Carrusel / Heredades / No. 233

Rocío González: la fractura del instante
Sofía descompuso los relojes y se nos vino encima la eternidad,
con sus demonios y sus grillos y sus lágrimas gordas y toda su pereza.

Rocío González


¿La escritura no es acaso la obstinación del hombre por petrificar esta eterna caída del instante? ¿Y no es también un espejo accidentado de nuestros vicios? Las metáforas de la vida se escriben con el pulso irremediable de la sangre, con el tormento de los días. Ése es su verdadero color. Y es la poesía de Rocío González (Juchitán, Oaxaca, 1962 -Ciudad de México, 2019) una puñalada (no sin elegancia femenina) a los rutinarios días del hombre superfluo. En ella los vicios son las palabras que, como luciérnagas inquietas, juegan sobre el telar blanco de lo intempestivo.

¡Oler toda esa noche enorme como un océano!
Olerla en cada frágil nota de esa otra danza
voluptuosa y exacta de la selva.
Oler mi soledad silvestre
ante la luna abigarrada de sonidos.


¿Pero qué es lo que ha permanecido en las garras del tiempo? De Rocío González, dicen sus hermanas poetas, era su sonrisa una constante, otra forma de cautivar y de estar en la vida. Ella nació bajo el predominio del color rojo, durante el otoño de 1962. Fue un 21 de septiembre en esa otra ciudad de Oaxaca, Juchitán de Zaragoza, el lugar de las fiestas eternas. Su infancia transcurrió en Callejón Vino Jiménez, en una casa de muros anchos y una puerta de madera gruesa. En su jardín había columpios y ella jugaba. Desde muy joven se sintió atraída por la lectura y sus inclinaciones hacia la escritura fueron tejiéndose, quizá en parte por los designios del universo y la suma de adversidades que configuraron su visión del mundo. Entre ellas la muerte de su hermano Amadeo, cómplice íntimo en el quehacer de metáforas. Los sentimientos de soledad y desconcierto ante la vida acecharon en sus primeros versos. La literatura se convirtió en un hogar de consuelo y al mismo tiempo una entrada hacia al abismo. Paraíso de fisuras fue su primer poemario oficial publicado en 1992, en colaboración con otra de las grandes voces de Oaxaca, la poeta juchiteca Natalia Toledo.

No encuentro nada en esta superficie
sino surcos de tiempo sobrepuesto,
andamios y asideros ajenos.


La vida de la poeta me resulta como una vereda escabrosa hacia un jardín secreto. Trato de seguir el mapa fracturado de una de las poetas más sobresalientes de Oaxaca. Sus obras están desperdigadas en publicaciones locales ya inexistentes, revistas inconseguibles, ediciones limitadas. En mis manos tengo una publicación modesta que hizo el Instituto Oaxaqueño de las Culturas en 2004, titulada Pasiones tristes. Es una antología de las muchas en las que colaboró Rocío González: entre ellas, la selección de Juan Domingo Argüelles, Antología general de la poesía mexicana (Oceáno, 2014), Poesía en la facultad, seleccionada y prologada por Elsa Cross, Federico Patán, Eduardo Casar y Hernán Lavín Cerda (UNAM, 1992), Poesía orgánica, una compilación que realizó Rocío Cerón (Ediciones Urania/IPN, 2000), Cartografía I y II de la literatura oaxaqueña actual, publicada por la editorial Almadía en 2007 y 2012 respectivamente.

Poco a poco se comienza a entrever un rostro y una pasión. Una vida bifurcada entre el rigor académico y la entrega pasional de la creación. Alguna vez escuché la sentencia egoísta de la escritura: “O vives para ella en su totalidad o te dejas caer al primer balazo. Ella no acepta nada a medias”. Pero para la poeta las dos acepciones fueron un complemento. Rocío González migró a la Ciudad de México a estudiar Literatura en la Facutad de Filosofía y Letras de la UNAM. Realizó un doctorado en Literatura Latinoamericana y un posdoctorado en la misma casa de estudios, de la que recibió en 2003 el reconocimiento por su trayectoria académica, la medalla Alfonso Caso. Vivió en el viejo nombre de Distrito Federal, la ciudad de la locura, del hombre mecánico, de los días iguales. Dio clases y escribía. Nunca dejó de hacerlo. Cuando visitaba el vientre familiar, impartía talleres en la inolvidable Casa de la Cultura de Juchitán.

