Cuerpos aparte / No. 236

Mitología de las abejas





I

Las abejas pesan en promedio 136 miligramos y pueden cargar casi el doble de su peso cuando trasladan el néctar que recogen de las plantas. Hay una fuerza en su interior que las moviliza y que ninguna ciencia ha logrado explicar. Son capaces de aletear hasta 240 veces por segundo, agitan sus alas a una velocidad que el ojo humano no puede percibir. Los entomólogos afirman que una abeja realiza de 10 a 40 vuelos diarios y poliniza alrededor de 4 mil plantas, entre frutales y cultivos. Al vivir entre 30 y 120 días —según su especie— logran la germinación de 480 mil semillas. Los abejorros duermen cuatro horas en promedio, divididas en 250 siestas de 60 segundos, se sienten perezosos si se toman un segundo extra. Ellos no saben de desvelos, pero sueñan con descansar un día. Mientras tanto, trabajan sin cuestionar su irremediable condición. Hay personas que jamás han plantado un solo árbol ni regado un jardín.

Estos números indican lo superlativas que son las abejas en su breve existencia. Sin embargo, no hay monumento ni celebración que condecore su vida. Los números dicen mucho para la nula respuesta de una sociedad que aplaude la construcción de nuevas refinerías petroleras y el lanzamiento de una nave espacial en búsqueda de otros mundos habitables. Las abejas continúan con sus labores sin esperar reconocimiento alguno. Tal vez, algún día, su importancia siempre menospreciada sea por fin reconocida. Mientras tanto, recurro a la imaginación de mi sobrina para creer que ellas mismas elogian su propia hazaña: “quizá se acarician con sus aletas”. De no ser así, qué manera más trágica de vivir sin despertar la conmoción absoluta de ningún ser.


II

Hay dolores que vuelven en el instante en que se rememoran, aparecen como una sensación punzante. No sólo se trata de dolencias físicas, sino espirituales, que entrecortan el aliento cuando se pronuncian. Algunas de éstas trascienden en el tiempo, se perpetúan en el cuerpo. Es la conmoción del duelo, de la pérdida, del abandono. Es el sobresalto por el hueso fracturado, por la hendidura de la piel, por el veneno de una larva. De allí que el dolor no sólo es un concepto o una sensación, también es nuestra memoria personal.

Una de mis memorias de dolor me remite a la infancia, a la mañana en que una abeja hundió su aguijón en los linderos de mi ceja derecha. Estaba en el patio de la casa y comía un rico helado de vainilla que me refrescaba del calor de la primavera. El helado se me escapaba en hileras, resbalando en mis manos. De pronto una abeja apareció al acecho, volaba a mi alrededor. Yo no estaba tan dispuesto a compartir lo que era mío, y lo primero que se me ocurrió fue manotear para ahuyentarla. Ése fue mi descuido: desperté su instinto protector. Como una flecha lanzada con toda la intención de herir, la púa se incrustó en mi ceja. El dolor fue instantáneo, no tuve tiempo de pedir auxilio. Mis manos soltaron el helado para sentir la parte lesionada; mientras más lloraba, más sentía el alfiler enterrándose en mi carne. Allí descubrí que había cosas más punzantes que una chancla aventada por mi madre.

Mi ceja se inflamó como si alguien me hubiera golpeado muy fuerte. No encontraba la forma de apaciguar el tormento. Llorar era todo lo que me quedaba. Con mi ojo izquierdo alcancé a ver el vuelo moribundo de la abeja, sus alas perdían fuerza al punto de caer al suelo. Más adelante supe por qué se retorcía. En ese momento, tanto ella como yo librábamos una batalla interna: por mi parte contra el veneno en mi sangre, y por la suya contra el desgarre abdominal que la mataba. Después de una hora el tormento comenzó a perder fuerza, pero el llanto no se iba. La abeja ya había muerto y la única constancia de su vida fue la hinchazón que me dejó durante tres días.

El encuentro con la abeja fue una experiencia fenomenológica del miedo y el dolor, al considerar que su sola presencia significaba peligro para mí. Nunca le tuve temor a las alturas, a las arañas ni a caminar en calles oscuras, pero sí a pasear en jardines donde podrían aparecer. A este comportamiento se le denomina apifobia. La emoción que erigió la abeja sobre mí no es más que el resultado de un incidente poco fortuito entre la gente, si acaso pertenezco al uno por ciento de la población que ha pasado por algo similar. El sentimiento que le adjudiqué ha incidido en la forma en que recuerdo lo sucedido: ésa es la causa de sentir las punzadas cada vez que rememoro aquel encuentro. Pero poco a poco el sentido conferido a la abeja ha tomado otro camino al entender que su muerte en búsqueda de mi helado de vainilla fue banal. ¡Cuánto lo siento!


