Concurso 53 | Palimpsesto / No. 235

Carpa seropositiva
Crónica: Primer premio

 

I


“Aceleraste mis latidos, es que me gusta to’ de ti”.

Lenny Boom acaricia los cabellos de su peluca naranja hacia arriba mientras canta. Mira directamente a la pantalla del celular donde, además de su rostro, aparece la puerta abierta de su camioneta roja. Desde el fondo del vehículo, un niño tararea, siguiendo el ritmo de la canción. Es su hijo.

—Espérame, ahí quédate —le ordena, luego se aleja un par de pasos y cruza la calle—. Hola, amigos, ¿qué tal? ¿Quién se conecta? Una persona. Estamos a punto de iniciar un show. Una personita que se conecte.

Lenny Boom recarga el teléfono en la llanta de otro vehículo: la calle, sus tenis manchados de acuarela, el pantalón negro con una línea de lentejuela de arcoíris. Desaparece de cuadro y es sustituido por la parte frontal de un auto pálido estacionado bajo un árbol. Unos segundos después, su mano aparece a cuadro para levantar el teléfono y acercarlo a su rostro. La línea de maquillaje blanco bajo los ojos pretende agrandarlos. Ese mismo maquillaje simula también un diente que le cubre casi todo el labio inferior. Las cejas, de tono amarillo verdoso, se levantan como cuando uno sonríe, pero el rostro de Lenny Boom, quien siempre camina muy derecho, permanece serio.

“De to'as tus partes cuál decido”.

—Saludos, amigos, ¿quién nos saluda el día de hoy? Cuatro personitas... ¿Quién más?… Cuatro personitas...

Continúa cantando mientras vuelve a peinar su peluca naranja. “No me sale”, menciona burlón, sarcástico, aunque con el rostro serio.

—Vamos a dar inicio ya a un showcito el día de hoy, domingo —ajusta el micrófono que se sostiene en la oreja—. Estamos aquí en… creo que es municipio Temamatla. Y de aquí nos vamos hasta… Tlalmanalco, creo. Bueno el día de hoy saludando, reportándonos. Dos showcitos, gracias a Dios, así que vamos a darle cran al alacrán.



II

El término payaso viene del italiano pagliaccio que, a su vez, deriva de paglia, que significa paja: el vestido tradicional que usaban remitía a un colchón relleno de paja, a un costal. A un muñeco.

—Sí, espéreme tantito. ¿Algo más? —pregunta Ángel.

Todos los fines de semana vende papas y micheladas en la esquina de la Sur 22 y Oriente 9, en Valle de Chalco. A veces se asoma hacia las instalaciones deportivas, a tres calles de su local, para ver si habrá más clientes. Aunque es alto y flaco, camina siempre encorvado, por lo que su columna forma un arco sutil que dibuja pliegues pequeñísimos en el abdomen. Lleva playera sin mangas y gorra, bajo la que su cabello castaño dorado descansa. Lleva puesta también una sonrisa ligera.

“Aceleraste mis latidos, es que me gusta to' de ti. De to' as tus partes cuál decido”, canta en voz baja, con los ojos fijos en su clienta. Le sonríe. Se inclina un poco por el peso de su propio cuerpo y del cansancio. Luce como un muñeco roto al que se le sale la paja.

—¿Cuántas más van a ser?

Tiene las manos hundidas en dos kilos de carne molida, fría, repleta de puntos blancos. Como los glóbulos que empiezan a escasear en su sangre.



III

El Instituto de Salud del Estado de México (ISEM) cuenta con seis centros ambulatorios destinados a la prevención y atención para el SIDA e infecciones de transmisión sexual. Erigidos con tubos delgados, poseen un techo puntiagudo y tienen un moño rojo dibujado a cada lado. Son como pequeñas carpas de circo. Bajo su sombra se refugian los enfermeros. La gente se forma en fila para verlos, avanzan con cautela, como para ver a un tigre tras la reja. Ecatepec, Nezahualcóyotl, Chalco, Naucalpan, Tlalnepantla y Toluca son los municipios donde se hallan.

