DIEZ NARRADORAS (1980-1983)/No. 184


 

Ave Barrera



Guadalajara, Jalisco, 1980

 

 

 

Aquellas tristes camelias blancas


Miguel salió el fin de semana y yo decidí quedarme en casa para adelantar algunos pendientes del despacho, limpiar los estantes de la alacena, trabajar un poco en el jardín. Las camelias de la entrada no aguantaron la temporada de calor. Había pensado cambiarlas por una planta menos delicada, más agradecida, como las teresitas, tal vez unos crisantemos o unas malvas que me recibieran con su sonrisa ingenua, en lugar del reclamo de hojarasca y botones marchitos que me lanzaban aquellas tristes camelias blancas.

El viejito del vivero me mostró las petunias, los pensamientos, las hortensias, aunque dijo que si lo que quería era rellenar un buen pedazo de jardinera sin preocuparme por los cuidados que normalmente requieren las plantas más me valía sembrar sinvergüenza o uña de gato. Creo que trataba de regañarme por no haber cuidado de las camelias que él mismo me había vendido el invierno pasado, pero lo ignoré y me decidí por las hortensias. No tardé mucho en desarraigar los tallos secos y reemplazarlos por los rebosantes racimos azul cobalto. No soy bióloga ni botánica ni nada por el estilo, así que cuando compro flores, lo que miro son las flores y no me detengo a ver qué tipo de raíz o de tallo o de hoja tienen, pero esta vez reparé en el verde intenso de las hojas de la hortensia y me gustó el carácter robusto con que envolvían los ramos apiñados como buqué de novia.

Apelmazaba la tierra sobre la raíz de la última de las hortensias cuando escuché la campana del camión de la basura. Me apresuré a levantar el desorden, las camelias marchitas, las bolsas de alimentos caducos que había sacado de la alacena y en un dos por tres me había deshecho de todo. Regué las hortensias y enjuagué con el chorro de la manguera los restos de tierra en el mosaico de la cochera, en las sandalias, en mis pies. El calor me había puesto las mejillas muy rojas.

La casa estaba fresca y llena de olor a Suavitel. Siempre he pensado que el ruido que hacen las secadoras de ropa se debe a misteriosas piedrecitas que rebotan con las paredes de metal. Piedrecitas olvidadas en los bolsillos de los pantalones. No sé por qué, pero ese chasquido me provoca un ansia extraña en los extremos de la quijada. El timbre anunció que el ciclo de secado llegaba a su fin. Las piedrecitas dejaron de rebotar. En silencio fui doblando las camisetas y las toallas, hice bolita los calzones y los calcetines y hasta planché las camisas que usaría Miguel en la semana. Cuando terminé vi que me había mandado un mensaje: venía en el autobús de las cuatro, llegaría a casa como a las once y media. Tiempo justo para deshacer la maleta, acostarse un rato, levantarse temprano, empezar una semana más.

Abrí la puerta del clóset para guardar la ropa limpia y me di cuenta de que no había espacio. Los anaqueles estaban a rebozar de ropa vieja, mal doblada, ropa que guardaba el perfume rancio de varios años, cuando era otro mi cuerpo y otros eran también los humores que producía mi cuerpo. Arrugué la nariz. Vi mi gesto en el espejo largo, me vi a mí, tan distinta que casi no me reconocía. Entonces decido ir a la cocina y arrancar del rollo dos grandes bolsas de basura para echar ahí toda esta ropa de elásticos vencidos y etiquetas vergonzosas. Sin miramientos. No quiero pensar si puedo volver a necesitar tal o cual prenda. La decisión es terminante. Extender frente a mí uno de esos pantalones sería como contemplar de nuevo la gordura contenida en ellos. Me apresuro a vaciar los anaqueles salvo por los abrigos, los vestidos caros que tengo pensado mandar arreglar y un par de cosas sencillas que había comprado recientemente, conforme bajaba de peso y dejaba de quedarme la ropa vieja.

Cierro las bolsas. Les hago un fuerte nudo en la boca y las arrastro por el pasillo con el ansia de quien quiere deshacerse de un cadáver. Me resulta simpático actuar el papel de asesina que carga con los restos de sí misma en la cajuela para ir a enterrarlos a mitad del desierto, sólo que en lugar de ir al desierto y cavar un agujero enorme para sembrar en él un montón de ropa de tallas extra —lo cual sería un verdadero desperdicio—, pienso llevar los bultos a casa de la tía Angelita, quien a su vez los hará llegar a las gentes más necesitadas de la parroquia de Cuquío.

