Concurso 53 | Palimpsesto / No. 235

Mátalas 
Cuento: Primer premio



—No mames que la estatua de Rigo Tovar no está en Guerrero.

—¿Por qué lo estaría, güey? Con todo respeto, güey, tú qué vas a saber de Rigo Tovar, eres un fresa de la Ibero.

—Te vale verga, ¿no?

—Pero, si quieres, de regreso buscamos la mansión abandonada de Luis Miguel, más ad hoc contigo.

—¿Y nos metemos así, como si nada, a la verga?

—Pues sí, güey, no es como que vaya a salir el Luismi a regañarnos.

—Quién sabe, eh, chance su fantasma sí. Dicen que ese vato se murió en los 90.

—Órale, qué trip. Oye, ¿nos paramos en el Seven? Me urge una puta cheve.


Silencio. Silencio bendito por primera vez en 20 minutos que se han sentido como un par de horas. Lo único que lo interrumpe es el murmullo del aire acondicionado que no hace más que revolver el calor húmedo de la carcacha en la que estás. A través de la ventana del viejo automóvil ves al Gordo y el Flaco caminando por los pasillos de la tienda de conveniencia, cargados de cartones de cerveza y bolsas de Doritos, chicharrones, papas con queso y sin queso y adobadas y cualquier fritura que creen que puede suplir el desayuno. No estaría mal pedirles una botella de agua o bajarte a comprarla tú misma, pero quieres evitar que esto se haga más largo. Mientras menos se tarde ese par en regresarte al hotel en el que tus amigas te esperan —seguramente con el Jesús en la boca—, mejor. Aunque un suero no te haría nada mal. La sed hace que te duela la cabeza, justo en las sienes, y el ruido de tus acompañantes hablando y escuchando a todo volumen una estación de música romántica antes de bajarse a la tienda no sólo aumenta el dolor, sino también tu mal humor.

Desde que iniciaron el viaje no han parado de hablar como dos merolicos que apenas reparan en tu presencia. Agradeces el silencio, pero también le temes, porque a partir de la ausencia del par de voces puedes decirte a ti misma lo que temías admitir: que te estás equivocando, que la estás cagando monumentalmente.

Sabías que la probabilidad de catástrofe era alta. Desde que se empezó a planear el viaje de generación se sabía que el propósito era desahogar todo el alcohol y las malas decisiones que no tomarían en la graduación, donde pasarían la noche posando y abrazando a sus abuelitas y sus padres de traje y corbata para las fotos. Sin embargo, superaste tu propia expectativa, porque por más que lo intentas no puedes recordar el nombre de tus dos acompañantes. Ni siquiera porque besaste largamente a uno ni porque tu intención original era conquistar al segundo, pasando poco más de una hora hablando a gritos por encima del reguetón que retumbaba en ese club oscuro y atiborrado. No recuerdas sus nombres aunque pasaste la noche en su cuarto de hotel al otro lado de la costa, mirándolos dormir, preguntándote qué dirían tus padres si algún día se enteraran. Y aunque llevas lo que se siente como una eternidad escuchándolos hablar, no das con sus nombres, se dicen “Gordo” y “Flaco” de forma indistinta aunque ambos son de complexión más bien mediana. En tu mente se llaman Julio y Tenoch, como los protagonistas de esa película mexicana que tus amigos te obligaron a ver en la Cineteca cuando fue su aniversario. No te gustó. Pero estos Julio y Tenoch son como esos Julio y Tenoch: alivianados, malhablados, con una amistad que parece llevar entre ellos toda una vida. Se parecen en que de vez en cuando dicen algo que te hace reír, aunque esos instantes se hacen menos frecuentes a medida que el auto avanza. Julio y Tenoch, el Gordo y el Flaco, regresan al automóvil y te extienden una paleta helada: pa’ que ya sonrías, dice uno. La atención que te dedican no dura mucho más después de esos segundos, ya que encienden su música de nuevo y retoman su conversación mientras manejan por la carretera.


—¿Entonces Luis Miguel es como Paul McCartney, que en realidad es un doble?

—Justamente. De hecho, por eso Luis Miguel antes tenía los dientes separados y ahora no.