También están los Servicios de Atención Integral Hospitalaria (SAIH) para pacientes con VIH: se encuentran en Cuautitlán, Ixtapaluca y Atizapán. En ellos la gente observa sin decir nada, sin escuchar nada. Entran cobijados por un silencio colectivo. Las sillas, de un plástico incómodo, se convierten en la media luna de unas gradas de circo, lista para la escena. Ángel Álvarez Medina escucha que una enfermera lo llama. Las puertas de este centro de atención están abiertas y mudas, como las bocas de quienes observan a un hombre desprenderse del trapecio para volar al siguiente. El resto de los pacientes, que ahora son el público enfermizo, mira a Ángel levantarse de la silla.

“Atención”, anuncia el maestro de ceremonias, que sale de un consultorio, “Ángel está a punto de abrir sus resultados”. Redoble de tambor, silencio. La gente abre más los ojos. Se estrujan las manos. Se inclinan hacia el frente. Una mujer le tapa los ojos a su hijo. Un hombre se quita el sombrero para llevárselo al pecho, como ante la presencia de Dios. Un joven come palomitas sin dejar de ver la escena, con la mirada fija en el sobre en las manos de Ángel. “Silencio”, pide el maestro de ceremonias, luego se limpia la frente con un pañuelo que no termina de salir de su bolsillo. Dos ancianas se toman de las manos. El tambor para. Todo queda en silencio. Se escucha el sobre rasgarse. Un cono de luz cae sobre la hoja. Ángel suspira. El público se inclina un poco más hacia el frente. Un hombre se seca las manos contra el pantalón.

Ángel levanta los brazos y gira para mostrar la hoja hasta al último asistente, luego se la entrega al maestro de ceremonia, que limpia el micrófono con la manga izquierda de su saco rojo. Se aclara la garganta. “Señoras y señores —se toma una pausa—, es positivo”.



IV

¿Quién tembló primero ante la idea del contagio? Ante la idea de pastillas y de un edificio blanco riéndose de nosotros gracias a las constantes visitas. ¿Quién?

Todos quieren ser el mejor anfitrión para la muerte, lo más lejos de los hospitales. De ser posible, después de comer glaseado, bailar de noche o sentirse dentro de una alberca de pelotas. Todos quisieran recibir a la muerte con una sonrisa. Quien no puede, se maquilla una hasta las orejas.

El brillo de la pantalla blanquea aún más las mejillas de Lenny Boom. Se acomoda el cuello y mira el contador de personas conectadas a su transmisión en vivo. Cuatro. Tres. Dos. Una. Cero. Sigue mirando, pero nadie
se conecta. Lenny Boom se mantiene positivo.

—¿Quién se conecta?… Una personita.

Da un giro de 360 grados y después su rostro desaparece de la pantalla: ahora enfoca el salón de fiestas donde, en unos minutos, actuará. Un par de hombres fuma junto a la entrada, ambos sostienen vasos en la mano. Faltan 15 minutos para que inicie el show de Lenny Boom: 1 300 pesos por una hora de inflar globos, pintar caritas, partir el pastel, cantar y bailar para los niños. El tiempo no es aliado de Lenny Boom, aunque la OMS diga que la esperanza de vida para una persona seropositiva es de hasta 70 años.

—Yo trabajo diario porque soy pobre —dice con una sonrisa que no se debe al maquillaje. Nunca deja de mirar a la pantalla del celular.

Su hijo, hincado sobre el asiento de la camioneta, lo mira expectante.

—¿Quién se conecta, quién? ¿Dos personitas? No puedo ver quiénes son, coméntenme quién se conecta.



V

Ángel se acerca a una pila de vasos de un litro, maquillados en azul y con una corona dorada al centro. De manera exagerada saca uno, con el gesto de quien desenfunda un sable. Camina decidido hacia una bandeja llena de chamoy y moja la orilla del vaso, con un movimiento de muñeca como el que emplea para hacer de un globo un perrito, una jirafa o un corazón. Salpica el vaso con polvo picante, como si arrojara diamantina sobre un niño que cumple años. Agrega limón y sal y vierte la cerveza. Al final, saca una pequeña sombrilla para coronar la bebida y la coloca sobre la barra. “Taráááán”, parecen decir sus manos extendidas, los dedos tensos. Ángel sonríe, mira al cliente.