Llamo a la tía Angelita desde el coche para preguntarle si se encuentra en casa, aunque la llamada es más un aviso que una pregunta, siempre está en casa. Ella dice que me dé prisa porque tiene pensado ir a la misa de siete. Yo le digo que faltan como tres horas para eso, llegaré en menos de quince minutos. Tengo que decirle que por favor no se moleste en empacar para mí una docena de tamales. Ella dice que no es molestia, que puedo recalentarlos en la semana para desayunar con cafecito. Tengo que explicarle que ya no puedo comer tamales porque los prohíbe la dieta que me dio el doctor y eso más o menos la convence. Insiste en que no tarde. Cuelgo.

La tía Angelita hace tamales para vender y es muy gorda. Muy, pero muy gorda. Su casa está impregnada de olor a grasa de tamal, su ropa, su cuerpo, el mantel verde donde se pasa las tardes jugando al póquer luego de despachar a los vendedores con sus respectivos carritos humeantes. Los domingos se monta jadeando en una silla de ruedas que alguno de mis primos empuja hasta la iglesia de San Judas Tadeo para asistir a misa. Siempre que voy a su casa digo que tengo mucha prisa y trato de contener al máximo posible la respiración. Seguro que ella se da cuenta, no me reclama por salir así de rápido. Agradece la visita y sacude su enorme brazo flácido para decir adiós desde su sitio frente a la mesa de paño verde, pringosa de comida y cenizas de cigarro.

Al salir de la casa de tía Angelita respiro aliviada el aire claro y veo que todavía me da tiempo de llegar al centro comercial. Subo al coche y manejo un poco más aprisa, con más entusiasmo de lo normal. Meto el coche al estacionamiento y doy un par de vueltas hasta encontrar lugar. Me aplaco un poquito los cabellos en el espejo retrovisor antes de salir. Hace mucho que no me daba tiempo de venir sola al centro comercial. Cuando vengo con Miguel es diferente; por lo general vamos directo al cine, a la zona de comida o curioseamos por ahí sin entrar en ninguna de las tiendas. No me gusta hacerlo esperar y que se ponga de malas. A veces, cuando de pasada veo una buena oferta, le pido que espere en la tienda de discos y yo me apuro a encontrar el color y la talla que necesito, paso a la caja o renuncio de antemano si veo que hay más de cinco personas en la fila.

Hoy, por el contrario, vengo con la intención de entrar a la tienda que yo quiera, tardarme todo lo que quiera y comprar lo que sea necesario para poblar de nuevo mi lado del clóset con cosas que me hagan ver bien. Por primera vez en mi vida tengo la oportunidad de vestir lo que viste la gente normal, buscar un estilo propio entre las tendencias de la temporada. Supongo que no será suficiente con una o dos prendas básicas; si pretendo ponerme tal o cual blusa tengo que comprar el tipo de pantalones que le hace juego y ese tipo de pantalones sólo van bien con determinado tipo de zapatos. Tampoco tengo ropa interior adecuada para usar debajo de esas telas tan volátiles, tan finas. Durante los últimos años me he limitado a usar pantalones de mezclilla, camisetas de algodón, sudaderas o camisas de cuadros. Chamarra de relleno si hace mucho frío. Tenis.

Ahora que puedo usar la ropa que se muestra en los aparadores me doy cuenta de que los estampados y los cortes me resultan totalmente extraños, como si me hubiera transportado en una máquina del tiempo a una era donde los seres son blancos, espigados y sin rostro. Quiero armar un par de conjuntos de pantalón y blusa, una falda, unos zapatos. Revuelvo las pilas de ropa imposiblemente chica y encuentro por fin un pantalón rojo talla siete. Descuelgo un suéter y un vestido que me parecen bonitos. Un suéter de hilo color azul cobalto que me recuerda los racimos de las hortensias que acabo de sembrar. Pienso en Miguel. Podría invitarlo a cenar a un lugar elegante el próximo fin de semana como pretexto para estrenar, sorprenderlo un día cualquiera a la salida del trabajo.

Me empieza a colmar una sensación que no conocía: la satisfacción de ser como la gente que antes admiraba de lejos, esa gente que va por el mundo satisfecha con su cuerpo. Sonrío. Saludo a la chica del probador aunque ella no me mira, cuenta la ropa que llevo en los brazos y me dice que solamente puedo pasar seis prendas. Separo las que sí y las que no. Me da una ficha grande con el número seis. Entro en uno de los probadores, corro la cortina oscura y me encuentro con la imagen entera de mí misma en el espejo. El haz dorado de la lámpara de halógeno me cubre desde la coronilla hasta los pies: estoy en un escenario, comienza el espectáculo, la única espectadora soy yo.

