Carrusel / Heredades / No. 236

A solas: una entrevista a Alicia Reyes




Preparar esta entrevista fue como estar otra vez frente a Alicia Reyes, tomando un delicioso café humeante, olvidándonos del tiempo como si no hubiera transcurrido, como si el otro lado de la vida y éste siguieran siendo el mismo: gratísima compañía, casi un pasado inmediato. Ella sigue aquí, en sus palabras, en sus anécdotas, en su enseñanza. “El vago azar o las precisas leyes”, como dice un verso de Borges, hicieron que esta entrevista se quedara inédita. El presente texto edita para su lectura aquella charla, respetando fielmente las respuestas de Alicia, su calidez, su risa.

Alicia Reyes (1940–2019) fue autora de más de 15 libros de poesía, narrativa y ensayo, así como de una biografía de Alfonso Reyes. Tallerista literaria y difusora incansable de la obra de su abuelo, dirigió la Capilla Alfonsina de 1973 a 2017 y fue miembro de varias instituciones humanísticas y culturales, como la Sociedad Alfonsina Internacional. Asimismo, fue traductora de Blaise Cendrars, Paul Valéry y Léopold Sédar Senghor, entre otros. El gobierno francés la condecoró Caballero de la Orden de las Artes y las Letras en 1977. El FCE recopiló sus poemas en Antología poética (2013).

Querida Alicia, ¿cómo nació su interés por la literatura?

Gracias al abuelo. Mi nacimiento como poeta es muy temprano. Creo que el primer poema, que por ahí debe de estar, se lo dediqué a mi abuelito en un cumpleaños suyo, un 17 de mayo. Él me abrió las puertas de Rubén Darío, con su precioso poema “Margarita, está linda la mar…”; me lo aprendí de memoria. En otro cumpleaños suyo se lo dediqué de viva voz, y cuando terminé, estaba con lágrimas en los ojos. Me contó cómo quiso mucho y admiró mucho a Rubén Darío, porque el general Bernardo Reyes, su padre, fue su mecenas. Darío estaba en cierto momento en París y tenía una magazine —una revista— (creo que se titulaba Mundial). Entonces mi abuelo recibió una carta suya pidiéndole un poema. Se acercaba la Navidad e hizo un bellísimo texto llamado “Lamentación de Navidad”. También me despertó la curiosidad de Alfonsina Storni —que él conoció ya siendo embajador— y de Juana de Ibarbourou, entonces imagínate, todo esto fue llenando mi vida. Ya más tarde, por propia curiosidad, empecé a leer a César Vallejo, que tiene un poema que me encanta y que dice: “Me moriré en París con aguacero”. Mi abuelo fue también el culpable de mi gran admiración por sor Juana Inés de la Cruz. Al paso del tiempo, por ahí se enteraron de que yo la adoraba y me hicieron miembro de la Sociedad Sor Juana Inés de la Cruz, y di varias conferencias defendiendo que sí conoció el amor.

¿Don Alfonso llegó a leer su obra?

No conoció mucho, pero me daba muchos consejos. A través de Alfonso Reyes conocí la Ilíada y la Odisea y todas las explicaciones que él me daba en cuanto a la mitología. Años más tarde me tocó colaborar con el maestro Ernesto Mejía Sánchez —el compilador de las Obras completas de mi abuelo—. El prólogo que hizo en el tomo XVI, de mitología y religión griega, es una obra de arte. Era muy especial. Fue realmente de las personas que más conoció la obra de Alfonso Reyes. También colaboramos mucho para reunir sus cuentos. Tuve la suerte de tener a ese gran maestro. La enseñanza de Ernesto es inolvidable. Por otra parte, quiero recordar que si alguien aplaudió la biografía que hice de Alfonso Reyes, Genio y figura, fue Ernesto Mejía Sánchez. Te cuento esto no por adularme, sino como un agradecimiento hacia todos ellos.

¿Qué otras personas han dejado en usted una huella?

Principalmente Borges, que fue una especie de hermano literario de Alfonso Reyes. Yo así lo califico. Cuando creamos la Sociedad Alfonsina Internacional y el Premio Alfonso Reyes, yo luché para que Georgie —Borges— fuera el primer premiado en 1973. Entonces pudimos traerlo. La emoción que sentí cuando se abrió la puerta del avión y sale Georgie… (Ríe) ¿Para qué te cuento? ¡A mí me temblaban las rodillas, todo, todo!, porque siempre tuve el deseo de conocerlo. Mi abuelo tenía allí (señala un rincón del escritorio) un retrato de Borges. Georgie me contó después cómo lo conoció. Resulta que Borges no era conocido, pero se atrevió a pedir una cita con el embajador Alfonso Reyes y a llevarle su primer libro, Fervor de Buenos Aires. Me contaba que de la emoción que tenía de conocer a mi abuelo, no le dio el libro en la propia mano, sino que se le quedó “como olvidado” en su escritorio. Se quisieron muchísimo. Por otra parte, hay que hacer un agradecimiento a Rogelio Cuéllar, porque con él estuvimos en el hotel donde instalamos a Georgie, el Parc des Princes, que estaba en Las Lomas. Allí le rentaron un búngalo a Georgie, que estaba fascinado. Rogelio le sacó todas las fotos, pero me decía: “Tú distráelo. Háblale de lo que sea y a mí déjame mi cámara”. Y así lo hicimos. Entonces yo le hablaba de las milongas y de todo lo que se me ocurría, de sus cuentos que me encantan, y estaba fascinado. Y sí funcionó.