—¿No crees que simplemente se los arregló?

—No, güey, es porque es un doble. Dicen que se murió de una sobredosis de cocaína en una fiesta en Los Pinos, justo cuando Salinas era presidente. Luismi y su grupo de amigos eran muy cercanos a sus hijos.

—¿A poco?

—Sí y de hecho dicen, diiiiiicen, que, para que no se hiciera escándalo, pues no se hizo público y lo enterraron ahí mismo en Los Pinos.


Detrás de la ventana sólo hay un camino de árboles y a lo lejos el mar color turquesa. Cada cierta cantidad de kilómetros hay una gasolinera, una tienda, un anuncio de algún lujoso hotel en la ciudad más cercana. De no ser por aquellos indicios, pensarías que estás en medio de la nada. Nunca habías viajado sin tu familia. Te lo repites una y otra vez como si eso pudiera significar algo. Un consuelo, quizás, ante la incomodidad de la que no puedes distraerte. Aunque no puedes decir que extrañas los viajes familiares, esas odiseas repletas de peleas entre tíos, primos resbalando afuera de la alberca para abrirse la ceja y terminar en el hospital, paquetes prepagados de sesiones de fotos en la playa. Tus padres obligaban a todos a vestirse de blanco, lucir resplandecientes como ángeles tenistas y posar ante un fotógrafo experto en mal gusto. Después mandaban a enmarcar esas fotos de la familia entera riéndose en el atardecer, brincando, suspendidos en el aire durante un instante en el que lucen perfectos. El año pasado llegaron a hacer postales románticas con su foto tomados de la mano, dejando un camino de huellas sobre la arena detrás de ellos, como si no se hubieran lanzado la plancha y la cafetera en una de sus peleas dominicales. Por supuesto que no extrañas nada de eso, sólo quizás a tu abuela, con sus joyas y sus vestidos, invitándote una margarita en los camastros bajo la condición de que no le dijeras a tu madre.

En la enorme manada que tienes de familia, tu abuela es la única que parece comprenderte. Incluso ahora, más grande y enferma, la complicidad mutua sigue ahí como una promesa intacta. En esos viajes a veces elegías compartir habitación con ella, y por las noches te regalaba un par de sus largos cigarros para fumar juntas en la ventana, y ella era sólo ella y tú eras tú, en una felicidad incapturable para los fotógrafos por los que tus padres gastaban miles de pesos cada verano. Estás segura de que el opuesto perfecto de la fotografía familiar que hasta la fecha decora la sala de tu casa es la fotografía del día que llegaste a este viaje. Todos tus amigos tumbados en la arena, con trajes de baño brillantes y las letras disparejas entre dos castillos de arena: Generación 2019. En las mochilas colgadas a su espalda hay una botella tras otra de todo el alcohol existente. Colillas de cigarros, condones, mota esparcida entre todos los objetos. Generación 2019: todos pintándole dedo a la preparatoria de la que recién salieron. Generación 2019: fuck you.


—¿Te imaginas la cantidad de cadáveres que han de estar enterrados en Los Pinos?

—Deja tú en Los Pinos, güey, en Palacio Nacional y en las secretarías.

—No mames, sí.


El cuero de los asientos se pega al sudor de tus piernas y la paleta helada de limón empieza a derretirse en tus dedos. Sabes que cuando llegues al hotel donde se hospedan tus compañeros de la prepa lo primero que harás será bañarte y tomar un litro de agua, quizás al mismo tiempo. Te sientes pegajosa y mientras el aire que se cuela por la ventana te despeina, te imaginas que en tu cara y en tu cuello aún está la marca invisible de la saliva de Tenoch y sus labios partidos. Te preguntas si alguien cuestionará tu ausencia o si alguien además de tus amigas la habrá notado. Desde que se despidieron del largo grupo de padres en el aeropuerto cada quien hizo lo que quiso. En las noches nadie dormía, tus amigos entraban y salían de los cuartos hasta la madrugada, unos regresaban de antros, otros brincaban la barda del hotel para meterse a la playa y tomar cerveza frente a la negrura del mar nocturno. Algunos huéspedes se quejaron de tres chicos que les tocaban la puerta a las seis de la mañana pidiendo un encendedor.


