¡A la cancha! / No. 237

Permanencias involuntarias





I was born here and I'll die here against my will

Bob Dylan


Barusch apuntaba con el índice al Palta. Los otros cuatro dedos sostenían una botella de cerveza de una marca que nunca he visto de nuevo. En la televisión los comentaristas chilenos se gritaban casi con tanta pasión como los dos ebrios que estaban frente a mí. Palta neceaba: "A Leopoldo Osores lo mandó matar el Colo-Colo". Barusch traía una playera sudada de ese equipo, estaba tan ebrio que no lograba concretar la defensa. Armando volteó a verme y susurró: "El Temuco se está rifando, Colo-Colo vale pura…". El partido continuaba, el Palta y Barusch gritaban, la cerveza se me calentaba en la mano. Otra vez estaba atrapado.

Mientras intentaba darle sentido a los gritos, pensé que uno siempre le puede echar la culpa a la familia. Hace unos meses mi papá le preguntó a mi hermano sobre una pelea de box reciente, éste negó con la cabeza mientras masticaba su taco de frijol con aguacate, ninguno de sus amigos tenía interés en la pelea y no pudo verla. Mi papá se indignó: "Hay eventos deportivos que son importantes aunque no te guste el deporte". La frase resume muy bien su curioso desinterés intermitente. Cada cuatro años la televisión de la sala se encendía para ver la final del Mundial y alguno que otro partido en el que México acababa perdiendo. Recuerdo alguna Copa América, un Mundial Sub-17, algún México vs. EUA. Pero, la verdad, en casa nadie tenía la devoción religiosa que se le inculcaba a mis amigos. Como a un ateo que no sabe si pararse o sentarse durante la misa católica, el futbol siempre me ha parecido un ritual extranjero.

En un departamento al sur de la Ciudad de México un grupo de chilenos se reunían para ver el juego del Deportivo Temuco vs. Colo-Colo. Sí, ese que está sentado en el puf rojo soy yo y "probablemente se pregunten cómo llegué aquí". La respuesta, como siempre que hay futbol de por medio, es: por casualidad. Cuando estudiaba la universidad unos amigos formaron un equipo y decidieron invitar a Javier. Javier era un estudiante de intercambio chileno, lo recuerdo más en las fiestas que en las clases. Alguien dijo que su estilo de juego sudamericano podría representar una ventaja táctica. Nunca supe si el comentario era un chiste o una creencia fundamental para la dirección técnica del equipo. Vi aquel partido desde las gradas, perdieron miserablemente. Antes de que nos despidiéramos, Javier nos invitó a tomar unas cervezas con unos amigos.

Inculcar me sigue pareciendo la palabra clave. Las fechas de partidos importantes marcadas en el calendario familiar, las playeras del equipo acumulándose en el closet cada vez que se agregaba una estrella a la camiseta (o cuando la economía familiar permitía actualizarla). Había una pausa ritual en las casas de mis amigos cuando el futbol estaba en la televisión, estaba prohibido hacer ruido o distraer a los adultos que miraban el juego. La preferencia por un equipo u otro casi siempre tenía que ver con algún vínculo geográfico en el pasado de la familia, una simpatía fortuita o la pertenencia a una porra por parte de algún familiar lejano que había sellado el destino de las generaciones venideras.