III

Hace unos días leí una nota en donde se festejaba un logro más del capitalismo. El título era bastante elocuente: “La miel mexicana va endulzando al mundo”.1 En ella se describía que en México se habían producido 61 mil novecientas toneladas de miel que serían exportadas a distintos países. La producción colocaba al país en el lugar número diez de los mayores exportadores, mientras que como en casi todo China se llevaba la posición “privilegiada”. Eso garantizaba que miles de familias pudieran derramar miel en los hot cakes y en la fruta durante el desayuno. Todo era proeza en la nota. Sin embargo, en el trasfondo o, más bien, en el principio de todo, faltaba una información que es una verdad incuestionable: la fatal sobreexplotación de las abejas para el sostenimiento del mercado internacional de la miel. Las grandes empresas han fincado sus cimientos con el exterminio de cientos de millones de ellas, han erigido su imperio a costa de un camposanto infinito.

Los números revelan la política de muerte que hay por cada cucharada de miel:2 para producir cuatro mililitros se necesita el arduo trabajo de diez abejas obreras. Un kilo es el resultado de 2 mil quinientas de ellas, que se traduce en 200 mil vuelos, equivalente a 8 mil kilómetros de recorrido por cada una, durante el lapso que alcanzan a vivir —si es que a ello se le puede llamar así—. Producir cinco kilos es como dar una vuelta al mundo alrededor del ecuador. Las casi 62 mil toneladas de miel exportadas equivalen a un viaje de la Tierra a Júpiter o a un cementerio de abejas con la misma cantidad de habitantes que hay en México. Los abejorros comparten la misma circunstancia con las estrellas en el universo: las vemos, pero desconocemos la cantidad exacta. Más o menos: las cifras son relativas. No hay corte ni juez que pueda defender la vida de las abejas. No hay insurgencia ni revueltas que abolan la esclavitud a la que están condenadas. Se encuentran en absoluto estado de sitio. Su muerte es de las más aparatosas, pero se justifica con el endulzamiento del paladar de casi toda la población del mundo: eso es lo único que importa.


IV

La antropología nos ha enseñado que toda cultura tiene sus propias mitologías fundacionales. Algunas revelan la creación del cosmos y de la humanidad, otras de los dioses, las danzas y los rituales. Amparan la existencia de ciertas cosas y creencias para confirmar que no todo es fortuito como el big bang.

Las abejas pertenecen al orden de lo mitológico, esto evidencia que no se trata de un simple ser: en sus entrañas llevan los orígenes que sostienen su vuelo. Para los antiguos mayas, la xunán kab (‘señora abeja’) fue creada por el dios Ah Muzenkab, protector de la miel. Nació para sostener el cielo junto con sus hermanos, y también para erigir a los abejorros, mismos que producirían el elixir que era un tributo a los seres sagrados y usado como una esencia médica. Ah Muzenkab descendió del cielo y les regaló a los humanos las abejas suficientes para que cuidaran de ellas y así obtuvieran el néctar que cultivan. El mito no habla sobre lucros, pues la creación de las abejas nunca fue para el comercio a costa de su vida. Esto, y el hecho de que su grafismo aparece en varios códices y que representan al cuerpo de su creador, revela que ellas son mayúsculas.

En el otro extremo del mundo, las nahla también son el resultado de una acción sublime. En la mitología de los egipcios se cuenta que los abejorros nacieron de las lágrimas de Ra: el dios del Sol. Ra era la principal divinidad egipcia, el padre de todos los dioses. No se revela cuál fue la causa que suscitó sus lágrimas, si acaso una aflicción del alma o un dolor de muelas. Lo cierto es que el mito desvela que Ra también sentía. Las abejas fueron la metamorfosis de sus lágrimas, que extendieron sus alas una vez que tocaron el suelo. Es posible que las abejas, al nacer de Ra, adquirieran una tonalidad amarillenta en su anatomía parecida al sol, lo mismo con el líquido que producen. La síntesis del mito es la siguiente: servirnos una cucharada de miel es como sentir las lágrimas de Ra. Y también que el dolor sentido al ser alcanzados por la púa de una abeja es como una quemazón del sol.

La mitología no sólo remite al pasado, sino a su vitalidad en el presente. En algunas comunidades ch’oles en Chiapas, las familias preparan velas con la cera de las abejas. Éstas se encienden en la fiesta de las ánimas, en Todos los Santos. Las familias creen que sin la cera no podrían prender la luz que ilumina el camino de los que se han ido, no habría forma de hacerlos volver. Ésa es la razón de cuidar a las chajb, de crear apiarios en las montañas sin cercar la libertad de sus alas, porque sin ellas no tendrían la posibilidad del reencuentro. Las abejas son el puente que une al mundo terrenal con el más allá. De ese modo se afirman en cada vela encendida. El nombre de las abejas en latín es la conjunción entre apis y ulus, es decir, apícula, que remite a su minúscula anatomía. En griego se les denomina μέλισσα, que proviene de la palabra μέλι o ‘miel’. Su nombre es una metáfora de lo que hacen, del afecto que erigen con la flora.3 En algunas lenguas originarias de México las abejas son onomatopeyas, fonemas que producen con su aleteo, así materializan su nombre. En mazahua se denomina ngúnú; en ayuuk mixe, serjëyujk; en matlatzinca, supaa’; en náhuatl, sayoliij. Es una de las especies del mundo que tiene una designación propia en cada lengua sin ser el préstamo de otra.