—Dicen que en los sótanos de Gobernación torturaban

a los estudiantes en los 70.

—¿Y crees que ahí sigan?

—Obviamente.


El calor aumenta, se vuelve denso, pesado, te causa comezón. Sacas tu celular para revisar el clima y te das cuenta de que casi no tienes batería ni señal. Un letrero blanco aparece en la pantalla: la temperatura del teléfono debe disminuir para poder utilizarlo. Te imaginas el vidrio de la pantalla quemándose por la luz del sol que entra por la ventana y te apunta sólo a ti, con saña, como si lo hiciera a propósito. Tus acompañantes no parecen sentir el sol quemante sobre sus pieles bronceadas. Tienen prisa, te das cuenta por la agresividad con la que Julio gira el volante y esquiva los obstáculos en el camino. Sin embargo, nada parece indicar que estén cerca del hotel. Tras la ventana sólo hay carretera eterna, mar lejano y un cielo que al horizonte comienza a nublarse.


—Pero ¿qué pasa cuando llegan gobiernos de otro partido? ¿Por qué no denuncian algo como “güey, estamos trabajando sobre una alfombra de cadáveres rancios”?

—Es como el Área 51, ¿sabes? Un secreto que se van pasando de presidente a presidente.

—Qué de la verga.

—Pues sí, pero ¿cómo los sacarían? ¿Y a dónde? Sería demasiado llamativo, no creo que alguien quiera arriesgarse.

—Además, ya están ahí, en el lugar más confidencial.

—De la verga.

Alguna vez, en uno de los viajes con tu familia, tu abuela te preguntó si tenías novio. Contestaste que no y ella te dijo que tú eligieras a los hombres, en lugar de permitir que ellos te eligieran a ti. Te preguntas si escogiste a Julio y a Tenoch. Llamaron tu atención desde el momento en que los viste reír en la barra, con sus camisas blancas y su pelo largo, una cabeza rubia y otra castaña. Parecían siameses, hermanos idénticos que podían leerse la mente el uno al otro. No intercambiaron ninguna palabra entre ellos al mirarte y caminar hacia ti. Ellos te eligieron, te envolvieron mientras bailaban contigo y te daban vueltas, se reían, te acariciaban el cuello. No eran las mismas personas que las que ahora están frente a ti, manejando rápido para dejarte lo antes posible y volver a sus vacaciones, quizás para esa noche elegir a alguien más.


—¿Tú dónde esconderías un cuerpo?

—¿Sólo uno?

—Sí, sólo uno.

—En un lago, ¿no?

—Ves muchos documentales gringos, güey.

—Ay, pero ¿en un lago quién lo va a encontrar? Por eso es la vieja confiable.

—“La vieja confiable”, ja, ja, ja, estás bien pendejo, güey.

—¿O no?

—A huevo, sí.


Quieres bajarte. La sed se ha vuelto casi insoportable y ahora la acompañan unas ganas dolorosas de orinar. Quieres bajarte porque algo en la forma en la que Julio maneja te asusta. Algo en la conversación te asusta. Piensas en ella otra vez, en tu abuela, un consejo constante que te daba desde que eras niña: escucha tu instinto. Revisas el celular otra vez: la temperatura del teléfono debe disminuir para poder utilizarlo. Afuera hay más de lo mismo, una nube gris creciente y señalizaciones con nombres que desconoces. Julio y Tenoch hablan, pero te imaginas una segunda conversación dentro de sus cabezas. En ella los siameses se ríen de la forma en la que los mirabas la noche anterior y de la escena de los tres bailando como en esa película, Y tu mamá también, que seguro ambos adoran. Te la diste, güey, qué asco, le dice Julio a Tenoch en ese diálogo imaginario y ambos sueltan una carcajada cruel. Pero eso no importa más. Tienes sed, una sed insoportable con la que no puedes tragar saliva. El recuerdo de la paleta helada en tu boca produce un sabor a plástico perfumado en tu paladar. Y la cabeza, la cabeza te punza y te hace sentir que algo se encoge dentro de ti, como si tu cerebro fuera a reducirse a polvo. Quieres bajarte en este instante, pero cuando vas a abrir la boca por segunda o tercera vez en todo el camino, Tenoch sube el volumen del radio donde empieza una canción de mariachis que te suena familiar. La voz de los siameses, del Gordo y el Flaco, imitando a Alejandro Fernández se vuelve más fuerte que tus pensamientos.


