CUENTO/No. 180


 

El paraíso de Anselmo



Aurora M. López

Facultad de Filosofía y Letras-unam, sua

Una tarde lluviosa de julio conocí a Anselmo. Entró haciendo ruido y mojando la alfombra con las gotas que escurrían de su cabello. Saludó a mi padre como si fueran grandes amigos aunque yo nunca lo había visto. Pensé que quizá se conocían de tiempo atrás.

Seguí viendo mi libro durante horas, sentada frente a la puerta de la tienda de mi papá sin percatarme de que ya era de noche y seguían conversando.

Al siguiente día volvió a la misma hora para platicar con mi padre otra vez hasta tarde. Las luces exteriores enmarcaban la silueta del señor Anselmo dándole un aspecto tenebroso, lúgubre, hasta que sus visitas se volvieron diarias y me empecé a acostumbrar a él. Al despedirse tomaba entre sus brazos a mis hermanas. Platicaba con ellas sentado sobre la alfombra. Acariciaba su cabello y su cara mientras mi padre me escondía en su oficina hasta que él se fuera.

Al siguiente día papá recibió una llamada y después comenzó a preparar una maleta con ropa. Eran mis vestidos, zapatos, bolsas, sombreros: todo lo que utilizaba. Le pregunté qué pasaba pero él no contestó. Mis hermanas decían riendo que tal vez me iría de vacaciones pero yo jamás había salido de casa.

06-lopez.jpgEl día que recibí la noticia de mi partida me derrumbé. Me iría de viaje pero no con mi padre sino con el señor Anselmo. Mi papá me tomó en sus piernas mientras me limpiaba con su pañuelo la cara pálida y llorosa explicándome que era el momento de irme de casa.

“El señor Anselmo cuidará de ti y te dará un mejor hogar. En esta casa ya somos muchos. El negocio no está funcionando, hija, y Anselmo me dará dinero por dejarte con él. Sabe lo mucho que te quiero y lo valiosa que eres. Tal vez un día… te pueda recuperar”, dijo con un tono que me conmovió y no pude preguntarle por qué me vendía. Porque nunca entendí cómo era posible que una de sus hijas tuviera precio y más aún ¿por qué yo? Tenía muchas hermanas, todas ellas muy bonitas.

Lo que sí sabía era que no deseaba estar con el señor Anselmo. Durante sus visitas yo permanecía oculta a su vista mientras mis hermanas sonreían o se sonrojaban cuando él decía: “Todas son muy bellas.” ¿Cómo podría quererme a mí, si sólo me había visto un par de veces?

Mi padre dijo que me recogería al mediodía y se fue sin decir otra palabra. Estuve sentada en el sillón con la mirada dirigida hacia la puerta de entrada por más de cuatro horas, y deseaba quedarme ahí el resto de mi vida. La lluvia comenzó a las once de la mañana y para las cuatro de la tarde seguía lloviendo. Recé incansablemente a cada santo que conocía para que se inundaran las calles, se desbordaran los ríos o se descompusiera su auto y así evitar mi terrible destino. Pero, aun con lluvia, el señor Anselmo llegó cuando el reloj marcaba las cuatro y media.

Lo vi llegar a través del cristal de la puerta, reconocí su silueta a pesar de lo borroso del vidrio debido al golpeteo de las gotas de agua. Cuando entró, mi padre estaba desilusionado. Yo sabía que en el fondo no deseaba separarse de mí pero la situación en la que vivíamos lo hizo tomar el dinero.

Mi padre me abrazó fuertemente y sus lágrimas cayeron en mi cabello mientras le pedía al señor Anselmo que me cuidara. Le entregó una pequeña maleta con mi ropa, pero él se rehusó a tomarla.

—Ya le compraré yo lo que necesite —le dijo.

Quise llorar pero me contuve cuando vi a mi padre contar el dinero.

Al salir, el señor Anselmo me tomó de la mano. Me sentí frágil, casi de porcelana. La lluvia escurría por mi cara mojando mi ropa. Miré a mi padre abrazar a mis hermanas mientras me decía adiós en la puerta. En ese instante deseaba estar con ellos.

—Aquí es donde vas a vivir —dijo al entrar a su casa y me llevó a recorrerla: habitaciones tan grandes como nunca las había visto, el techo parecía tocar el cielo, piso alfombrado, candelabros de oro, una cama inmensa sólo para mí con muchos almohadones, un dosel de seda rojo, un enorme librero y un armario lleno de vestidos.

—Todo es hermoso —le dije.

—Te compré ropa, zapatos; todo lo que puedas necesitar. Mientras yo trabaje, te quedarás al cuidado de María, la sirvienta. Yo soy responsable de ti por completo. No deseo que salgas a ningún lugar. Quiero que te portes bien. A cada lugar de la casa que quieras ir yo te llevaré cargando. Eres mi pequeña princesa —me tomó de los brazos para cargarme, apoyó mi cabeza sobre su hombro y me llevó hasta la cama. Me quitó la ropa y me vistió con una suave piyama blanca. Besó mi frente y me cubrió con una bella colcha. Pero yo me sentía muy sola.

