Carrusel / No. 232

La buena suerte en la escritura


Un buen plato de pato a la naranja conlleva horas de trabajo
y la sabiduría de toda una tradición culinaria. Del mismo
modo, una carta, un cuento… esconden el intenso trabajo del
autor… Autores y autoras trajinados ante el papel como un
chef en la cocina: limpiamos la vianda de las ideas y la
sazonamos con un poco de pimienta retórica, sofreímos las
frases y las adornamos con tipografía variada.
Daniel Cassany, La cocina de la escritura


¿Qué es la buena suerte en la escritura? La respuesta, tan personal como extensa, se reduce a dos elementos: poder escribir y publicar maravillosas historias. Si nos remitimos al artificio de esta labor, cruzaremos nuestro camino con la musa de la literatura. Este ente imaginario, al encontrarnos vagando por la senda de la escritura, nos acompañará en nuestro proceso creativo, dotándonos de las palabras e ideas más hermosas que alguna vez pudiéramos imaginar.

¡Hemos encontrado el olimpo de la creación! Con su ayuda podremos concluir docenas, ¡qué digo!, centenares de textos, sin que el temor de la hoja en blanco se apodere de nosotros… ¿O no? Lo que con frecuencia pasamos por alto es que la musa sólo nos dotará de imaginación extra si nos ve trabajando, pues no es partidaria de ayudar a perezosos.

Es aquí cuando nos enfrentamos a la fría y dura realidad del arte de escribir sin ayuda mágica: es difícil. Y lo es porque nuestras ideas luchan por no ser escritas; la hoja en blanco brama por su libertad como caballo desbocado, las letras huyen despavoridas llevándose consigo los signos ortográficos, y las palabras brincan de renglón en renglón como gimnastas olímpicas para no ser publicadas.

Para Thomas Mann la diferencia de alguien que escribe por recreación, comparado con un escritor, es que para el segundo el texto se vuelve más difícil.

Y lo es porque, al concluir el impulso desbordado de escribir una historia, se debe corregir ese mismo texto por horas, días, semanas o incluso meses. Esta ardua revisión nos pide buscar la palabra adecuada, eliminar la repetición y encontrar su sonoridad. También es requisito dotar de vida a los personajes y contar una idea tomando en cuenta los límites de caracteres permitidos. En esta guerra la hoja en blanco se convierte en nuestra trinchera, y el principal enemigo a vencer es la corrección del texto.

Con todos estos elementos en contra, ¿de qué manera puede defenderse el escritor? O en un mejor escenario, ¿qué puede hacer para concluir su historia y no perecer entre las letras?

Si nos permitimos caminar por el largo sendero de la escritura, quizá descubramos, con la ayuda del gran mago Merlín, que la invocación de la suerte al momento de escribir puede provenir de algo tangible, como es en el caso de Juan Villoro, quien, como el rey Arturo y la poderosa Excálibur, se ayuda de un objeto para escribir:

Tengo la superstición de que si agito este llavero, de algún modo estas llaves abren la imaginación. En un libro de budismo zen supe que hay ciertos recursos de esta disciplina que hacen que al mantener agitadas las manos se libere el pensamiento. Es también lo que ocurre con el rosario, que los dominicos convirtieron en un método de oración y de meditación, como el famoso kombolói que se utiliza en Turquía y en Grecia… Tener ocupadas las manos me hace pensar que de alguna manera se abren puertas imaginarias. He colocado pequeñitas llaves de esas que se utilizan en los candados de las maletas, algunas moneditas… Cosas que me ayudan al tacto, y por supuesto, mi viejo escudo del Necaxa, que está partido como mi propio corazón, por las tribulaciones a las que nos ha sometido ese equipo. Creo que todo lo que hago deriva de alguna manera de este llavero. En una ocasión lo dejé sobre una mesa y mi hija Inés, que entonces tenía unos seis años, lo tomó y dijo: ¡He heredado el negocio de la familia! En efecto, el único negocio que yo puedo tener es este llavero y las historias que de él derivan.
La idea del amuleto como mecanismo para atraer la buena suerte nos ayuda a conciliar el sueño. Nos protege ante los designios externos que no podemos controlar. Nos guía y trae calor. Para Juan Villoro, las llaves no sólo abren puertas físicas, sino también la puerta de la imaginación y, quizá aún más importante, la puerta del alma.

Escribir resulta más sencillo si nos sentimos protegidos por una fuerza especial que nos alienta a seguir adelante. Y no se trata de ser pacientes, esperando obtener los milagros de la musa una vez que nos dé un zape, sino de atraer la buena suerte en la escritura con nuestros amuletos de confianza.

Aunque claro está, lo anterior es una alusión al trabajo duro y constante. Nada de caminos fáciles, ni solicitudes especiales de peras al olmo. Al final todo se reduce a una buena dosis de escritura continua.