Sus poemas van apareciendo en diversos medios, como Ciclo literarioHojas de utopíaOjarascaRevista de la Universidad y Blanco Móvil, entre otros. En 1992 y 1996 obtuvo el apoyo del FONCA, y en 1998 el beneficio del FOESCA Oaxaca. La batalla entre la vida académica y la vida creativa.

De ella no conozco más que gestos, fragmentos, ausencias y el encuentro fulminante con una invasión maligna reclamando su cuerpo, fragmentando el lenguaje, violentándolo, disgregando el recuerdo, y ella, reconstruyéndose con la libertad que sólo la poesía pudo comprender. Neurología 211 (Trilce, 2013) es un retrato brutal sobre ese otro cuerpo llamado astrocitoma, esa “materia gris envuelta en rojo latiendo bajo la tensa piel que soy, que somos…”. Una extirpación también de toda regla comunicativa, estrecha y lánguida para transitar, no sin cierto vértigo, no sin cierta belleza, en la consciencia del sufrimiento y el horror. La locura y la desesperanza se mantienen fuera de toda regla gramatical.

En Las ocho casas (Premio Latinoamericano de Poesía Benemérito de las Américas 1998) y en Lunacero (Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa 2001) brotan los versos desde lo vivencial, desde lo íntimo. La voz lírica va descubriéndose en una red de imágenes que desgarran la memoria, las soledades y las ausencias. Las palabras que surgen de ella no son contemplación, sino hundimiento. El tono confesional lo es a medida que desea darle forma a una realidad que tiende a ser inaprehensible. De las entrañas se enciende la llama del entendimiento.

Mi hermano es el alfabeto y ha
     descifrado a la muerte.
En su lugar está la sombra de los
     árboles
en las calles de siempre.
Ellas me devoran, me encarnan
y son, a mi pesar, la incomprensible
     eternidad.


En Las ocho casas existe el eco fantasmal de su hermano Amadeo. A modo de epígrafe, cada puerta se abre con el conjuro de sus recuerdos: casas habitadas por la melancolía y la desesperanza que trazan el semblante de la misma poeta, los paisajes familiares de su vida.

Pero yo sólo veo estas paredes
desgajando su piel de cal y tiempo,
estas paredes grises que me enredan
con razones urgentes,
Quiero ponerles tinta.


Existe un eco minúsculo de pesimismo romántico, con sus rastros introspectivos. Pero Rocío busca una provocación, una explicación de su mundo a través de la poesía o, mejor dicho, construir poéticamente otra posibilidad de ser y habitarla. Su ensayo El lenguaje como resistencia (Praxis, 2008) es un recorrido por las ideas de los filósofos modernos y posmodernos, un atrevido texto crítico que despierta la pregunta: ¿para qué es mi vida? ¿Es posible gozar la experiencia estética en cada acto de nuestra cotidianidad? Rocío apuesta por lo “mántico de la poesía”, el goce verbal del neobarroco. Araceli Mancilla, hermana de poesía de Rocío González, afirma que:

“En este libro nos conduce de la mano de filósofos y pensadores de lo que se llama la posmodernidad, hacia los territorios que configuran el lenguaje literario y artístico, como un terreno de absoluta libertad, donde el sentido de la existencia, que parece perdido en nuestros días, encuentra un espacio de invención y vinculación, interna y externa, amplio y poderoso; donde el lenguaje que expresa el «extremo ardor» del instinto y del misterio de la vida es el lenguaje poético.


Rocío González exploró también un diálogo con el público infantil. En 2010 publicó León panza arriba, en cooperación con el IEPPO. En sus demás títulos, Azar que danza (Aldus, 2006), la plaqueta Ángeles en vilo (1993), Interiores del tiempo (Praxis/Fundación Guiée Xhúuba, 1995) y Vislumbre (Ediciones Arlequín, 1999), aparecen ciertas constantes, ciertas manías (ese resquebrajo): las palabras se resquebrajan, desarmando el significado común y convirtiéndolo en un artilugio del corazón, misterioso, oscuro, revelador. Rocío González indagó en los laberintos de esa casa que fue su memoria, en las habitaciones del dolor, para construir los cimientos de una lírica que dialoga consigo misma y, al mismo tiempo, confecciona lazos con el otro. Encuentros fatales, pero también necesarios. En ella encontró la llave del mundo: el amor y la esperanza.