Hablando de simpatías fortuitas, me parece que la afinidad de Armando por el Temuco estaba relacionada con que aquél fue un lugar importante en la biografía de Pablo Neruda. Cada vez estoy más convencido de que los afectos y las lealtades (y no sólo hablo de deporte) pasan más por lo visceral que por la razón y la memoria. No recordaba el nombre de Javier, tuve que preguntarle a Román mientras escribía este texto. Tampoco me acuerdo de la ubicación del departamento ni del nombre del resto de las personas que veían el partido. Lo único que mantengo de aquella tarde son un par de mensajes de WhatsApp que le envié a una amiga junto con una foto mal tomada: el cuerpo borroso del Palta parece a punto de arremeter contra la televisión en la que se ve a F. Lazcano del Deportivo Temuco recibir una tarjeta roja en el minuto 17. Esa foto y los mensajes son los únicos documentos que conservo de lo que sucedió en esa sala. No pasa lo mismo con los detalles del partido: si hay algo más grande que el futbol es la conversación en torno a él. El resumen técnico y la relatoría de ese día están en páginas mantenidas por fanáticos y medios dedicados al deporte. Todos los detalles de ese juego y de esa liga están meticulosamente documentados y analizados. Comunicadores formados en universidades especializadas y entusiastas crean materiales que sobrepasan por cientos de veces al volumen de registros de los partidos en sí. Mientras escribo este texto no ha ocurrido la inauguración del Mundial de Qatar 2022, pero las horas de material audiovisual sobre el tema (mesas de discusión, predicciones a través de herramientas estadísticas, pseudocientíficas y hasta adivinatorias, chismes y cápsulas culturales de relación tangencial con la sede) superan por mucho el tiempo de vida de cualquier ser humano.

Desde la primaria me di cuenta de que una palabra caía sobre el jugador menos hábil, el que "corría como niña" o el que se negaba a jugar. Ésa, la palabra de cuatro letras. Ésa, la que prohibió la FIFA en los estadios. A pesar de los cambios sociales, las discusiones académicas y las desgastantes peleas en redes, en las primarias del siglo XXI la reflexión sobre el género no se ha distribuido en los espacios de recreo. Las pláticas con mis sobrinos me lo confirman: en los patios el futbol siempre es rey. El resto de las actividades quedan relegadas a los márgenes y las esquinas, al rincón que queda tras delimitar la cancha. Esto significa que, como niño, en las clases de educación física o en el recreo el imperativo de jugar no conoce de tiempos. Las y los docentes se siguen resistiendo al deporte mixto. Las palabras pesado, feo, brusco y fuerte enmascaran un miedo profundo a que las infancias realicen actividades conjuntas y se diluyan sus fronteras históricas. El infancias se fragmenta por la creencia anquilosada de que hay juegos de niños y hay juegos de niñas o, por lo menos, espacios de juego. Quien cruza esa línea (aún) se ve atravesado por más y más palabras.

Mientras el Colo-Colo reclamaba un penal busqué el nombre de la cerveza en los jerseys de los equipos. No los encontré, pero mi intuición no estaba tan errada. Aunque cuando se habla de espacio en el deporte se piensa en alineaciones y estrategias, el espacio más interesante no es el de la cancha. En el patio no hay una delimitación tan estricta como la que existe entre el campo y las gradas de los estadios. La división se fue configurando a lo largo del siglo XX; en los primeros partidos profesionales de México los asistentes convivían sin mucho desorden con los jugadores. La inaccesibilidad del césped, la barrera metálica y arquitectónica que clausura la posibilidad del fanático para patear el balón durante el medio tiempo o después del juego configuraron un espacio vedado: allá abajo ocurre la magia, allá abajo sólo entran los iniciados. Una vez que la cancha obtuvo denominación sacramental, el resto de los espacios pudieron ser priorizados y capitalizados fácilmente. Location, location, location. Las gradas pudieron dividirse de acuerdo con el poder adquisitivo, nacieron los palcos y las secciones. Los promotores capitalizaron a las barras como parte del espectáculo, show sagrado y show profano. Las barras permitieron a los fanáticos que no podían darse el lujo de un boleto participar de la celebración del partido y negociar los boletos a un costo muy diferente al de la venta en taquilla. La publicidad en las camisetas y a las orillas del campo respondió a la misma lógica, aunque en función de la visibilidad física y la que otorgaban las transmisiones televisivas: location, location, location.

