte la mañana en que el pez de oro salta del mar negro, la piedra hecha carne, la ambición del tallo, la flor. Quería advertirte de este valle que te ofrecía, prepararte para poner el pie en la tierra abierta por la que corre el magma ardiente de los cuerpos violentos. Esta pradera en que la hoja más verde del árbol, como esmeralda, siempre termina por caer al suelo y hacerse polvo. Quería decirte que no importaría el hambre y los buitres del abandono, que siempre tendrías mis flacos brazos como dintel bajo el que cobijar tu cuerpo y mi carne como fruta para alimentarte. Me rehusaba a las palabras y terminé volviendo a ellas porque habría de llamarte por un nombre.

Esta cabeza de mono entre su mundo de sombras, con toda la ilusión de las esferas vio pasar mil años frente a sus ojos y titubeando dijo:

                                                                               A

Aquella tarde corrí en dirección al sol con la piel erizada del fruto que el árbol concede al riachuelo, mi piel de durazno. Salí a encontrarte como el hombre de las cavernas buscando al sol que se metía entre los cerros, como el primer eclipse en la Edad de Piedra. Yendo hacia a ti atravesé todos los cuerpos, todas las horas pasadas y futuras, los mil elementos.

Entonces el segundo cero se extendía por sobre todos los campos, anclado en tierra sujetando con las cadenas de Andrómeda el cielo escurridizo, como las hermanas que se llevan las horas. Entonces la mar sujeta a la orca que duerme en el fondo hirviente. La respiración de la creación detenida en el brillo de las pupilas que observaban tu promesa.

El hambre del león en el cristal cobijado bajo las minas de carbón. La sed de los dromedarios, el canto en re de las alondras sostenido en la rama del meridiano occidental. Todas las máquinas hirviendo en su impulso binario y, más adelante, tras los cerros: Saturno alisando los cabellos de sus crías. Ese momento babélico de todas las lenguas en una oración infinita que acariciaba los pies de las barcazas chinas que es el mismo momento en que el hombre de la luna abrazó al hombre del fuego.

Cobra que amasa el carbón para formar soldaditos de oro. Y mientras tanto yo corriendo a encontrar el primer dígito que confirmaba tu presencia en el fondo de los océanos que siempre es el último y primer espacio del universo negro. Remolino de eras estelares y yo nadando en la espiral de la historia. Entonces un ave parda se cruzó frente a mí y susurró:

                                                                               D

Aquí te habías posado como la sombra enorme de un planeta que entibia nuestra piel de barro, como un ave que presagia la lluvia para las siembras, como una estela del futuro brillando al final del túnel negro. Luego, la pregunta clave: ¿Ahora qué hacer? No lo sabía.

Hablaba con los labios pegados a la tierra en un momento de rumor de tarde con el escarabajo trepando en mis piernas. Y busqué los mapas tras la bruma de los marineros, en la luz de las estrellas, en el canto del punto en que el sol se baña para lucir su cabellera de espuma. Y no encontré nada más que el abrazo blanco como el cinturón que tiñe la cadera de la galaxia. No había claves.

Sólo quería verte, luego trazar el método para tejerte un manto, pintarte un horizonte de promesas y juntar la leña para el fuego en que calentaría el alimento de todas las mañanas. Algodones, la planta y luego el plomo. Un siervo en la palma de mi mano rumiaba la hierba violácea que creció a lo largo de nueve vidas, esperándote. Tras la ventana, el árbol que tenía las raíces en el cielo y que bajaba a poner en nuestra boca la cereza de la locura, la gracia de una hora de alegría en el primer canto del gallo, la piel eriza y los ojos hechos faro en el saludo de tu carabela arribando a la playa.

Era el punto exacto de tu solsticio, advenimiento del azul amor que arrastra la lágrima. Lágrima que fecunda. No podíamos predecir tu viento si tú eras quien nos arrastraba en un torbellino, como columna de humo blanco, en el desierto. Brújula imanada que danzaba ante nosotros perdidos entre las constelaciones de nuestros padres y el asteroide que marca la entrada a tu galaxia. Estos ojos absortos por ti que tarareando repiten:

                                                                               A

Abre la mañana en el claro de las aves que se forman como una muralla en el horizonte. Allí, despejándose el velo que cubre la fuente y la siempreviva se expande tocando el verde con la punta de sus pétalos. Su verde agua que pasa sanando las grietas como una mano que cura metiéndose en el costado. Caricia.

