Efectos colaterales / No. 233

Una vida que se parece a otra vida
 
 

Un cuerpo que ya no se parece a mi cuerpo

Están arrumbados. Adentro de bolsas de tela, cuatro o cinco pantalones duermen ignorantes de si su letargo es temporal o si indica el fin de nuestro tiempo juntos. Con ellos, algunas blusas que aún me gustan. No me he atrevido a deshacerme de esa ropa a pesar de que lleva más de un año en el olvido. Y es que una parte de mí está convencida de que un día podría usarla de nuevo, y pienso que si ese día llega me arrepentiré de haberla exiliado de mi guardarropa.

No logro decidir qué hacer porque tomar una decisión significa también tomar una postura respecto a mi cuerpo. Y no quiero hacerlo. No todavía.

Mi cuerpo ha cambiado mucho desde aquel 12 de marzo de 2020 en que Gaby y yo fuimos al Centro en bicicleta desde la colonia Juárez para asistir a una función en el Teatro de la Ciudad. En este momento no aguantaría un traslado así, ni siquiera uno más corto, en bicicleta. Ahora incluso caminar distancias no tan largas me cansa y hace que los músculos de mis piernas palpiten, confundidos por el esfuerzo del movimiento.

Entre la oleada de artículos sobre amor propio, videos en redes sociales sobre cuerpos diversos, pero también la exposición constante a cuerpos curvilíneos, esculpidos y estéticamente aprobados por los parámetros hegemónicos, la extrañeza se apoderó de mi mirada frente al espejo hace ya más de un año. ¿Quién es ésa que veo ahí?, ¿de quién es el peso que cargo?, ¿de quién la carne que se expande e impide que cierre mi pantalón? No sé cómo describir la relación que tengo con mi cuerpo, ni si debo preguntarle a él o a mí qué necesito. Miro fotos de otras épocas de mi vida y evoco, nostálgica, mi complexión, la textura de mi piel y hasta la longitud de mi cabello.

El cuerpo con el que me levanto cada mañana ya no se parece al que reconocía como mío cuando comenzó la pandemia, al que me acompañó durante los primeros meses del encierro: un cuerpo que estaba reconectándose con el movimiento, pero también con el dolor, y que quizá por eso, eventualmente fue alcanzado por el letargo y se entregó sin resistencia a la inmovilidad.

Mientras decido qué hacer conmigo y con la ropa, recorro mi piel con los dedos. Siento los nuevos pliegues que conforman mi espalda, mi abdomen, mi cadera y mis piernas. Estrujo con suavidad los rollitos de mis costillas. Me regodeo en el uso de prendas amplias que no estrangulen mi carne; es como, pienso ahora, darle a un invitado un cuarto con un buen colchón, cobijas limpias y suaves, hacerle saber que es bienvenido y no condenarlo a la incomodidad de un sillón.

Mientras decido qué hacer, me descubro cohabitando con la persona en la que me he transformado, y descubro que con ella también puedo bailar, moverme, aprender cosas nuevas y recorrer caminos largos por primera vez. Una noche, después de una intensa actividad física, con las piernas agotadas, me abracé de pies a cabeza agradeciendo mi compañía y pensé que, en realidad, la ropa es lo de menos.


Reaprender la ciudad

En marzo de 2021 caminé por la Alameda de Santa María y vi, con dicha, que las jacarandas ya tenían flores. El sol bañaba las calles y en el aire se respiraba el anuncio de la primavera. En esa fecha, el parque seguía lleno de cintas amarillas que impedían el paso hacia el kiosco, las bancas y los pasillos donde suele reunirse la gente. Por el momento, sólo las personas sin hogar eran dueñas de aquella área y ocupaban sus bancas como puntos de encuentro y descanso, colándose más allá de esas cintas limítrofes que para quienes casi nada tienen, nada significaban. Mientras, la periferia era territorio de los corredores matutinos, los paseantes de perros y uno que otro grupo de padres con niños en bicicletas o triciclos.

Había pasado muchos meses sin prestar atención a la zona. El Salón París, que llevaba toda una vida en la esquina de Torres Bodet y Díaz Mirón, había cambiado su ubicación unos metros y, además, extendió sus dominios hacia el arroyo vehicular, como tantos otros negocios alrededor de la ciudad, que salieron de sus locales para ocupar el exterior en aras de la prevención del contagio que, se supone, otorga una mayor circulación del aire.

