Cuerpos aparte / No. 236

Ser parte, ser aparte




El arte es un devorador de preguntas, y cuando nos quieren
deslumbrar con las certezas del pasado nos defendemos como
mejor podemos: con el cuerpo.
Jorge Eines

Los soportes del arte no sólo son múltiples, sino diversos, pero el que quizás representa un mayor grado de transgresión es, sin duda alguna, el cuerpo. No me refiero necesariamente al cuerpo en un contexto académico, es decir, a su conceptualización en términos de anatomía, de gestualidad, acondicionamiento actoral y técnicas de movimiento —aunque valdría la pena hacerlo visible, puesto que es en la aplicación de éstos donde pueden surgir malas interpretaciones de cómo deberán ser o verse “idealmente” y, por consecuencia, la validación de prejuicios en torno a los cuerpos actantes—, sino al cuerpo como individuo y ser como primer soporte del arte y también como primer espacio de vulneración, ya que como actantes y performers es a través de sus cuerpos, junto con lo que los conforma —principios éticos, morales y juicios—, que se exponen a la acción y condiciones de la escena.

A los 17 años una no espera identificarse como parte de un grupo segregado ni tener la necesidad de observar a través de una rendija un espacio al que una serie de imposiciones no le permiten acceder; nadie anhela el margen.

Antes de contar con una formación universitaria o de integrarme a la profesionalización de las artes, para mí fue evidente cómo éstas no han logrado todavía superar los mitos del talento innato. Esta situación aísla los verdaderos procesos enriquecedores de aprendizaje, ya que relega la instrucción al talento y a una especie de misticismo del alumno-artista y de la disciplina artística.

En México el acceso al arte —desde la educación artística, el consumo y, por ende, la experimentación en el arte mismo— es escaso, determinado por privilegios económicos y de educación, entre otros, así como por la centralización de las artes. Por ello, quienes sin tener esa experiencia previa decidimos iniciar una vida académica en el campo artístico nos encontramos sometidos a procesos de selección obsoletos e incluso, me atrevo a decir, poco profesionales, basados en su mayoría en la subjetividad de quienes se encuentran al frente de las instituciones educativas.

Mi primer encuentro con un proceso de selección fue, irónicamente, antes de estar formalmente en uno; sucedió en un pequeño foro abierto al centro de uno de los edificios de la División de Arquitectura, Arte y Diseño de la universidad a la que aspiraba entrar. Había una pareja ejecutando una especie de coreografía (seguramente se trataba de un ensayo). En un momento, uno de los bailarines sostuvo por unos segundos en el aire a su pareja; ese particular momento me sorprendió sobremanera y, aunque estoy segura de que aquellos movimientos estaban lejos de ser la mejor ejecución, la más limpia o precisa que he visto, se guardaron en mí, quizás porque fue la primera vez que aspiré a sentir y crear un movimiento desde mi corporalidad.

Sin embargo, cualquier intención de mi parte se diluyó al entrar a la oficina del coordinador académico de la licenciatura en Artes Escénicas, quien luego de escucharme describir mi condición física, se dirigió a mí para articular una especie de sentencia: “Yo no voy a hablar griego”. El resto del tiempo de la corta reunión lo pasé tratando de descifrar el contexto y trasfondo de esas palabras, porque a pesar de lo frecuente y normalizada que es la discriminación hacia las personas con condiciones corporales diferentes, siempre deseamos haber entendido mal las expresiones de prejuicio y los estigmas, deseamos que el pensamiento de las personas y las oportunidades hubieran sido distintas para nosotros. Pero este tampoco fue el caso, el coordinador académico consideró el griego como algo inalcanzable, algo para lo cual él se sentía incapaz y, desde esa limitación suya, consideró que el teatro también sería algo a lo que yo, una persona con un historial clínico de más de cinco cirugías en ambas piernas y un proceso de rehabilitación y reeducación de la marcha, sería incapaz de acceder.

Espero que en este punto no haya tergiversado el motivo del texto. El griego puede resultar inalcanzable para algunas personas, y nadie puede negar la existencia de límites desde cualquier realidad corporal o social. Tampoco mentiré, no voy a negar que escribiendo y enunciando estas palabras aún me asusta la forma en la que me percibo excluida, pero si me atrevo a exponer esto es, precisamente, para hablar de los límites y de las fronteras que nos faltan cruzar.