¿Cómo es la visión poética de Alicia Reyes?

Es muy difícil [describirse a sí misma]. Yo creo que siempre intentas ir más allá, un poquito más allá de lo que has leído o de lo que te impacta. Yo admiro profundamente a Emily Dickinson, a Walt Whitman también. Por ahí va mi interés poético. Tuve el gran honor de tener aquí en la Capilla a Ferlinghetti. He tenido la ocasión de poder charlar con ellos. Otra maravilla de escritora que estuvo aquí fue Doris Lessing, también Miguel Ángel Asturias… Como sabes, a raíz de la guerra civil española vinieron muchísimos españoles, entre ellos Max Aub, gran amigo de mi abuelo. Era pintor también. A mí me divirtió mucho descubrir que el pintor que él inventó nunca existió. Se llamaba Jusep Torres Campalans, y de hecho, la Capilla tiene un cuadro que se llama Cabeza de Juan Gris, firmado por él. También venía don Pepe Gaos a hablar con mi abuelito. Yo me sentaba [en silencio], aparentemente no hacía nada, pero no me perdía palabra porque era realmente una especie de duelo entre titanes. No sé si producto de mi admiración, pero realmente dejaban sin aliento sus conversaciones.

Su poema “América mía”, dedicado a López Velarde, entabla un diálogo con “La suave patria”, pero va más allá de las fronteras mexicanas. ¿Cómo nació esta idea?

Todos los sábados, desde muy pequeña, acompañaba a mi abuelo a Sanborns, el de los azulejos, porque él iba a desayunar con Torres Bodet o grandes señorones que yo admiraba y me encantaba escuchar. Y siempre, en esas idas a los Azulejos, pasábamos por la estatua de Cuauhtémoc, la que está en Reforma, entonces, mi abuelito me decía: “Apréndete esto: Salud, joven abuelo: escúchame loarte, único héroe a la altura del arte”. Pues me lo aprendí, y hasta la fecha no puedo pasar ahí sin saludarlo. Ése fue mi descubrimiento inicial de López Velarde. Ya después tuve la suerte de que me encargaran un reportaje, creo que para Vida universitaria de Nuevo León, sobre él. Creo que por eso me nació dedicarle ese poema.

Más adelante, en un homenaje al abuelo vino el presidente de Senegal, Léopold Sédar Senghor, un poeta fuera de serie, ¡pero grandioso, de verdad! Haberlo tenido aquí en la Capilla y luego escucharlo en Chapultepec —donde fue el homenaje— fue algo mágico, el descubrimiento de una poesía muy diferente porque Senghor va a la búsqueda de su raíz. Él mismo dice que su apellido, Senghor, quiere decir ‘señor’. Fueron una especie de descubrimientos que da la vida, pero que te ayudan también para tu propia obra.

¿Cómo se relaciona su escritura con sus lecturas?

Yo creo que muchas veces no te das cuenta de las influencias tremendas que tienes hasta que alguien las descubre. No es lo mismo que otra persona que no eres tú lo descubra. Eso a mí me impresiona. Rodrigo Martínez Baracs vino a verme y me trajo la correspondencia que preparó entre su padre y Octavio Paz. Le di mi traducción de El cementerio marino. De repente vi que se quedó hojeando la traducción y me dijo: “Alicia, me fui directo a los versos más difíciles del poema”, cuando dice: “La mer, la mer, toujours recomencée!”. Traduce eso literalmente y sale un churro, ¿sí o no? Yo no sé cuánto tiempo —y eso lo comenté hasta con Borges— me tardé en eso nada más. Hasta que salió por fin: “El mar, el mar, en su eterno vaivén inacabable”. Y te digo, francamente esa traducción sí fue imposición suya: [citándolo] “¿Qué pasó? ¿Por qué no acabaste?” (Ríe). No lo podía acabar yo en tres patadas, es muy intenso. Tuve también la suerte de poder ir a Sète, el cementerio marino. Es muy diferente cuando estás allí y vuelves a leer el poema. Es una especie de misticismo encontrarse ahí porque el cementerio marino de Sète es grandioso, pero hay que verlo.