El negocio donde comprábamos choripanes cerró; en el local que ocupaba estuvo brevemente una farmacia, que tampoco resistió, y ahora abrió allí una estética. En la acera de enfrente llegaron una tienda de muebles de diseño y un salón/spa. Hay varios nuevos restaurantes y cafeterías que dan cuenta del encarecimiento de la zona, cada vez con más edificios nuevos y departamentos más caros disponibles para comprar y rentar.

En un par de ocasiones caminé hasta el metro San Cosme para recoger unas compras. La avenida estaba llena de tierra, polvo y máquinas que levantaban el piso y llenaban las horas con su estruendo. Con el paso de los meses, la obra tomó forma en la extinción del camellón que dividía el flujo de los autos a lo largo de la avenida y que permitía a los peatones hacer una pausa al cruzar de una acera a la otra. En su lugar colocaron jardineras que, por el momento, tienen flores, pero quién sabe si las tendrán dentro de poco tiempo. Además, ahora hay una ciclovía que recorre Insurgentes a lo largo de Santa María y también en Ribera de San Cosme: vías nuevas para acceder a una zona que me es tan familiar.

Como si no fuera suficiente, hace poco fui a casa de una amiga utilizando la línea de metrobús que inició sus funciones en algún punto de este par de años en la zona que cruza la alcaldía Venustiano Carranza. Me sorprendió lo directo que fue el trayecto y me sentí aliviada por no tener que subirme al metro. Sin embargo, en el camino me desconcertó descubrir el cambio de nombre de estaciones como México Tenochtitlan, cuya modificación se debió al renombramiento de la avenida en la que se encuentra, o Defensoría Pública. De pronto me hallé en incertidumbre ante la ciudad en la que he pasado toda mi vida, sin saber qué otros cambios se han efectuado, si eso modificaría mucho mis recorridos y cómo, e incluso desconociendo cuáles serán los tiempos de traslado.

Si esta urbe quimérica ya me parecía insondable, hoy me siento más ajena a ella que nunca. Es como si estuviera aprendiendo a moverme en ella por primera vez, pero con el miedo añadido que genera haber perdido la costumbre a las aglomeraciones dentro del gran gusano subterráneo que es nuestro metro, la posibilidad de un contagio y mi ansiedad generalizada ante el solo hecho de ser una mujer en las calles de este país después de habituarme a la seguridad que me daba no salir de mi hogar.

Estoy reaprendiendo a transitar por un paisaje que muta cada vez a mayor velocidad.


La vida que no

Seguido me pregunto si en alguna realidad alterna he salido a tomar cerveza, asistido a presentaciones de libros, ido a comer con mis amigas o viajado a la playa… o si acaso (¡qué mejor!) la yo de ese otro universo evitó la crisis mental que yo no pude. Pienso con más frecuencia de la que debería en la vida que no ocurrió porque las posibilidades se volvieron líquidas en nuestras manos, y sólo nos quedó mirar cómo se escurrían, perdiéndose para siempre.

A pesar de todo, somos obstinados. Insistimos en construir presas para darle forma y conducir el cauce de lo que vamos perdiendo, como para intentar retenerlo de alguna manera. Reestructuramos los días y confrontamos nuestra negación, convencidos de que la vida debe continuar.

No sé si tenga algo de patológica esta obsesión mía por lo perdido. Esta nostalgia permanente por las cosas que no ocurrieron y el tiempo que no se puede recuperar. Porque no se trata sólo del tiempo, de los planes que se disolvieron, de las experiencias que nunca pasaron, también es la conciencia del camino que seguimos avanzando sin la compañía de tantos otros. Es incredulidad ante el hecho de que la vida es muy corta y a ratos parece no tener mucho sentido. Y eso, fantasear con la vida que no fue se siente como limón en la herida existencial que se abre en mí al pensar en la fugacidad de todo, lo frágil de los planes, la finitud de las personas.

No obstante, a pesar del paso del tiempo y a pesar de todo, hay elementos que permanecen; guiños de las versiones pasadas de quienes fuimos. El mundo sigue cambiando, sí, pero esta vida no es tan distinta a la otra, a la de antes, si bien se volvió un poco más aséptica, más desconfiada y confusa, y por ratos, es cierto, más violenta.

Escuchando música con los auriculares puestos mientras avanzo en el metrobús, miro por la ventana y contemplo el dosel violeta creado por los árboles floreados de avenida Reforma. Son los colores, la luz de la tarde, algunos olores y sonidos y, ¿por qué no?, incluso la experiencia de sentarme en el transporte, las cosas que me anclan con este presente en proceso, con esta vida que se parece tanto a la otra.