Suerte / No. 232

Dos pájaros de un piedrazo
 
 

Yo no fumo piedra. Siempre que la fumo me trae mala suerte. Apenas la semana pasada me volteó la mejor racha que nunca había tenido jugando a los dados. Mi catrín salió como cinco veces seguidas. Ésa es mi figura favorita; así apodaban a mi abuelo Joaquín. Obviamente no por la vestimenta, sino por el peinado, el bigotito y porque siempre traía su cigarro. Cuando le apuesto al catrín es casi como una ofrenda; a cambio, el viejo debería mandarme algo de suerte, ¿no? Siempre le pongo al menos un pesito en cada tirada porque si no le pongo nada y sale, me da coraje.

Ya había ganado unos 400 baros. Iba con el Dani, que también salió ganando, y ya ven que él sí es bien piedroso, pues de ahí lo primero que hizo fue ir a conectar. Yo también podía darme un lujito con las ganancias, ¿no? Lo acompañé, nos fumamos una piedra y, ya puestos, quisimos regresar a seguir jugando. El señor de las apuestas nos vio venir desde lejos con mirada sañosa; se pone de mal humor siempre que alguien se va ganándole mucho. Confiado por la racha anterior, le puse fuerte desde la primera vuelta. Apenas la colocamos, el don se apuró a agitar el cubilete y azotarlo contra la mesa. Revisaba lo que salía, recogía el dinero, pagaba y comenzaba la siguiente tirada con prisa; ni siquiera hablaba. No me daba tiempo de pensar las apuestas, tenía que apurarme a poner las monedas casi donde cayeran. De pronto parecía que el catrín se hubiera borrado de los dados. El ritmo de las tiradas y el efecto de la piedra no me dejaban hacer cálculos. No me di cuenta de cuándo se vaciaron mis bolsillos hasta que ya no encontré nada en ellos. Terminé perdiendo lo que había ganado y más, no me quedó ni para el metro.

Lo que te da mala suerte en el juego por lógica debería darte buena suerte en el amor, ¿no? Pues tampoco, cabrones. Con mi ex valió madres porque en una fiesta el pinche Héctor me convenció de acompañarlo a conectar piedra como a las dos de la mañana y cuando regresamos, como a las cuatro, la encontré besándose con otro güey. La muy hipócrita no quería que saliera a esas horas ni que la dejara sola porque casi no conocía a nadie. Y, encima, todo el mundo se puso contra mí porque, cuando le metí sus vergazos a ese pendejo, ella se puso a gritar y despertó a los vecinos. Ellos se asustaron con la sangre y querían llamar a la policía, y para tranquilizarlos, entre varios me agarraron y me sacaron de la fiesta. ¿No les digo? Para contrarrestar la mala suerte que me trae la piedra, yo creo que tendría que fumármela en una pipa hecha con el cuarzo de mi collar. Aunque no lo haría; capaz que gana la piedra y es ella la que anula el poder de mi mejor amuleto.

Sólo por pendejo he necesitado tantas comprobaciones para aprender la lección. Desde la primera vez que probé la piedra, cuando estaba en el bacho, tuve una señal divina de que no me iba a traer nada bueno. Y eso que andaba de suerte. Ese día había ganado tanto en el conquián, que terminé con unas torres de monedas como las de los microbuseros. Para festejarlo armé un 50 de mota, que en ese tiempo alcanzaba para toda la semana, y mi primera piedra. Aún no sabía preparar una botella ni una lata para fumarla, y si le pedía ayuda a alguien con más callo, le iba a tener que dar al menos la mitad de mi dulce. Tuve que convencer al díler de que también me vendiera su gotero de repuesto. Al principio no quería porque si algo le pasaba al otro y no tenía un sustituto a la mano, se pondría histérico, pero al final aceptó por ser mi primera vez, mi iniciación.