Me quito la ropa y descubro bajo el haz de luz un cuerpo pálido con caderas de engrudo, cubierto de vellos tronchados, surcado por venas tortuosas, muy azules. Tengo varios moretones repartidos en las pantorrillas y no sé en qué momento me los hice. Desvío la mirada para no verme. Esta luz no tiene piedad, revela con sombras minuciosas cada grumo, cada estría, los elásticos encajados en mi carne formando pequeñas lonjas blancuzcas y tristes, veo mi rostro horrorizado. Intento con el primer pantalón y la pantorrilla se me atasca a la mitad del tubo. El pie no alcanza a salir del otro lado, el otro pantalón sube con mil trabajos pero no cierra. Me lo saco a tirones y respiro. La luz me acalora y se me hacen perlas de sudor en el bigote que temo limpiar al pasarme uno de los vestidos sobre la cabeza. Me siento tan ridícula y grotesca. Los calcetines me hacen ver enana. Me los quito, pero ya no puedo dejar de pensar en que el vestido me acorta las piernas. Lo mismo la falda. Una de las blusas se me abulta en la barriga como si debajo hubiera una gran panza, la otra me hace ver las chichis aplastadas y deformes. Es una pesada broma, pienso, un espejo como los de las ferias, pero todavía más horrible: en lugar de distorsionar los cuerpos los muestra al desnudo, tal como son. El aire caliente me sofoca, me asfixio. Arrojo la ropa al suelo y me visto a toda prisa. Necesito sentirme a salvo en mis viejos pantalones, secarme la cara con mi camiseta de algodón.

Huyo. Dejo la ropa regada en el suelo y salgo, pero la chica mal encarada me detiene y me pide la ficha. Voy y levanto el montón de trapos, la ficha con el número seis, dejo todo sobre el mostrador. Ella dice que le permita un momento, tiene que revisar que las prendas no estén dañadas. Se da cuenta de mi prisa, de mi vergüenza, pero quiere echarme en cara aquel desorden y se toma su tiempo para voltear las perneras de los pantalones, cerrar las braguetas, colgar nuevamente los vestidos y las blusas en los ganchos. Pregunta si voy a llevar algo y muevo la cabeza diciendo que no. Luego veo detrás de ella el suéter de hilo que no había podido probarme y le digo que voy a llevarme eso. Camino hacia la caja. Pago.

En el inframundo del estacionamiento me siento por fin aliviada. Concreto oscuro, tuberías, zumbido de máquina y olor a escape rompen con el encanto de los mármoles, los cristales y el aire acondicionado. Entro al coche, la tapicería todavía huele como cuando era nueva. Reviso el teléfono, pero Miguel no ha mandado mensaje. Enciendo la marcha y meto la reversa. Conduzco de regreso a casa. Estoy tan cansada que al detenerme en uno de los semáforos cabeceo.

No escuché el ruido de la cerradura ni las rueditas de la maleta de Miguel en el pasillo. Desperté cuando apagó la tele y sentí el silencio de sus pasos en la alfombra. Me incorporé soñolienta sobre los almohadones. Él me dio un beso en los cabellos despeinados y le pregunté que cómo le había ido. Dijo que bien, que su mamá me mandaba saludos y unos quesos que ya había guardado en el refrigerador. Me quedé con la mirada boba mientras él iba y venía por el cuarto acomodando sus cosas. Descubrió las camisas planchadas y dijo que gracias, que no debía molestarme con esas cosas. Alcé los hombros y le dije:

—Ya sabes, me gusta planchar.

—Te queda muy bien ese suéter. ¿Es nuevo?

Asentí, todavía con la mirada perdida en el estampado de las cortinas.

—Deberías quitártelo para dormir.

—Es del mismo color que las hortensias, ¿las viste?

—Sí, cuando iba entrando me di cuenta —se metió en la cama y apagó la luz—. Me gustaban las camelias, lástima que se hayan secado. Tal vez si las hubieras puesto en la sombra como nos dijo el viejito del vivero…

—Entonces también las hortensias se van a secar —dije, pero Miguel ya se estaba quedando dormido.

Horas antes, cuando estacionaba el coche, me di cuenta de que las hojas robustas de las hortensias estaban lacias, apuntaban hacia la tierra mientras que los ramilletes indefensos mantenían su colorido amparados en el cielo de la tarde. Tenía muchísimo sueño, pero no debía dormir. Saqué el suéter de la bolsa y me lo probé frente al espejo de la recámara, le corté las etiquetas. Prendí la tele para esperar a Miguel. No debí dormirme. Ahora ya se me espantó el sueño y voy a pasar la noche entera pensando, con los ojos muy abiertos en la oscuridad.

 


Ave Barrera. Estudió Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara y trabajó como editora durante varios años en la ciudad de Oaxaca. Obtuvo la beca de la Fundación Carolina para el Curso de Formación de Editores de la Universidad Complutense de Madrid y la beca del programa Jóvenes Creadores del FONCA en novela (2010 y 2014). Ha trabajado como copywriter para medios electrónicos. Escribe cuento y literatura para niños. Su primera novela Puertas demasiado pequeñas (Universidad Veracruzana, 2013) obtuvo el premio Sergio Galindo de la Universidad Veracruzana. Actualmente vive en la Ciudad de México y estudia la maestría en Letras Modernas Portuguesas en la UNAM.