—Dame otra, por favor —es la única respuesta.

Las manos de Ángel se cierran con lentitud, como una flor en la solapa del saco de un payaso.

Junto al local de hamburguesas y micheladas, hay una pared de ladrillo encalado, tiene un rótulo: un aura amarilla envuelve a un payaso de pupilas dilatadas, brillantes, pero carentes de cualquier signo de vitalidad. Las comisuras de los labios están inclinadas hacia abajo, le dan un talante gris, indiferente. Los ojos parecen añorar algo, quizá el pasado. Lenny Boom en escena, anuncia. Debajo, en la humedad provocada por la orina de los perros que hurgan en la basura del local de hamburguesas, reposan un número de teléfono y una página de Facebook. El rostro del payaso presenta los signos clásicos del nostálgico que, también, son los signos de un paciente seropositivo.

Cuando cierra el local, Ángel sale con una bolsa negra llena de restos de comida. Un público de perros maquillados de hambre lo espera.



VI

Hay quienes afirman que la mayoría de las tribus nativas americanas tuvo algún tipo de payaso. Estos tenían un rol social indispensable en la vida de la tribu, relacionado con lo religioso. En ocasiones, se les consideraba capaces de curar ciertas enfermedades, quizá aquellas relacionadas con el alma, la tristeza, por ejemplo. Tal vez curaban por medio de la risa.

Lenny Boom está en una cuerda floja que conecta enfermedad y tratamiento: no puede curarse, pero, según esa antigua creencia, sí es capaz de curar el alma de los niños; basta con animarlos en el momento: pintarles la cara, inflarles un globo, bailar para ellos, cantarles. Partir un pastel. Jugar con niños es, irremediablemente, jugar con la imaginación. Los niños felices, en cualquier punto cardinal, tienden a jugar.

En uno de esos sures u orientes, en un Valle de Chalco con tantas posibilidades como esquinas, y con faroles fundidos en la colonia más secreta, como los de la marquesina de un circo pobre, en alguna de esas calles, Ángel contrajo la enfermedad y la llevó cada tarde en los camiones hacia Zaragoza. Cuando el semáforo estaba en rojo, como la nariz de un payaso, abordaba para brindar un pequeño show de chistes, acompañado de carcajadas repletas de lentejuela circense; una muestra de su espectáculo de fines de semana. El rubor rojísimo se fundía con el de su rostro acalorado. Poco a poco su piel bajó los reflectores, como cuando sus hijos, con sus pequeños dedos, le retiran el maquillaje al volver a casa. La sonrisa disuelta en suspiros de helio hasta que el cansancio lo lleva a una contorsión que desmantela el toldo de su cuerpo.

A su esposa la noticia le chupó las mejillas. Adelgazó hasta conjugar su cuerpo con el de su marido, como si con eso lo ayudara con la pena o con la culpa. Lo hizo de forma tan rápida que las vecinas, preocupadas siempre por perder peso, preguntaban su secreto. Ella optó (para mantenerlo oculto, como un truco de cartas) por ponerse dos o a veces tres pantalones y doble sudadera; parecía un muñeco relleno de paja. La gente dejó de preguntar cuando alguien susurró (al oído de todos) el porqué de aquel repentino cambio de Ángel y su mujer. Positivo.



VII

Hay que cruzar un pasillo completamente níveo, donde la luz, también blanca, entra por las ventanas, como la de una enorme lámpara de quirófano. Al terminar el recorrido, hay otra fila de sillas igualmente incómodas. Chequeos de rutina, pequeñas dudas y recuentos que terminan aquí, en sillas duras como gradas improvisadas con madera y ladrillos. Ángel peina su cabello hacia abajo, acaricia su frente sudorosa y no deja de mirar su hoja de resultados: positivo. Mira hacia la puerta de la psicóloga, guarda la hoja en el bolsillo donde normalmente lleva su pañuelo de colores y mira sus zapatos negros, pequeños, sucios.

