Efectos colaterales / No. 233

Monumento
 
 

Sucede tras dos años de encierro. Entre alertas, notificaciones y lucecitas que me encandilan, no puedo mover las articulaciones ni despegarme de la cama, como si un inmenso bloque de concreto pesara sobre mí. No sé si es dolor, pero se parece al dolor. Considero si será un síntoma del virus. Pronto lo descarto, pues ya lo he contraído, ya estoy vacunado, y jamás había escuchado de algo así.

Mucha gente ha regresado a algo parecido a su vida anterior. Otros seguimos igual, sin avistamiento de cambio. En teoría no estoy solo en esto, pues comparto el departamento con Alberto. Llevo semanas sin verlo más de cinco minutos. Se queda en casa de su novia, donde al parecer la luz es mejor y no hay carencia de agua. Entre más cosas se lleva del departamento, más parece un lugar abandonado, del mismo modo en que yo, entre más tiempo paso encerrado, menos me puedo mover.

Estiro mi cuerpo hasta que escucho un chasquido. Soy capaz de levantarme por cuenta propia, me digo, obligarme a ello es posible. Luego de un esfuerzo inhumano, lo logro. Hacer la limpieza se ha vuelto como conciliar un sueño profundo: sucede poco y mal. Aviento la playera a la canasta de ropa sucia que se desborda. Moscas bailotean sobre la pila de trastes sucios. Preferiría no entrar a mi propio baño. En el refrigerador, una pechuga de pollo desarrolla una viscosidad blanquecina. Si alguien entrara, pensaría que ha culminado una fiesta de días. Hay eso en la ofuscación: un amontonamiento y la imposibilidad de separar la realidad entre el desorden que se amontona.

Al estar en el mismo lugar, a todas horas, realizando las mismas actividades, las cosas fuera de lugar se vuelven invisibles. Formas geométricas emergen a la superficie en rincones insospechados. Contenedores vacíos de la gente que trajo comida durante los días difíciles se ensamblan en torres verticales. Un frasco desborda corcholatas que no sé desde cuándo se acumulan. Plumas sin tinta se atropan en un bote. Cachivaches que ahora, contemplados desde la inoperancia, sobresalen. Lo que resulta inexplicable es que si me dieran una moneda por cada encendedor que he perdido ya tendría unos 37 pesos.

Fechas límite, correos, entregas. “Fabián, tienes el micrófono cerrado”, escucho por enésima vez. La redacción insulsa sobre sistemas me ocupa y me oprime. Un martes, otro martes, el mismo martes. Un mensaje del casero, sin duda sobre el pago atrasado de la renta, empieza con un: “Espero que estés bien”. Los descansos son una burla. Esos descansos insultantes en los que engullo quesadillas sin saborearlas, fumo sin sentir el efecto de la nicotina y miro fijamente los muros sucios, esas paredes ennegrecidas por la alta probabilidad que tiene un cuerpo encerrado de restregarse contra lo que sea.

Entonces, el sentimiento de fatiga regresa. Tecleo con torpeza. Mi antebrazo es un garrote y mi muñeca izquierda se vence sobre la letra “aaa”. Mis colegas, con la dignidad y el aspecto terso de quienes acostumbran a bañarse, afirman que soy callado. No puedo articular palabra alguna, mucho menos terminar una idea. Regurgito sonidos guturales, indescifrable vehículo comunicativo de un muerto viviente. Queda el anhelo del fin de la jornada, el viernes que no llega.

El jersey con el que mi padre solía jugar fútbol está tendido sobre una silla vieja. Me lo llevé cuando mi madre decidió que era tiempo de empezar a sacar cosas, a soltar. Siento algo en las rodillas, sobre la espalda, entre la columna vertebral. Varillas de acero que se erigen en mis adentros. Sin embargo, aún puedo caminar. No muy bien, no muy rápido, pero puedo. Necesito salir. En una de esas es cosa el encierro, me digo. Quizá la falta de sol, la falta de aire fresco.

El día es largo y se arrastra como yo arrastro mi pierna izquierda. Mis ojos buscan letras, naturalmente, aferrándose al lenguaje que se me escapa. Leo en una playera: “Yo sobreviví al desabasto de cerveza del 2020”. Yo también, pienso, y pienso en lo inconveniente que se ha vuelto mi colección de botellas vacías. Personas se apresuran por la calle, dan la impresión de que jamás pasamos por lo que pasamos. Parece que no hay de otra y me incorporo al cauce. Un encabezado en el puesto de periódicos: “Antropólogo: La vida no puede ser trabajar jornadas largas toda la semana e ir el sábado al supermercado”. No sé explicar lo que su lectura me hace sentir: es el tipo de sensación que se siente en la uretra. Compro el diario, y el del puesto extiende su puño hacia mi mano atrofiada.

Hace falta la noche, la oscuridad, para tener un pensamiento claro. Pero si antes apenas podía moverme, ahora estoy tieso. Anclado en la cama, tanteo mi piel y la siento reseca, juraría que incluso se torna grisácea. Pequeño elefante en la habitación vacía. Por más que abro la mano, se cierra como flor que se marchita. Menos mal que en momentos así tomaría mi teléfono para escribir mensajes precipitados que mi exnovia desde luego no respondería.

Escucho, creo escuchar, ruidos en la sala. Quizá sea Alberto. Si se acerca lo suficiente, tal vez escuchará mis balbuceos. Desfilan los sonidos del insomnio: motores, sirenas, primeros cláxones matutinos. La televisión escupe informes de una nueva variante. Afuera, por el recoveco que deja la cortina, observo un sauce triste que emprende el movimiento de las cosas holgadas. Siempre me ha gustado el nombre de ese árbol porque se parece a lo que representa, igual que la palabra yoghurt. Con la mirada fija, más allá de la ventana cubierta con polvo de construcción, penetro en ese territorio sin tiempo que crean las ausencias. Tiemblo. Un ojo abierto, el otro entrecerrado, la quijada estirada. Se vuelve a erguir mi pulgar, involuntario, y me recuerda a las plantas de frijol que sembrábamos en clase de Biología. Las horas hierven el aire y mi respiración se ralentiza, primero, y se precipita después.

Vendrá el amanecer, esa prueba. Pero ya no habrá dolor. No habrá nada. Mis huesos y articulaciones se petrificarán como uno de esos monumentos burdos que pasan desapercibidos. El monumento a las tijeras. El monumento al refresco. El monumento al perro callejero. Desearé haber configurado, en algún dispositivo, las funciones de accesibilidad para pedir ayuda y, sobre todo, desearé haberme dado cuenta, mucho antes, de que la necesitaba.