Mis compañeros soñaban con ser Oliver Atom, a mí me atraía la hiperconciencia y malicia de Benji Price. Pero no tenía nada que ver con el futbol, después entendí que era una cuestión de desarrollo de personaje. Fui portero por otros factores; se podían usar las manos, no había que correr, podía comer mientras el balón estuviera lejos de la portería y un pequeño salto a la izquierda o derecha (o levantar una mano) daba la impresión de que me importaba el resultado del partido aunque mi cabeza estuviera en cualquier otro lado. En el espacio sagrado del futbol profesional los nombres protagónicos se cargaban de significados. La publicidad de las marcas deportivas hizo icónicos los rostros más allá de las difusas tomas lejanas en las que corrían detrás de la pelota. Cuando alguien decía sus nombres venían a nuestras mentes sus rasgos físicos y los movimientos relacionados con su figura. Llegaban a nosotros a través de la televisión, los diarios deportivos en los puestos de periódicos o los videojuegos. A mi hermano y a mí nos gustaba FIFA Street, un videojuego que EA Games creó para acercarse a una generación de jugadores para la cual estar 90 minutos como un receptor pasivo parecía insufrible. Los partidos en FIFA Street eran callejeros, las reglas difusas, no había faltas ni tiempos fuera y los jugadores contaban con poderes sobrenaturales que usaban en partidas rápidas. La estética del barrio, la banda sonora con música electrónica underground y el concepto de comercial deportivo frenético atrajeron a gente que, como a mi hermano y a mí, jamás nos interesó ver un partido completo. No teníamos forma de saber que los licenciamientos de imagen y la publicidad de las marcas deportivas ocultas en distintos puntos acababan alimentando a la maquinaria económica de las ligas profesionales y a los "jugadores estrella". Tampoco es que nos importara.

Barusch volvió a discutir con el Palta. Otros comentarios me habían pasado desapercibidos porque no conocía el contexto. La verdad es que tampoco estaba entendiendo la discusión paralela que mantenían los comentaristas sobre la liga y los sistemas de puntaje. Poco a poco comprendí que el reclamo se centraba en una serie de teorías conspiratorias. Leopoldo Osores era un jugador chileno que aspiraba a entrar en la categoría de "jugador estrella". Dinero y fama. Gente editando videos con sus mejores jugadas y monetizando el contenido en YouTube para capitalizar su fanatismo. La promesa no fue cumplida por un incidente en una discoteque. Leopoldo era infiel a su novia y los hermanos de ésta, Gerardo y Francisco, decidieron revelárselo. Leopoldo riñó con ellos cuando los encontró en medio de la fiesta. Unas horas más tarde, Gerardo, Francisco y otras dos personas volvieron a la discoteque para asesinarlo. Fuera de los detalles y contradicciones que hubo mientras se realizaba la investigación, el hecho de que Gerardo, Francisco y la exnovia de Leopoldo fueran hijos de un exjugador del Colo-Colo convirtió el caso en una bandera a enarbolar contra el equipo, jugadores y fanáticos. Como todas las rivalidades en el futbol, los orígenes de la antipatía se gestan en el terreno de los rumores y las leyendas.

"Luego los hombres creen que es mucha ciencia entender lo que es un fuera de lugar", dijo alguna vez mi mamá enojada, aunque no recuerdo en qué contexto. Quizás fue por algo que dijo algún comentarista televisivo. Aunque vivió una de las mejores épocas del Cruz Azul y recuerda algunos hitos de Hugo Sánchez (como el récord mundial de dominadas en el Zócalo), su verdadero interés siempre ha estado en el box. De ella recibí las hagiografías del Ratón Macías, los milagros de Chávez y las glorias del Púas Olivares. Quizás eso pueda explicar su reacción cuando en alguna comida ve de reojo cómo se detiene un partido por alguna falta. "Les pagan por tirarse", dice ante un espectáculo que considera indigno. Sin ejemplos paternos ni maternos, a mi hermano y a mí no nos quedó más opción que elegir un equipo y esperar que no se hicieran muchas preguntas. Él fue un paso más allá, en su cuarto tenía posters de Pumas y llegó a usar algunos accesorios con el escudo del equipo. Los posters se fueron llenando de agujeros porque, al final, su única función era de tiro al blanco para las armas que usaba cuando entrenaba artes marciales. Disfrutaba jugar, pero jamás lo he visto sentarse 90 minutos frente a una pantalla.

