Concurso 53 | Palimpsesto / No. 235

Abuela
Minificción: Segundo premio


Abuela era parecida a los canarios, había que sacarla una o dos horas al patio a que tomara sus baños de sol y, como con los canarios, a veces se olvidaban de meterla hasta ya entrada la noche. Yo creo que, igual que ellos, también volaba. Ahora los pajaritos miran el cielo desde su jaula y ella desde su silla de ruedas. También era muy paciente o eso creo, no hablaba con nadie y sólo miraba a los ojos cuando se le hablaba de frente. Mi madre decía que desde aquella impresión había perdido el habla e, incluso, el sentido de la vida; decía que ésa ya no era su madre. Antes de eso, ella leía y cuidaba de su jardín que, por alguna extraña razón, seguía verde e inspiraba vida. Pero, como ya no podía caminar, estaba siempre como una estatua mirando y escuchando a sus canaritos. “Pobre mujer, nada más está ahí esperando la muerte. Ojalá Dios pronto se la lleve —decían algunos familiares, no les importaba que ella o yo estuviéramos ahí—, total, la vieja parece un mueble y los niños no comprenden esas cosas”.

Sin embargo, cuando nadie estaba en casa, ella me decía: "Imelda, regálame agua, por favor; pero recuerda, en mi jarrito, mi niña". La primera vez, me pareció chistoso que lo pidiera en un vasito de barro, ésos son para las macetas, tal vez quería volver a retoñar. Le pregunté por qué y ella respondió: “El aroma a barro me transporta al río donde mamá me llevaba a jugar, algún día yo también te llevaré”. Luego lanzó un gran suspiro. Mientras bebía su agüita fresca le contaba ideas y pensamientos, no sé si al aire o al recuerdo del abuelo, yo no creo que a mí porque decía cosas que no entendía. “¿Acaso son el verbo y la carne los principios inefables del hombre? ¿Cuándo los perdí?”. Luego miraba con opacos ojos a sus canarios.

Cierto día, todos estaban consternados. Mamá decía que esto le pesaba más que lo de aquella vez cuando Abuela perdió el habla. Todos lloraron y me dejaron sola en casa. “Los niños no se meten en asuntos de muertos”, decían. Pasaban los días y la alegría no volvía, tampoco Abuela, todo lo sentía gris y vacío. Un día salí y ¡ahí estaba!, era ella, tomando el sol como siempre. Me alegré porque creí que no volvería a verla pero, tal vez, como mi madre decía, estaba “recorriendo sus pasos”, visitando los lugares que en vida fueron suyos. Me paré frente a ella, sonrió y enjugó una lágrima. Entré a la sala para contarle a mamá, pero escuché a tía Rosa decir que Abuela ya quería volver y por eso regresaron antes de lo planeado, nadie mencionó que tía Rosa la llevaría al pueblo. Mientras bebían té, la tía dijo que al enterrar el ataúd les había faltado tierra, así que tío Juan tuvo que tomar de otras tumbas. Lo mismo pasó cuando murió don Julián y a los poquitos días hubo un nuevo muertito, dicen que él se lo llevó; por eso, sugería tío Juan, debían estar preparados. Me pregunto si lo hizo porque se aburría o porque necesitaba que alguien lo abrazara en las noches. Debe sentirse mucho frío estando enterrado. Me alegré de que Abuela no hubiera muerto, aunque en su rostro se notaba que lo deseaba.

Acabado el novenario salí al jardín, Abuela no estaba y la jaula de los canarios se hallaba abierta, el estómago se me hizo un nudo y comencé a temblar. Seguramente era el día, Abuela recibiría hoy coronas de flores, blancas como sus ojos y sus largas trenzas. Corrí a su habitación y la vi parada en la puerta con su tierna sonrisa. La abracé y escuché voces en el cuarto. Era tía Rosa diciéndole a mamá: “Tranquila, se fue a cuidar a la pequeña Imelda”.