Cuerpos aparte / No. 236

Pies de polvorón





Todavía se cuenta en el pueblo que la desaparición de la Mari fue muy repentina como para tratarse de un hecho común y corriente, que la enfermedad acabó con la mujer en cuestión de días y… ¡sss sss!: la desintegró en un instante. La gente del barrio dio por hecho que fue cosa del diablo. Decían que ella era medio bruja. La Santa Muerte, a la que supuestamente rendía culto, se la llevó en cuerpo y alma como cobro por sus favores.

—¡Algo habrá hecho! —intrigaban—. De un día a otro, la Mari ya no se levantó, y así no son las reumas.

Unos le echaron la culpa al médico.

—Eso o fue algo que le dio el matasanos que vino a revisarla. Una mala inyección en la pierna es peligrosa. Si se riega el líquido, comienza a pudrirse la carne.

—Bueno, bueno, ¿y tú, Laura? —me recriminaron al final—. ¿Qué no era tu trabajo cuidar a la señora?

Durante mucho tiempo se me trató como cómplice del médico. Por fortuna nadie se enteró de que la idea de llamarlo había sido de mi mamá. Unas vecinas en especial, la Chucha y la Carmela, tienen el olfato muy fino para el chisme: nos acusan de guardarnos lo que sucedió aquel día.

La verdad es que todo comenzó un día que la Mari, como casi todas las mañanas, vino a tocar la puerta. A esa señora siempre le hacía falta algo y mi madre es de la clase de personas que no sabe cómo negarse a hacer un favor. Por lo común, la Mari pedía prestado el diablito de mi mamá para salir a hacer el mandado. Recorría largas distancias, barrio a barrio, con tal de ahorrarse cincuenta centavos, y bajo el sol del mediodía regresaba a devolvernos el carrito dando chanclazos, fatigada y requemada, pero con una sonrisa jovial.

Aquella vez, sin embargo, abrí la puerta y enseguida la noté afectada por algún malestar. La hice pasar a la cocina, donde mi mamá preparaba café y panes untados con mantequilla, y la vi desplazarse como de puntitas hasta una silla. Caminar la aquejaba.

—Buenos días, Mari. ¿Ya se va al mandado? ¿No quiere un café?

—No, gracias, doña. Vengo a ver si de casualidad no tiene un cacho de lija o un pedacito de piedra pómez que me preste…

Sin pensarlo, mi mamá entró al baño y trajo una bolsita con terrones rosas. Recordé que con la arenita que desprendían las rocas sacábamos el sarro y el moho cuando lavábamos el baño. La Mari nos dio las gracias.

—No se preocupe, Mari. ¿Hoy no se lleva el carrito?

—No, doña, en la casa tengo algunas cosas. Ahorita veo qué me hago de comer —respondió la Mari, pujando para ponerse de pie, y a continuación se arrastró, pasito a pasito, de vuelta a su casa.

Al día siguiente volvió por más piedra. La acompañamos a la salida y la vimos renquear hasta su puerta.

—Ahora quién sabe qué se trae esta señora, ¿verdad? —dijo mamá, envolviendo una taza humeante con las manos.

—Sepa.

Un par de días después fuimos a visitarla. Tocamos la puerta hasta que una mujer nos recibió y entramos en la casa de tres habitaciones. A primera vista no la reconocimos, entonces mi mamá descorrió las cortinas y abrió la única ventana a fin de ventilar la construcción: era la Mari. Estaba más flaca y su piel se veía amarillenta. Caminaba con los pies doblados hacia adentro y las rodillas flexionadas, evitando a toda costa apoyarse sobre la planta.

—¡Ay, doña!, va a decir que tengo hecho un tiradero…

—¡María, pero ¿qué le pasó?! —exclamó mi mamá por única respuesta—. Laura, lleva a Mari a que se recueste, voy a traerle de comer.

Cargué a la mujer de aguilita hasta la cama y la ayudé a acomodarse, miembro por miembro. No sabía de qué estaba enferma y ella se hacía la loca ante mis preguntas con tal de no soltar prenda. Pensé en lepra, poliomielitis y un montón de enfermedades contagiosas vistas en la tele que transforman los cuerpos de los enfermos en garabatos. Traté de amoldar la almohada lo mejor posible debajo de su cuello.

Ella cerró los ojos mientras la descalzaba.

—Ay, qué pena con usted, muchacha —dijo con voz temblorosa.

Los zapatos cayeron de mis manos. Sin querer me eché hacia atrás. Sus pies eran puras grietas y pellejos, desde el tobillo hasta la raíz de los dedos. Cierto viso rosáceo en la parte trasera del pie izquierdo llamó mi atención. Me aproximé poco a poco y reconocí la arenilla de piedra pómez incrustada entre las fisuras que hendían la carne.

La Mari se había limado el talón entero.

—Yo de niña anduve mucho tiempo descalza —dijo la Mari—. Y siempre he tenido hongo en las uñas —las lágrimas desbordaron sus párpados—.

Lloraba de dolor, pero en sus ojos vi algo más, y cuando mi madre regresó con la comida, tuve el impulso de cubrirla con una sábana.