Amanece y te presentía a mi lado. Ya podía olerte en la tierra mojada, en la madera fresca que descansa al lado del río. Aserrín entre los dedos, añil de frutas tornasoladas. Una plaza se construía entre el rumor de tu presencia, un rascacielos naciendo del voltaje de tu minúsculo pálpito. Yo, malabarista del pleno de la sal, de la deriva del rostro que se enjuaga en el firmamento espesando el óleo del blanquinaranja que viste al hogar. Devolverle el brío a la ingeniería primitiva que supo elevar la piedra hasta el borde del ala del cóndor.

Zanjaste un río alrededor de la fortaleza que en realidad serían nuestros brazos tomándose de las manos de lado a lado de tu cuerpo. Un punto alto de observatorios desvelados en charla permanente con los rastros de las estrellas, un archipiélago de jardines desnudos. Todo parecías tú, todo eran pueblos surgiendo del vacío para no dejarte solo, para entregarte en tus manos un imperio de flores y de minerales.

Así te movías buscando las formas, como la dinámica del agua que sangra en la cúspide de la montaña traída para el riego de unos campos en que las liebres hacen crecer la orquídea que luego será tu risa. Tributo a tu amor que corta la pera, a tu fuerza que desnuda la almendra. Son las primeras células fundiéndose en el caldo galáctico, agrupándose alrededor de una fogata de fe. Has movido las entrañas de la roca madre, has cambiado la forma en que las corazas se entrelazan puliendo la tierra y con ello, del centro del quieto mar, en la calma de la tarde, surge un continente entero que habrá de llevar tu nombre. Una nueva edad en la historia de la humanidad que surge para saludarte:

                                                                               N

Nos hicimos uno y fuimos todos. Adentro de mí un jardín botánico con minúsculos hombres pétalo bailando bajo los colores del espectro polar. Una granja de hormigas arrastrando los bloques del rocío, piedras de ámbar, las vigas traídas de las costas de un pueblo lejano y el polvo de estrellas que alumbrarían el techo. Cuántos hombres caminaban adentro replicando la primera emigración que salió del desierto y devoró el hielo para asentar entre montañas su nuevo hogar.

Se había tendido la mesa larga para almorzarnos el cielo. Y congregadas a ella, todas las bestias cantando un salmo que abrazaba la danza de las olas y alababa aquel momento uno en que te forjaste. Todas las rosas de los vientos formaban un nuevo horóscopo, un horóscopo en que todos los días y todos los astros se detienen para besar tus huellas. Las amapolas transcribían un tratado con la nueva historia para ponerla a disposición de tus manos. Ya revoloteabas en el altísimo ojo de dios. Ya llovían todos los nombres del cielo que se rasga para hidratar al mundo. Que desvelan el instante en que las luciérnagas toman la forma del sol para asegurarte luz perpetua. Las sagradas fórmulas del paraíso entregadas en secreto a las rocas, los números del caos como niños que juegan a pintarse los rostros. Este cuerpo mundo que se retorcía en fiestas, soñándote.

Corría a mis labios la locomotora haciéndose paso entre las selvas, y de los manglares surgían las tortugas excavando túneles y ríos. La nueva disposición de las corrientes marítimas para que hasta la última criatura del fondo hirviente saliera a respirar el aire de tu promesa. Y luego, volvieron los cometas. Los símbolos de millones de años, las lenguas que danzaban para resucitar a todos los muertos. Todos en la orilla de mis labios. Todos los mundos. Todas las vidas. Y los cielos. Y los mares. Y la tierra. Los animales. Las plantas. Las rocas. Los mil elementos primigenios. Todos en la punta de mis labios. Nos hicimos uno y fuimos todos para invocar tu nombre:

                                                                           ADÁN

 

Gabriel Woltke. Escritor. Ha publicado los libros Doce noches y un amanecer decapitado (Santa Muerte Cartonera, 2008) y Vacíos paralelos (Catafixia Editorial, 2010). Mantiene inédito Luz de Adán. Su poesía se ha incluido en diversas antologías a nivel latinoamericano.