Carrusel / Cuentagotas / No. 233

Pájaros
Los escuché trinar con soberbia en su pecho una tarde de primavera. Se le enredaron las calandrias en el pelo; comenzó a hablarles somnolienta a las golondrinas. A veces me miraba aún coronada de aves, radiante, sin atisbo de la fragilidad del pasado. Cuando revoloteaba su pensamiento entre pesadillas, despertaba a la mitad de la tormenta de la habitación sólo para demandar un poco de franqueza. Antes de acostarnos a dormir me miraba con un odio secreto, especulativa, toda búho. Poco a poco me acostumbré al desastre natural de sus plumas durante el otoño, siempre a la espera de un rencor añejo, un reclamo ausente. Desde que los cuervos le sacaron los ojos comenzó a ignorarme. Se le subieron los pájaros a la cabeza. Los tordos de sus manos abandonaron el vuelo y de tan viejos se quedaron pardos, envueltos en cicatrices. Debido a la falta de amor propio, un concierto de canarios la acompañó en el autobús de vuelta a casa. El polvo ya no le escarchaba el cuerpo como antes. Y ahora que la mañana nos tiene de rehén y que las orquídeas obsequian su cadencia vuelve su abrazo gaviota a enjaularme con un café de lunes. Mientras que yo, celoso, posesivo, me descompongo entre las ojeras del sueño y bajo los colibríes de su espalda. No nos queda más que la luz matutina y la promesa del vuelo futuro. Pronto será tiempo de migrar al sur y yo con la mirada puesta en la ventana.