¿Por qué narrar una novela desde la perspectiva de un esquizofrénico, como es el caso de Armando, personaje de su novela Fetiche?

Creo que la mejor manera de exorcizarse uno mismo es intentar volverse loco. Escribí Fetiche un poco por mi propia salud mental. Te lo digo sinceramente, mi vida no ha sido fácil en varios momentos y yo tenía que encontrar un escape. Pero ¿cómo te puedes escapar muchas veces de los problemas cotidianos o humanos? Pues vuélvete loco.

Pues sí (Alicia ríe). ¿Qué está escribiendo ahora?

Estoy haciendo un poema dramático sobre Helena de Troya. El otro es sobre Casandra. Lo que más me ha preocupado de su figura son los celos de la propia Clitemnestra.

Que terminan por matarla.

Exacto. Entonces, ahí está un drama que me interesa. Y, por otra parte, está también el de Helena de Troya. Yo creo que no es fácil cargar la belleza. Es que ¡imagínate!, ¿qué ha de haber sentido? Claro que todo fue culpa de Eris —la discordia—, porque sin ella no hubiera ocurrido. En la traducción que hizo el abuelo, algo habla de cuando está Helena en la muralla y el consejo de los viejos la está admirando, ¿te acuerdas? ¡Qué responsabilidad! ¿Cómo cargar con esa hermosura? Yo creo que tanto puede sufrir una mujer la fealdad como la belleza. Mi abuelo tiene un cuento que se llama “La fea”, que es excelente. Eso me dio a mí la clave: de acuerdo, aquí está la fea. Pero es tan dramático ser feo como ser bello. ¿Qué haces tú con un Quasimodo, si en realidad así es lo bello? El centro de la literatura de los griegos es ser humano. Y creo que eso no es perecedero, eso va a seguir vigente. Eso es lo que a través de la trayectoria del abuelo he aprendido.

¿Cuál es el mejor recuerdo que guarda de Alfonso Reyes?

¿El mejor recuerdo del abuelo? ¡Uy! Yo creo que todo se sintetiza así: Yo me escondía aquí (da unos golpecitosen la parte de abajo del escritorio que alguna vez ocupó su abuelo), en este hueco. Cuando era la hora de la merienda allá en la casa de mis padres, venía y me escondía. Entonces llegaba mi abuelita y le preguntaba: “Oye, ¿no has visto a Tikis?”. “No, para nada —le decía—. No ha venido”. La abuelita se iba y yo me bajaba por allá. Ése es un recuerdo muy lindo. La verdad lo adoré con toda mi alma. Hay otro recuerdo que tengo, muy grande, porque aquí está su flautita de Pan. Con esta flauta me tocaba “Las mañanitas” el día de mi cumpleaños, que es el 13 de junio. Toda mi vida ha girado alrededor de Alfonso Reyes, por una razón o por la otra. Pero es curioso como la vida te va llevando, y eso ya estaba señalado.

¿Infancia es destino?

(Ríe) Pues sí. Muchas veces he defendido que no te escapas, como decían los griegos. Ese dios es poderosísimo.

Sí he necesitado muchas veces, por sucesos de mi vida, un escape y, gracias a Dios, el abuelo con su obra me mostró ese camino. Haber tenido la suerte de poder transmitirles a ustedes un poco de toda su enseñanza es para mí un gusto, porque sigue estando conmigo.

Para acabar esta entrevista, ¿qué palabra define a Alicia Reyes?

La curiosidad es una que me gobierna. Por otra parte, el deseo de no quedarme con una pregunta sin respuesta. Fíjate, ¡qué curioso cómo se entretejen ciertas cosas! Haber tenido la suerte de crecer en este recinto, haber aprendido cuál era el estante de España, cuál el de Argentina... Para mí era un orgullo que mi abuelo me dijera: “Mira, vete al estante de España, y tráeme los libros de Valle-Inclán”. Yo no tenía edad ni sabía siquiera quién era Valle-Inclán, pero ya lo sabía buscar. Creo que la curiosidad en mí es tremenda. Así leí Santa de Gamboa, cuando no debía de haberla leído (ríe), y así descubrí yo misma a Juan Rulfo. Porque yo descubrí El llano en llamas y Pedro Páramo, nadie me los dio. Bueno, yo creo que… (se queda pensando). Sí, mi abuelo ya había muerto. Creo que él a veces hacía sobresalir algunos libros para que yo los leyera. Otro que recuerdo, que yo no sé por qué lo leí también muy chica: todo lo del divino Aretino. Es un italiano medio pornográfico, ¡ah, pero es una delicia! (Ríe).

Capilla Alfonsina, Ciudad de México, 30 de abril de 2015