Una mosca se posa en el filo de la única silla libre en la sala de espera. Ángel recuerda la última fiesta donde actuó: una mosca manchaba el pastel en la celebración número seis de un niño con traje azul cielo y moño. Un Iron Man, de la misma altura de Lenny Boom, bailaba a su lado, con pasos laterales, enfermos, sin vida. Su traje estaba iluminado y ambos levantaban las manos; los niños, después, los imitaban. Mientras tanto, la mosca había punteado el fondant, pero él no podía interrumpir su acto. Una de las meseras del salón de fiestas, finalmente, la aplastó con un vaso rojo en cuanto las alas rozaron el mantel. Lenny Boom no puede dejar de recordarla. ¿Así se sienten las enfermedades terminales, como si algo, de pronto, te aplastara?

Se abre la puerta del consultorio de psicología. Una payasita, más joven que Lenny Boom, se asoma y saluda con ambas manos. Los niños gritan emocionados. Lleva puesta una bata de doctor, repleta de corazones de colores. En el pecho, junto a su gafete de psicóloga, tiene un girasol amarillo. Se lleva la mano derecha a la espalda y saca un enorme megáfono de colores.

—¡Ángel Álvarez Medina!

Lenny Boom se levanta de resorte al escuchar su nombre. El coro de niños aplaude y grita su nombre: “¡Lenny, Lenny, Lenny!”. Después de dar su primer paso, él mismo se pone el pie y tropieza. Cuando se levanta, vuelve a hacerlo otras dos veces. Las carcajadas de los niños se elevan. Saca de su bolsillo los resultados y los arroja al suelo. Al pisarlos, finge resbalar y da un giro de 180 grados para quedar viendo hacia el otro lado. La payasita con bata de doctor les muestra a los niños un reloj gigante, ellos ríen. Lenny Boom da un par de pasos más en dirección opuesta al consultorio y voltea a ver a los niños, pregunta en dónde está la doctora. “¡Ahí, ahí! —contestan todos— ¡Para el otro lado!”. La doctora de nariz roja ya no espera, saca un yoyo gigante y laza a Lenny Boom para llevarlo a rastras al consultorio. Cuando está frente a ella, presiona el girasol amarillo en su solapa y un chorro de agua lava el maquillaje del rostro de Lenny Boom.

—¿Ángel Álvarez Medina? —no escucha su nombre, pero alcanza a leerlo en los labios de la doctora. Asiente—. Pasa, por favor.
VIII


—¿Quién se conecta? Una personita.

En la pantalla del celular se puede apreciar, detrás del rostro de Lenny Boom, la camioneta que usa para trasladarse a su show. Dentro, de rodillas en el asiento, su hijo está terminando de abotonarse el chaleco blanco con líneas de diamantina azul. Se pone una nariz falsa y sale rumbo al salón de fiestas.

—Muchas gracias por conectarte, amigo —le habla al último asistente de su transmisión en vivo—, vamos a darle cran al alacrán.

Ahora hay cero personas conectadas.

Ángel se guarda el teléfono en la bolsa y va hacia la camioneta para sacar su caja con regalos, globos y dulces. Al subir a la banqueta, tropieza y está a punto de caer. Voltea para cerciorarse de que nadie lo vio. Baja por un momento la caja, se acomoda el chaleco y peina su peluca hacia arriba. Revisa su maquillaje en el espejo lateral de un auto estacionado y mira sus zapatos. Levanta la caja y se acerca a la entrada del salón de fiestas.

Antes de entrar, respira hondo, cierra los ojos, exhala y se persigna. Da el primer paso al interior. “¡Ya llegó Lenny Boom!”, anuncian los altoparlantes en las esquinas del salón de fiestas. Ángel se pone el pie y finge tropezarse. Todos los niños, a excepción de su hijo, sueltan una carcajada.

Lenny Boom mira las bocas moverse, pero no oye ninguna risa.