Pasé los días leyendo, mirando televisión, escuchando conversaciones ajenas, observando las nubes desde la ventana en brazos del señor Anselmo y en compañía de una señora que me insultaba en cuanto nos quedábamos solas.

María me golpeaba muchas veces como si fuera sin querer y nunca se disculpaba. Jalaba mi cabello al peinarme, quemaba mi piel con las tenazas que enredaba en mechones para hacerme rizos, quemaduras que después ocultaba con maquillaje para que Anselmo no me viera así. No le importaba que la amenazara con acusarla con el señor Anselmo, ella ignoraba mi llanto.

Me mantenía desnuda durante el día sin importarle que tuviera frío. Los vestidos me los ponía antes de que llegara el señor y rara vez lavaba mi ropa.

—Debería de casarse, tener hijos y a ellos darles el cuidado que le da a esa niña —decía mientras hablaba por teléfono.

Nunca se lo dije al señor Anselmo. Él me veía como su hija, la que nunca tuvo. Pensaba que María decía eso y actuaba de esa manera por envidia. Un hombre que apenas me conoce decide dármelo todo a cambio de nada y yo me regocijaba con la frustración de la señora, sentía satisfacción hasta que recordaba a mi familia, la verdad era que me había comprado.


No llevaba el conteo de los días, pero cuando el cielo se tornó gris y la lluvia era imparable me di cuenta de que había pasado un año. Una tarde escuché la voz de mi padre discutiendo con María. No lo pude ver aunque me estiraba para alcanzar la ventana, seguía siendo una niña.

Cada año anhelaba la temporada de lluvias frente a la ventana. Tenía la esperanza de que la situación de la tienda cambiara y pronto me reuniera con mi familia. Pero no pasó.

El señor Anselmo se volvía cada vez más viejo. Dejó de ir a trabajar a causa de una pulmonía que lo mantuvo semanas en cama. Deseaba tenerme frente a él día y noche, me miraba la cara. “Tienes una hermosa sonrisa, como muñequita de porcelana”, me decía acariciándome las mejillas. Con el paso del tiempo llegué a quererlo como a un padre.

Durante su enfermedad me la pasaba sentada a la orilla de su colchón escuchando cuentos que María nos leía. Rara vez me cambiaba de ropa, sólo lo hacía cuando, con las suficientes fuerzas en la voz, el señor Anselmo lo pedía.

Acercaba su cuerpo hacia donde yo estaba para tomar mi mano fría hasta quedarse dormido. Sentía su calor. Y así, pensaba: ¿por qué una persona con tanto dinero compra a una niña? Ahora entendía su situación, su soledad y su necesidad de sentir compañía.

Cada noche observé paciente cómo aparecían las arrugas, cómo se colgaba milímetro a milímetro y empalidecía su piel. Una enfermedad tras otra lo mantenían en cama y a mí, estática, en el mismo lugar viendo cómo moría.

Una tarde tormentosa de julio el teléfono sonó presagiando una mala noticia. Mi padre había muerto y necesitaba que Anselmo cuidara también de mis hermanas. Las aceptó en casa con alegría y María las recibió de muy mala gana.

La tristeza que sentí se confundía con la felicidad de volver a ver a mis hermanas. ¿Cómo lucirán? ¿Tal vez como yo? Lo sabría si pudiera verme tan sólo una vez al espejo. Desde que Anselmo enfermó no me preocupaba por cómo me veía.

Esa tarde sonó el timbre, María abrió la puerta y trajo consigo una enorme caja de cartón. Despertó a Anselmo para darle sus medicinas mientras yo observaba la caja semiabierta. Escuché voces en su interior pero no entendí lo que decían.

Anselmo despertó dedicándome una gran sonrisa, los pocos dientes amarillos y grandes hacían de su expresión algo sombrío y me recordaban la primera vez que lo vi.

—Ya llegó el paquete, señor, ¿gusta que lo abra? —Anselmo parpadeó y fue apenas audible un “Sí.” María acercó la caja hasta él. El interior no era visible para mí. Ella sacó su contenido y me quedé petrificada, como de madera.

Una cabeza, un torso, otra cabeza y otra, piernas, brazos, miembros separados de los cuerpos de las que alguna vez fueron mis hermanas. Aún hablaban, las oía.

—Mmm… Son sólo partes de muñecas —dijo María mientras tomaba a mis hermanas y las volvía a meter a la caja.

—No cabe duda… escogí a la mejor —dijo Anselmo entre toses acariciándome la cara.

 


Aurora M. López (Ciudad de México, 1982). Licenciada en Comunicación por la Universidad de las Américas, estudia la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Actualmente trabaja como redactora, correctora y editora para diversas editoriales y revistas.