Me senté en la barda donde quemábamos y acomodé sólo un cachito de la piedra en el gotero; quería empezar leve con esa madre. Aunque todo fue muy rápido, recuerdo el momento como en cámara lenta. Prendí el encendedor y lo acerqué despacio al gotero, tenía los ojos fijos en la flama con la misma fascinación que deben sentir las polillas que se chamuscan en las lámparas. La calenté atento a cómo cambiaba de color poco a poco hasta que se puso negra y empezó a tronar. Cuando le di el jalón, sentí una corriente eléctrica que recorrió todo mi cuerpo, y justo en el instante en que llegó a mi cerebro y estalló ahí, vi una llama encenderse a lo lejos en la fachada del edificio de la dirección. Por un momento pensé que era una proyección de mi mente. Nadie más a mi alrededor lo había visto. Yo escuchaba a los demás grifos que seguían divagando como si nada, sin estar seguro de si el fuego era real o parte de mi viaje hasta que me convencí de que el edificio se estaba quemando de verdad. Entonces me paré y les grité que voltearan a ver sin decirles qué, por si acaso ellos no veían nada. Al principio, su reacción de sorpresa y de susto me tranquilizó porque me comprobó que no estaba alucinando. Un pendejo fue el que me asustó de nuevo porque se puso a gritar que iba a venir el ejército y salió corriendo. Si de puro fumar esa mierda me agarra una pinche paranoia por nada, imagínense con eso. Pensé que nos iban a basculear y que me iba a cargar la chingada. Me alejé un poco de donde estaban todos amontonados viendo qué pasaba, metí la piedra en el gotero y lo escondí en una grieta de la barda cuidando que nadie me viera. El guato de mota lo entucé en unos arbustos más adelante. Así, ya limpio por cualquier cosa, me apuré a salir de la escuela. Sólo cuando ya estaba en el camión sentí un dolor en los labios y me di cuenta de que me los había quemado.

¡Cuál ejército!, ni siquiera la policía llegó. Lo que pasó fue que habían tomado el bacho unos estudiantes. En la noche salió la noticia en la tele con las clásicas imágenes de los encapuchados gritando y haciendo desmadre: se puso más loco que de costumbre, hubo bombas molotov y toda la cosa, pero fuera de eso había sido un paro como cualquier otro. Con mi mota y mi piedra me hubiera pasado a toda madre los días sin clases, pero así estaba que me llevaba la verga. No sabía si iba a poder recuperarlas. Esos paros a veces se extendían semanas y alguien podría encontrarlas. Al tercer día me decidí y fui a darme una vuelta al bacho.

En la reja de la escuela estaban dos encapuchados haciendo guardia. Me acerqué, les hice la plática y después de un rato les pedí que me dejaran pasar. Entonces me di cuenta de que me veían con desconfianza. Les invito un toque, les dije para convencerlos, pero se veían nerviosones, me hicieron unas preguntas bien raras. Creo que pensaban que venía para espiarlos o algo parecido. Hasta saqué mi credencial para que vieran que era estudiante. Eso pareció tranquilizarlos, pero al ver el año de mi generación volvieron a dudar. Por suerte, cuando pensaba que tendría que saltarme la reja del otro lado del plantel, llegaron otros encapuchados a relevarlos en la guardia y uno de ellos me saludó al verme. No lo reconocí hasta que se descubrió la cara, que traía envuelta en una camiseta negra. ¡Casi me echo a reír! Entre los encapuchados que salían en las noticias haciendo un desmadre, gritando, rayando las paredes, rompiendo cosas estaba, sonriente como siempre, Miguel, un compañero de clases de los más ñoños, de esos que participan, que sacan diez, que son amigos de los profes. Imagínense que un día estuvieran viendo la noticia de un secuestro y, cuando los policías ya tienen agarrado al delincuente y le quitan el pasamontañas frente a las cámaras, descubrieran la cara del güey más tranquilo que conozcan. Así de extraño fue. Me preguntó si quería quedarme a la asamblea que iban a tener en un rato. Le dije que sí, que me interesaba mucho, y por fin me abrieron.