Es por ello que Villoro, por ejemplo, cree en la rutina como el tren que nos conducirá a la estación de la disciplina:

Suelo trabajar en un horario como empleado de banco. Empezando ocho y media de la mañana y terminando como a las dos de la tarde. Solo entonces siento, como diría García Márquez, que ya me gané el almuerzo.
La suerte por sí sola no es nada, si no viene acompañada del trabajo duro y constante. Y si no hay nada que escribir, es porque el escritor se ha convertido en la peor pesadilla de Fausto: tener enfrente al diablo y no tener nada que pedirle. La muerte de un escritor, ya sea por la falta de interés, historias que contar o ausencia de rigor, es la muerte de la creatividad.

Y sin embargo, la suerte sigue volando sobre nuestras cabezas. Nos vigila desde lo alto de nuestros pensamientos, con una sonrisa burlona que no podemos ver. Y se ríe porque el ser humano es terco en sus decisiones. Con frecuencia apuesta todo (quizá demasiado) a una idea con la esperanza de ser persignado por la suerte, tal como hizo Gabriel García Márquez:

Cien años de soledad la escribí yo en México desde 1965 a 1967. Fue una época estupenda. Es decir, era una época que no era fácil, porque no teníamos dinero. […] Recuerdo que a mitad de camino el dueño de la casa llamó a Mercedes:
—Señora, ustedes deben tres meses de casa.
Mercedes tapó el teléfono y dijo:
—¿Cuánto tiempo te falta para terminar el libro?
Y yo le dije “como seis meses”… Entonces ella le dijo:
—Mire, señor, no sólo le debemos tres meses, sino que le vamos a deber seis más.
Y el titular respondió:
—¿Dentro de nueve me pagan todo?
—Sí, todo.
—Si usted me da su palabra, yo no tengo ningún inconveniente en esperarla.
—Palabra de honor.
¿Y tú sabes que a los nueve meses le pagamos todo? No por Cien años de soledad, sino [por]que me puse a trabajar en publicidad…
Presión y tiempo. Con ello la arena se convierte en piedra, luego en montañas. Y el ser humano, con estos elementos a su alcance, puede hacer cualquier cosa que se proponga, pero no podemos creer que seremos recompensados automáticamente por la buena suerte después de terminar un manuscrito de 700 cuartillas. Quizá lo único que puede salvarnos es seguir haciendo nuestro trabajo lo más diligentemente posible. Sólo así, quizá la suerte nos respete un poco al presenciar una osadía tan genuina; ver en nosotros una determinación impulsada por la terquedad de concluir una historia, una novela, un cuento, un ensayo, sin importar su extensión. Terminar un texto es lo único que importa, pues sólo así existe, vive y respira en nuestra realidad. Pero, sobre todo, puede ser leído.

Aunque si a nosotros no nos interesa escribir, a la suerte menos. Al final lo único que puede defendernos ante los designios del azar es lo que hacemos, sin olvidar, por supuesto, que hay diversos elementos que entran en juego sin importar qué tan bueno sea nuestro trabajo, elementos que se mantienen lejos de la manipulación del escritor. Después de todo la suerte no tiene por qué bendecir a nadie, ni se encuentra latente esperando nuestro próximo movimiento literario.

En un mundo ideal sería estupendo poder controlar el resultado final. ¡Imagina las posibilidades de formar parte del equipo dinamita de la buena suerte! ¡Todos seríamos ganadores!... Pero las leyes de la naturaleza no funcionan así. Y la vida tampoco. No todo lo que se escribe es bueno, ni todos los textos del mundo merecen los designios de la buena suerte.

Sin embargo, a veces la suerte nos observa sin que nos demos cuenta, lista para relucir ante nosotros en su mejor presentación: la casualidad.

En la década de 1970 Stephen King había concluido sus estudios universitarios, impartía clases de escritura creativa en secundaria, trabajaba en una lavandería, estaba casado con la bibliotecaria Tabitha Jane y vivían con su primer hijo en un remolque. A su sueldo de profesor y obrero, se sumaba la paga por las historias que lograba publicar en diversas revistas para caballeros. Decidido a convertirse en escritor, abandonó los relatos breves y comenzó a escribir diversas novelas.

Carrie, la protagonista con poderes psíquicos de la novela homónima, incomprendida socialmente, y educada con rigor bajo la mano psicótica y católica de su madre, resultó ser del poco interés de King, pues al no verle un futuro prometedor la tiró a la basura. Aquí, querido lector, es donde debes poner especial atención (y más si eres fanático de Stephen King) ya que es en este punto donde entra la casualidad, disfraz que la buena suerte a veces usa para despistarnos.