Un comentario del narrador me hace ruido. Refiere los resultados de juegos que ocurrieron décadas atrás e intenta extrapolarlos al posible resultado de esta tarde. Los jugadores se jubilan, los directivos cambian, los uniformes se actualizan, las estrategias se afinan, las sedes se remodelan, los equipos se mudan de ciudades, los dueños venden el club completo a otra directiva. Y, sin importar la cantidad de cambios que haya, el equipo sigue siendo el mismo. Me tomó mucho tiempo comprender que un equipo de futbol o una selección nacional es como la nave de Teseo. Así, la permanencia del nombre le otorga unicidad metafísica y lo carga de una historicidad cíclica que permite hacer afirmaciones como la del comentarista. Se entra al mundo del pensamiento mágico, de las maldiciones, de los "árbitros comprados" (aunque los datos muestren un número equilibrado de sanciones), de mitos y barreras invisibles. Estadios que se derrumban para corregir una mala racha. Números prohibidos y sagrados que no ven las camisetas en muchos años. Brujos, adivinas y destinos manifiestos que señalan que este año es el bueno; las deidades serán benevolentes.

Mientras crecía hubo dos personas que se empecinaron en que aprendiera sobre futbol: Giovanni y Cindhy. Casi todas las reflexiones que plasmo aquí se gestaron en sus cabezas. Giovanni terminó un doctorado en Historia del deporte y Cindhy llegó hasta donde las condiciones del futbol femenil en México la dejaron. Mientras comíamos en La Mascota, el mesero puso un partido de la selección femenil compitiendo por su pase a la Copa del Mundo de 2019. Giovanni nos contó sobre Alicia Vargas, la capitana de la selección mexicana en los Mundiales Femeniles de 1970, 1971 y 1991. Aunque el equipo quedó en tercer lugar en 1970 y ganó el subcampeonato mundial en 1971, Alicia jamás logró que los promotores vieran a la selección o a las ligas femeniles más allá de un mero entretenimiento amateur. Viajando en camiones de segunda, pagando sus propios pasajes, haciendo coperacha para reunir lo de la bolsa de los torneos, lidiando con aficionados que iban a verlas para (en palabras de ella) verles las piernas o los pechos… Jamás logró el reconocimiento ni el salario de sus contrapartes masculinas. Cindhy volteó a ver a la pantalla, aunque su carrera en el futbol ocurrió casi tres décadas después, las condiciones siguieron siendo casi las mismas que las de Alicia. "Quizás hoy sí hubiera podido seguir jugando", dijo. Aunque la brecha salarial siempre encuentra razones para persistir, las justificaciones siguen siendo igual de endebles: taquilla, interés público, patrocinios y "nivel" de juego.

Durante el medio tiempo escuché la conversación entre Armando y Román. La contracara de la segregación y la cooptación de la que he hablado ha sido la resistencia. He dicho que la elección de un equipo se da por circunstancias fortuitas, pero a veces también responde a afinidades políticas o a una consciencia de organización y acción colectiva a través del deporte.

El Borussia Dortmund luchando activamente contra el antisemitismo. El Argentinos Juniors, Corinthians y Sankt Pauli promoviendo filosofías anarquistas y libertarias. La Ranchè Futbol Queer como espacio de encuentro y militancia por la diversidad. No sólo fue Alicia Vargas y sus compañeras de ligas sino decenas de equipos de disidencias sexogenéricas, de anarquistas, de obreros, de sindicalistas acérrimos en toda Latinoamérica y el mundo.

Mientras escucho a Armando y Román pienso que el puf que me dieron es cómodo y que no pagué por la cerveza que bebo. Tomo un puñado de papas y agarro la quinta botella de la hielera. Soy un rehén bastante holgado. Deportivo Temuco gana dos a cero. Doy las gracias a los anfitriones mientras pienso: todo lo que sé de futbol lo sé contra mi voluntad.