Ya adentro de la escuela, me fui directo a los arbustos donde encontré mi guato bien envuelto, a salvo de las ardillas y de las ratas. Los dos encapuchados no se olvidaron del toque que les había prometido y me siguieron. Tuve que mocharme. Fumamos sentados en la mera explanada, como un acto político, decían ellos. Ahora que ya me tenían confianza, no paraban de hablar. Seguían haciéndome preguntas, pero sólo como preámbulo para soltar sus propios rollos. Yo les decía dónde vivía, en qué trabajaba, qué comía, y para ellos todo estaba conectado y era parte del “pinche sistema”. De pronto, mi generación ya no era motivo de desconfianza, sino ejemplo de cómo ese sistema estaba diseñado para filtrar las clases sociales y dejar relegados a los güeyes como nosotros. La verdad, me di un buen viaje escuchándolos. Tanto que al final perdí el hilo de la conversación y no supe en qué momento se convirtió en una discusión entre ellos dos. Cuando matamos el toque se fueron a la asamblea que ya había empezado. Les dije que yo los alcanzaba después porque tenía que ir al baño. En cuanto los perdí de vista, me dirigí a la barda y di gracias por hallar intacto mi anhelado gotero.

Hubiera podido guardármelo e irme ya sin problemas, pero no: me di un jalón y la desgraciada piedra me dejó ahí sentado como pendejo viendo el cielo. Se sentía raro estar en la escuela vacía. Se escuchaban hasta los pajaritos que en días de clases parecían mudos en medio del escándalo habitual. Quería disfrutar ese ambiente un poco más y prendí un cigarro. Ahora que no había vigilancia era el mejor momento para fumarme tranquilamente mi piedra, así que le di otros jalones, más por aprovechar la ocasión que por engolosinamiento. Iba en el tercero o en el cuarto cuando escuché una explosión que me hizo pararme de un salto. ¡Puta madre! ¡No puedo quemar un poco de piedra sin que se queme la escuela!, pensé. Esta vez no iba a dejar nada, me guardé bien mi gotero y mi mota antes de irme.

A los pocos pasos empecé a escuchar gritos que venían de la explanada. Me acerqué con cuidado y desde lejos vi que se había armado una putiza campal. Unos traían palos, otros aventaban botellas y petardos. Más de cerca distinguí los jerseys del colegio: ¡eran los porros contra los encapuchados! Lástima que los celulares de antes no tenían cámara, y de todos modos yo ni tenía uno para haberlos grabado, porque eso fue épico. Hasta el susto se me pasó de imaginar lo bueno que hubiera sido tener un palco desde donde mirar y poder apostar por unos o por otros, y de la risa que me dio escuchar a los porros gritando: ¡Abran la escuela! ¡Déjennos tomar nuestras clases! ¡Queremos estudiar! Yo ni la debía ni la temía, así que pensé en irme y dejarlos con sus broncas. Los rodeé pegado a una barda lo más alejado que pude, avanzando despacio, y ya que estuve cerca de la salida, me eché a correr. A los pocos metros de haberla cruzado sentí un pinche piedrazo en la espalda. Volteé y vi a un porro flaquito con los ojos rojos y sonrisa de duende que amagaba con aventarme otra piedra. Me la lanzó directo a la cara; apenas alcancé a esquivarla. Entonces me calenté y me regresé a encararlo. El güey me estaba gritando algo que no entendí cuando lo callé de un putazo en la boca y un rodillazo en el estómago. Lo tumbé en corto y ya en el piso lo agarré a patadas. Me ensañé. Se me nubló la vista dándole un golpe tras otro hasta que alguien me arrancó de un jalón. Nada más sentí que me torcieron el brazo y ya no podía moverme. Eran unos puercos. No supe ni cuándo llegaron, de repente ya estaban ahí, en medio de los madrazos.