Tabitha, al ver el trabajo de su esposo en la basura, lo recogió, pues le llamó la atención que aquel manuscrito tan grueso estuviera listo para ser desechado:

Lo tiró a la basura. Tiró a la basura la primera parte. Yo estaba sacando la basura, lo recogí, y vi que tenía muchas páginas, así que lo leí.
Como fue de su agrado lo que estaba leyendo, Tabitha obligó a su esposo a terminar la historia, al mismo tiempo que le ofreció su apoyo y asesoramiento en investigación; de esta manera King pudo obtener la información y el impulso apropiado para aliviar el vacío que representaban las inquietudes y nuevas experiencias de una adolescente.

Con este cúmulo de información logró concluir el manuscrito de 200 cuartillas y, con el título definido, King lo envío al editor Bill Thompson:

Era Carrie, la novela, y pensé, esto tiene posibilidades, podríamos hacer algo con esto y le dije: odio tener que pedírtelo, pero si lo reescribes, podría publicarlo. Estoy dispuesto a apostarlo todo por el [libro].
La suerte estaba echada: el trabajo concluido, la historia terminada. Una vez que se ha puesto el punto final y enviado el manuscrito, nada se puede hacer ya. ¿O sí? Aunque no lo sepamos, a veces nosotros tenemos el poder de influir en nuestra propia suerte. Y lo hacemos cuando creemos en nosotros. De lo contrario la suerte no sólo está echada, sino perdida. Si hemos hecho todo a la perfección, la suerte, con una mirada indulgente, estará próxima a visitarnos, pero al ser muy pilla, nos asustará primero antes de dejarse atrapar:

Un día estaba en la sala de profesores y dijeron por el megáfono: señor King, por favor venga al despacho. Tiene una llamada de su esposa. Yo salí corriendo con el corazón a 100 por hora, pensando, pueden ser dos cosas: o le pasa algo malo al bebé, o he vendido el libro. Había recibido un telegrama de Bill Thompson. Había tenido que enviar un telegrama porque no podía llamar. No teníamos teléfono. Y el telegrama decía: Carrie oficialmente libro de Doubleday. El futuro se abre, con cariño Bill Thompson. Y la portada decía: 2 500 dólares. 2 500 dólares estaba muy bien. Para nosotros era una fortuna.
La suerte, por su propia naturaleza, es incierta. Y eso la hace especial. Pero al final, como hemos visto en estos tres casos literarios, la buena suerte tiene sólo una condición que el ser humano sobre la Tierra debe cumplir si desea ser escuchado: nunca hay que dejar nada a la suerte.

Nada en la vida es seguro. En ella se albergan pocas oportunidades, pero por fortuna, también muchas posibilidades. Si uno se da por vencido, sin siquiera intentarlo, no sólo estaría fracasando antes de conocer sus posibilidades, también estaría negando la oportunidad de ser tocado por la buena suerte.

Por ello, escribir es uno de los azares más hermosos del mundo. Escritores que no tuvieron reconocimiento en vida ahora se han convertido en clásicos, cuyos textos albergan un contenido que trasciende el idioma, las generaciones y adaptaciones, logrando consolidarse como referentes para nuevos lectores y creadores. Pero escribir para aspirar a la inmortalidad gracias a la suerte es un sinsentido.

Por el momento bastará con dedicar tiempo a nuestras ideas. Tiempo para leer y escribir. Tiempo en el cual debemos hacer un correcto balance con nuestras responsabilidades, el nacimiento de un bebé, un cumpleaños, nuestras ideas. Ideas que se desarrollan con seriedad en una habitación silenciosa (o con música, aquí la elección es toda tuya).

En este espacio el escritor deberá trabajar con efectividad y, sin tregua ni perdón, debe seguir escribiendo una vez que haya aceptado que el trabajo de contar historias es solitario, tenebroso y abrasivo, pues nada es seguro en este largo camino, apenas iluminado por la persistencia y la dedicación de hacerlo cada día del año.

Con tantas complicaciones en contra, lo único que no se puede hacer es rendirse. De lo contrario nunca sabremos cuándo nuestras llaves, nuestra terquedad o la casualidad estén por hacernos conocer a la buena suerte, quien con un dejo de importancia se apiadará de nosotros por todo el trabajo que hemos hecho, por cada texto terminado, por cada palabra escrita, por cada idea que sólo nosotros podemos tener y que, por ende, no tiene precio.

¡Pero debemos tener cuidado! La verdad más evidente resulta ser un enigma sin respuesta ante los ojos de cualquiera, pues no podemos olvidar la existencia de la mala suerte; este ente solitario vaga por el mundo sin un hogar, compañía o misión, teniendo como único propósito atrapar en sus fauces a los seres humanos. ¿Cómo elige a sus víctimas? Nadie lo sabe. ¿Existe acaso una manera eficaz para salvarse de la mala suerte? Tal vez sí, todo es posible en este mundo. Lo único que debemos hacer es… Un momento, querido lector, desafortunadamente éstas ya son palabras para otro ensayo.