La Mari y yo inventamos que la dolencia era a causa de las reumas. No nos creyó, me confesaría al final, aunque esa complicidad entre la señora y yo le pareció una señal de amistad, y desde entonces me encargó la tarea de ir a echarle un ojo de vez en cuando. Hubo días, sin embargo, en los que me sentaba con ella a ver la televisión por horas. Después, por mi voluntad, hacía un poco de quehacer para eliminar la humedad que reinaba en todos los rincones de su casa, aunque al cabo de un tiempo me rendí con la limpieza cuando vi que las manchas en el suelo y el hedor a moho reaparecían. La Mari, mientras tanto, me contaba anécdotas de su tierra.

—¡Yo fui una chamaca bien tremenda! Todo el tiempo corría de arriba para abajo, me subía a los árboles, me robaba la fruta… Era yo bien pobre, pero vivía contenta.

Para intentar curar su padecimiento probamos de todo. Baños de pies con agua bien caliente tres veces al día, friegas de alcohol en las noches y vendajes untados de pomada de La Campana para dormir. La Mari y yo nos mirábamos ilusionadas cada mañana cuando, al retirar las vendas, las extremidades recuperaban, en apariencia, un poco más de firmeza y elasticidad. Una de esas ocasiones, incluso, la mujer se levantó y me acompañó hasta la puerta: ¡hacía más de una semana que no veía la calle! Su andar ya no era el mismo, se había limado de más el pie izquierdo, dejándose una pierna más larga que la otra, así que cojeaba, pero tenía buen ánimo.

Yo no estaba muy convencida que digamos. Advertí que seguía perdiendo peso. Al tono amarillento de su piel ahora se sumaba una sed insaciable, y un escozor en las rodillas y los muslos me obligaba a enrollar los vendajes cada vez más arriba, hasta las rodillas, la ingle, la cadera entera…

Un día me desperté unos minutos más tarde de lo usual, salí corriendo a casa de la vecina para desenrollar las vendas y hacerle el primer lavado del día. Antes de abrir la puerta con mi copia de la llave, pude escuchar los chillidos de la Mari. Entré aprisa y corrí hasta la cama. Vi unas tijeras, jirones de vendas y lo que me parecieron migajas de pan desperdigadas por toda la sábana.

—¡Pero ¿qué pasó?! —dije, oyéndome repetir las expresiones de mi mamá—. ¿¡Se lastimó, se cortó!?

Arranqué la sábana, preparada para ver sangre. Pero lo único que mis ojos encontraron fueron más moronas. Entre los pliegues del vendaje abierto en canal, donde debían estar las piernas, desde el muslo hasta el dedo gordo, había piedra. Los lamentos de la Mari cobraron fuerza, arrancándome de la impresión inicial. Llené un pocillo con agua de la llave, lo puse a entibiar sobre la parrilla eléctrica, y luego comencé a esparcir el agua sobre los miembros para masajearlos. No fue posible. La piedra era porosa y quebradiza. El agua se filtraba entre orificios y fracturas, terrones se me quedaban incrustados debajo de las uñas.

Todos los días mi mamá me preguntaba por el estado de la Mari, y luego de dos semanas de no verla, los vecinos también comenzaron a pedirme razón de ella. A todos les contaba la misma cantaleta de las reumas. “Si son reumas, yo tengo un remedio”, decían, llenándome las manos de ramillos de romero y cola de caballo.

La Mari y yo, lejos de despreciar las hierbas, las aplicamos sobre su cuerpo reseco que ya estaba más deshecho que un polvorón. La aspereza se había propagado sin piedad por el estómago, el pecho, del sobaco a las manos y por detrás de las orejas hasta el cuero cabelludo.

Así llegó el día en el que tuve que contarle la verdad a mi mamá.

—Ahorita mismo llamo a un médico y nos vamos para la casa de la Mari —dijo, sin dudarlo ni un segundo.

Llegó aquél y nos reunimos alrededor de la cama de la enferma, tiesa y amarillenta como una tabla muy vieja. Lloraba sin lágrimas entre silbidos y graves lamentos que alborotaban el polvillo esparcido sobre las sábanas. Mi mamá, siempre preocupada por la panza de los demás, anunció que regresaba a casa por café y pan para todos.

—Deje abierta la puerta al salir, apesta a humedad —dijo el doctor—. Y tú, chamaca, a ver si haces el favor de abrir esa ventana. ¡Aquí hace falta que circule el aire!

Giré la jaladera de la ventana, presioné hacia afuera y de inmediato sentí cómo el chiflón recorría el interior de la casa, meneando servilletas y vendajes desechados en el suelo. Sobre las sábanas comenzaron a arremolinarse pellejitos y moronas. El doctor entrecerró los ojos y acercó su estetoscopio al pecho de la paciente.

—Inhale —ordenó.

Los cabellitos de la Mari se agitaron como alambres. Después toda ella se agitó. Y, tras el “exhale” del doctor, dio un último suspiro, se hizo polvo y el viento se la llevó.