Consigue una pistola si es que quieres, cantan al unísono. La sed te pica la garganta. La temperatura del teléfono debe disminuir para poder utilizarlo. Quieres bajarte y afuera no hay nada.

O cómprate una daga si prefieres, siguen, mientras levantan los brazos tocando violines imaginarios. Te duelen los ojos como si alguien los hubiera golpeado. Tu boca arde, la vejiga llena también. Escucha a tu instinto, recuerdas, ¿cuándo fue la última vez que lo hiciste? Si es que alguna vez lo has hecho. Quieres bajarte, quieres bajarte ahora mismo, pero afuera no hay nada más que carretera y maleza, un mar lejano.

Y vuélvete asesino de mujeres, canta Tenoch y se ríe. Ves en el retrovisor su sonrisa de dientes afilados en los que no habías reparado antes. Dientes grises, puntiagudos, que contienen a una lengua blanca por la mezcla de cigarros sin filtro y cerveza. No puedes creer que besaste esa boca seca, casi obscena, y que aquella lengua pastosa recorrió tu mejilla hasta tu oreja para sisear como una serpiente y decirte que esa noche lucías como una reina, mi reinareinota. Sentiste un cosquilleo entre las piernas, más por adrenalina que por placer, y miraste a tus amigas sonriéndote del otro lado del bar. Les guiñaste el ojo antes de colgarte en los hombros de aquel desconocido. Recuerdas su camisa abierta por debajo del pecho, y el frío de su cadena de plata rozando tu escote. La piel de Tenoch ardía, empapada como si sudara alcohol, gasolina, veneno. Sus manos subían y bajaban por tu cuerpo flaquísimo esperando encontrar algo de carne a la cual aferrarse, sin éxito y sin importar robar la atención de un par de mesas en el bar que sólo los miraban a ustedes. No pensabas nada. Tampoco pensaste nada al momento en que salieron del bar tomados de la mano y se instalaron para continuar el beso en los asientos traseros de un taxi. Julio, adelante, dormitaba. Estamos medio lejos, te dijo Tenoch en un susurro, ¿no importa? Mañana a primera hora te regreso con tus amigas —quienes a su vez te prometieron antes de que te fueras que te mandarían mensajes y estarían al pendiente de ti—, el otro imbécil y yo tenemos un coche que nos prestaron. Tú no tienes que preocuparte por nada, reina. Tú no tienes que preocuparte por nada.

Julio y Tenoch hacen una pistola con los dedos y apuntan al cielo que ya comienza a nublarse. ¡Mátalas!, exclaman. Sientes escalofríos. ¿Quién escribió esa canción? Con una sobredosis de ternura, siguen cantando. Piensas en tu abuela, en ella en uno de esos restaurantes que le encantaban porque le recordaban a las películas de Jorge Negrete. Los mariachis iban de una mesa a otra, pero parecían siempre querer quedarse en la suya, halagados por la atención que ella les prestaba. Después tus padres pelearían por algo —seguramente por la exagerada cuenta— y la música se detendría. Antes de irte de aquella exhacienda, pagarías 20 pesos para que un canario enjaulado sacara de una cajita un pequeño papel con tu fortuna. Fue precisamente saliendo de una de esas comidas que tu abuela te dio su consejo favorito, que tú eligieras a los hombres y no ellos a ti. Le había copiado aquella frase a la única diosa que adoraba: María Félix. Tú no elegiste a Julio ni a Tenoch, pero aceptaste irte con ellos, caminar de puntitas por el pasillo de su hotel y cerrar con cuidado la puerta de su habitación. Julio se quedó fumando en el balcón para darles privacidad a su amigo y a ti, que se besaban tropezándose en la oscuridad. Tenías miedo, ya no había música retumbante que te hiciera distraerte de tus pensamientos, de la duda intermitente.