Para mí las abejas son sinónimo de vitalidad. Cuando las veo detenidamente en el jardín de la casa, los recuerdos de mi infancia aparecen y me llenan de energía. Su sola presencia me alivia. Pero la mitología de las mismas se difumina de muchas maneras. Una de ellas es con la apiterapia: una medicina alternativa empleada para personas con problemas musculares y de estrés. Sin consultar a nadie, las abejas transfieren vitalidad a costa de su propia vida. Así culmina el ciclo, al incrustarse en la piel de la persona enferma.


V

Los ancestros de las abejas aparecieron hace 100 millones de años. Eran avispas predadoras que evolucionaron para dedicarse a la polinización y a la producción de miel —quizá sabían que de no evolucionar difícilmente hoy nombraríamos lo que vemos—. La historia de las abejas es mucho más longeva que la de la propia humanidad. Si pudieran hablarnos, nos contarían sobre el descubrimiento del fuego por el humano, de la creación de las civilizaciones más antiguas y de la progresiva extinción de las especies que sólo conocemos por sus restos fósiles. A pesar de tener un cuerpo minúsculo, han sido testigos de incontables acontecimientos, han logrado desafiar numerosas adversidades que acabaron con toda forma de vida, como el gran asteroide que liquidó a los dinosaurios o el Diluvio universal que inundó el planeta. No se sabe si Noé se apiadó de una pareja de abejas para garantizar su vida o si las dejó a su santa suerte. La Biblia no es tan específica para encontrar indicios de su presencia. Lo cierto es que su resistencia no es fortuita, se debe a la magia mitológica que sostiene su creación.

Pero las abejas nunca antes estuvieron en extremo peligro de desaparecer como en el presente. No se debe al paisaje descompuesto, a los altos edificios, al estrepitoso ruido del tráfico o al abundante smog que contamina los pulmones. Mueren por el alto uso de pesticidas y agroquímicos. Agonizan por el trabajo sin descanso, por el exceso de agotamiento y la falta de alimentos. La especie humana es su principal enfermedad, la plaga que desmantela todo lo que toca, es la encarnación del sufijo latino -cide: ecocidio, genocidio, feminicidio. La etimología no basta para explicar los daños del presente.

Es posible que las abejas intenten darnos un mensaje con su progresiva ausencia. Si no me creen, ¿cuándo fue la última vez que avistaron una sobrevolando a contracorriente? Cada día se dejan de ver en donde antes volaban: en los mercados, en los puestos de fruta, flores y dulces artesanales; en los parques y jardines. Nadie se aleja o desaparece por arte de magia. Siempre hay un fin en cada huida. Las abejas se extinguen y con ellas su historia milenaria. ¿Hay algo más apocalíptico que la muerte absoluta de todas ellas? Un aforismo es el aleteo de las abejas; sin éste ¿qué más nos queda por decir?

Nunca podré sentir en cuerpo lo que realmente sienten las abejas, pero puedo imaginarme la adolorida situación en la que se encuentran. El mismo sentimiento es el que motiva la empatía y la preocupación social, de allí que recientemente fueran reconocidas como la especie más importante del planeta. El reconocimiento debería suscitar una reacción colectiva, ésa es la deuda pendiente, pero no sólo con ellas, sino con todas las formas de vida que sostienen el planeta. Si los abejorros desaparecieran, también lo haría la humanidad. No sería tan grave si lo segundo sucediera. Después de todo, así las abejas dejarían de cargar con el peso de un mundo que se desgaja, que es herido por las grandes potencias y naciones que se disputan la hegemonía de todo.


VI

Abeja

Un zumbido apenas perceptible

vibra entre los tulipanes del jardín,

una abeja se asoma, vuela

después de polinizar.

Su presencia es la inmensidad del árbol,

la sonrisa de los colibríes,

el origen del aire que inhalamos,

la fuente del mundo.

 

1 Secretaría de Agrícultura y Desarrollo Rural (SAGARPA), "La miel mexicana va endulzando al mundo", en Blog de la SAGARPA, 2019. Consultado en: https://www.gob.mx/agricultura/articulos/la-miel-mexicana-vaendulzando-el-mundo
2 Abejas en la agricultura, "¿Cuánta miel puede producir una abeja?", en Abejas en la agricultura, 2021. Consultado en: https:// abejasenagricultura.org/cuanta-mielpuede-producir-una-abeja/
3 En la taxonomía, las abejas pertenecen al suborden Anthophila, palabra griega que quiere decir ‘que aman las flores’