Aun cuando el cuerpo de los actantes es el soporte tangible de la actuación y el primer encuentro con sus pares y el público, es decir, es visible, el entrenamiento y el acondicionamiento, así como las clases de actuación, no se basan exclusivamente en exaltar el virtuosismo de las capacidades físicas ni mucho menos la estética de los cuerpos, sino del movimiento como construcción y resultado de un proceso imaginativo, sensible, crítico y sensorial. Aunque esto es un hecho de la disciplina teatral, se sigue instaurando el aspecto de los cuerpos sobre la capacidad creadora que existe en ellos. Las verdaderas limitaciones no se encuentran en los cuerpos y su constitución anatómica, sino en las mentalidades que se fundan como inamovibles: “Quizás un actor no descubra nada que decir con sus huesos y músculos en actividad. Pensemos en cuerpos atravesados por resistencias tan consolidadas que bloquean u oscurecen por completo el deseo de imaginar”, afirma el maestro, director y teórico del teatro Jorge Eines.

El teatro se ha transformado en una plataforma donde interactúan disciplinas y lenguajes artísticos distintos, al igual que discursos y, entre otras cosas, objetivos estéticos, políticos, sociales e incluso personales a los que apelan. El sentido, los estilos, formas y recursos utilizados para hacer teatro se han diversificado también en gran manera porque su realidad social es inherente, es decir, los fenómenos sociales se vuelven protagonistas del discurso y de la representación. El teatro ha intentado dar voz a grupos vulnerables, segregados o periféricos, por ejemplo, a través de teatros comunitarios con poblaciones indígenas, marginadas por la pobreza o la violencia, entre otras, así como también ha tenido la intención de alzar la voz y denunciar problemáticas sociales, aunque se ha olvidado de cosas fundamentales para ello.

Al estar en una formación académica del arte teatral comprendo que esos grupos no siempre necesitan de alguien más que observe desde afuera y se convierta en vocero ni de un escenario como elemento de exhibición. Aun cuando el teatro constituye también un medio de presentación, hace falta entender que quienes nos encontramos en situaciones de exclusión no siempre deseamos acceder a estos espacios como denunciantes o elementos sobre los que se escribe una dramaturgia; para nosotros lo realmente necesario es abrir esos lugares hacia una verdadera inclusión y no sólo a la difusión de la lectura que alguien externo a estas realidades tiene sobre estos grupos o cuerpos otros. Para ello es necesario desmitificar la idealización, el virtuosismo y los estereotipos del cuerpo estandarizado como única forma de acceder a un espacio escénico, por el contrario, hay que partir de la diversidad como principio para construir.

Si a los 17 años hubiera tenido mayor conciencia de los fenómenos de discriminación y un acercamiento previo al teatro, no hubiera permitido ni validado el pensamiento de segregación de un “mentor” que formaba una generación tras otra de creadores escénicos bajo esa idea del cuerpo creador. Hoy considero que la particularidad del movimiento y su expresión van más allá de la biomecánica de los cuerpos, de las formas sociales impuestas y registradas en ellos; su dimensión creadora está y se potencia en el espacio a partir de la comprensión de un ritmo propio del habitar.

Ésta no es una pretensión de apelar a una pedagogía del arte como tratamiento en las personas con discapacidad, es una invitación a repensar los modelos de producción de los sistemas creadores que por mucho tiempo han privilegiado hablar de las disidencias antes que aceptarlas en el entorno artístico. La diversidad funcional y estética de los cuerpos es una realidad del mundo, no sólo de las ficciones, por ello la necesidad de compartir los espacios, y en este caso los espacios artísticos, en igualdad de condiciones.

Es urgente configurar zonas de creación detonantes de sentido, emociones, sensaciones, pensamientos, capaces de interpelar a los otros y a lo otro para habilitar nuevas posibilidades de creación y representación que nos proyecten, más allá de las determinaciones, calidades y cualidades físicas, como individuos que habitamos nuestro cuerpo.

Como creadora y como persona que ha sido segregada por las capacidades funcionales que se asumen de mi corporalidad, ha resultado catártico volver a pensar mi lugar en el teatro; sin embargo, no deseo pasar un momento más sintiéndome apartada de lo que deseo ser y hacer con mi cuerpo. Y, desde luego, deseo que ninguna persona con intención de acceder a estos espacios experimente una situación de segregación por cómo luce su cuerpo.