Tenoch se acostó bocarriba sobre el cobertor de su cama individual. Se desabrochó el pantalón y antes de que pudieras subir a la cama escuchaste un golpe en la puerta. ¿Escuchaste eso?, le preguntaste a Tenoch, que balbuceó que seguramente no era nadie. De todas formas te dirigiste a la puerta, al abrirla no había nada más que la soledad de ese pasillo polvoriento y a la distancia las puertas cerradas de las habitaciones donde huéspedes invisibles dormían profundamente. Ahora, más sobria que cuando llegaste, el lugar te parecía inquietante. La pintura de las paredes repletas de moscos y arañas empezaba a caerse. La luz era opaca, casi gris. Pensaste en tus amigas y en cuánto te hubiera gustado estar con ellas en ese preciso momento, riendo tumbadas en la misma cama mientras repasaban los acontecimientos de la noche. Cuando regresaste a la habitación —con pasos lentos que deseaban aletargar el momento— te encontraste con Tenoch, dormido como un niño pequeño, víctima de todo el alcohol que había tomado, quizás para impresionarte o por el placer que le causaba el ardor líquido en su garganta. Tenía la boca semiabierta, el pantalón aún desabrochado. En tu mente le diste las gracias a Dios.


Miras a tu alrededor, no sólo no sabes dónde estás, sino que te da la impresión de que no te están llevando a donde quedaron la noche anterior. El camino ha dejado de parecer un vacío, ahora hay algunos locales, casas, hostales, gente caminando por las banquetas rotas. No se parece a nada que hayas visto en tu viaje. Los amigos cantan mientras le dan tragos a sus cervezas, ahora tibias, y tú sólo piensas lo peor de lo peor. Imaginas a tus compañeros de la prepa respondiendo las llamadas de tus padres, arruinando el resto de sus vacaciones para explicarles que no sabían con quiénes estabas ni dónde, que tu celular no recibía mensajes. Imaginas a tus padres eligiendo una foto tuya, una en la que no pareces tú porque el fotógrafo retocó tus ojeras y blanqueó tu piel. Una gota de orina moja tu ropa interior en el momento en que el coche da una vuelta pronunciada. Sientes que tu vejiga arde al igual que tus riñones, tu hígado, tu estómago entero. Las palabras no logran salir de tu boca seca que quiere pedir ayuda, pero no sabe a quién. La temperatura del teléfono debe disminuir para poder utilizarlo. Sientes otra gota entre tus piernas, Julio y Tenoch manejan cada vez más rápido y piensas cada vez lo peor: la foto de ti vestida de blanco pegada en carteles por toda la costa; tus padres llorando, tu abuela muerta al enterarse. Y es entonces que, como si fuera un milagro, el auto se detiene un instante. ¿Todo bien atrás?, pregunta el Flaco con una sonrisa. Es la primera vez en todo este rato que te voltean a ver. Y ves a dos chicos que no rebasan los 20 años, que aún tienen cara de niño, que parecen salidos de la misma preparatoria católica que tú. Tus mejillas arden de la vergüenza de habértelos imaginado como dos asesinos esperando a que un cuerpo, el tuyo, terminara de hundirse en un lago podrido. Todo bien, les contestas, y tu cara se quema de pena contigo misma, con tus prejuicios mochos y tal vez clasistas que confundiste con instinto. La canción de los mariachis ha terminado y ahora una locutora da consejos de amor, del amar y el querer, de la vida sana en pareja. Tu celular vuelve a responder, pero sólo le queda un suspiro de batería. Te has distraído de la sed, pero el dolor de cabeza y el ardor en la vejiga permanecen, al igual que el camino que no parece llegar a ningún lado. Te sientes más tranquila, te aclaras la garganta y te acomodas en el asiento para, por primera vez, tener la iniciativa de decir algo, pedir que se detengan un momento, pero al hacerlo escuchas el clic inconfundible del seguro del coche. El auto acelera. En el instante en el que te das cuenta, tus piernas y el asiento trasero se han empapado de toda el agua y la cerveza retenida dentro de ti, y tu piel se eriza por la certeza de que los consejos de tu abuela fueron siempre premonitorios.