Me arrastraron hasta la otra calle donde había varias patrullas estacionadas. Me catearon y me encontraron la mota y el gotero con lo que quedaba de la piedra. ¿Ven? Cuando la dejé no pasó nada, y ahora que la traía encima atrajo a estos culeros como un imán. Ándale, me dijo el poli, ¿no que muy estudioso? Cuando vio mi credencial dijo que yo era un fósil y que, si en verdad me interesara la sociedad, ya estaría en la universidad, no de vándalo y drogadicto. Intenté explicarle que yo estaba ahí por casualidad y que sólo me estaba defendiendo, pero ya saben cómo es tratar de razonar con un puerco. Me treparon y ya.

Fue la primera vez que pasé la noche en un MP. Compartí la celda con varios de los encapuchados. Sólo al verlos me di cuenta de que no estaba ahí por la droga ni por la madriza que le di al morro, sino porque me habían confundido con uno de ellos. Los que me habían visto en la pelea me felicitaban por haberme enfrentado a la represión y no sé qué tanto. Los güeyes se aventaban unos discursos como si estuvieran en un congreso y no en el pinche bote. Yo nada más les daba el avión porque eran más que yo, pero tenía ganas de mentarles la madre por el pedo en que me había metido por su culpa.

Nos soltaron al día siguiente, pero el verdadero problema fue en el bacho: me expulsaron a mí, a tres de los encapuchados y a algunos de los porros, dizque por actos violentos. Ya se imaginarán el desmadre que armaron en mi casa. Me querían correr, apenas logré que me dieran un mes de plazo para conseguir un trabajo, irme a vivir a otro lado y dejar de ser un zángano. Como bien dicen, uno no aprecia lo que tiene hasta que lo pierde: después de unos días empecé a extrañar la escuela y decidí visitarla para ver a la banda, conectar y jugar conquián. En la explanada se me acercó un morro con un bote para pedirme dinero, ya lo había esquivado cuando escuché que querían juntar para un abogado que defendiera a los compañeros expulsados. ¿Cuáles expulsados?, me regresé a preguntarle, y vi la respuesta antes de que me contestara. Por todos lados había mantas con mi nombre y los de los tres encapuchados. Decían que habíamos sido presos políticos, acusaban al director de habernos mandado golpear y exigían que nos devolvieran nuestro lugar en el colegio. Le dije al del bote que yo era Tonatiuh y fue como si le hubiera dicho que era la reencarnación del Che. Me abrazó, me palmeó, casi casi me la chupa ahí en frente de todos. Me llevó a un cubículo donde algunos de mis compañeros de celda y otros güeyes ahí reunidos me recibieron con el mismo entusiasmo. De pronto ya no era ningún zángano, sino un héroe, un pinche mártir de la lucha estudiantil.

Me explicaron que aquel día habían tomado la escuela como protesta por el asesinato de no sé quién y que planeaban volver a tomarla por nuestro caso. A mí no me cuadraba su lógica, según ellos, nos habían expulsado injustamente por protestar y querían que nos volvieran a aceptar protestando más, pero me les uní por si acaso pegaba. Aunque no duré mucho jugándole al activista, era muy pesado, peor que la escuela. Descubrí que los encapuchados no eran huevones que nada más hacían paros para no tener clases, como creíamos todos los demás. Se la pasaban haciendo asambleas que duraban horas y horas, más aburridas que cualquier pinche clase, y yendo a marchas larguísimas bajo el sol o la lluvia. Luego querían ponerme a volantear o a hacer otras tareas que ni siquiera estaban relacionadas con lo de la expulsión. Lo único que acepté fue atender la cooperativa, como le decían al puesto de dulces que tenían en la escuela. Con gusto me pasaba todo el día ahí: podía agarrar todos los cigarros, paletas o golosinas que se me antojaran y no faltaba cambio para el conquián, pero luego se dieron cuenta de que me estaba clavando parte de la lana y me quitaron. Poco a poco me distancié de ellos hasta que me alejé por completo. Ni siquiera supe si contrataron al abogado o no.

De todos modos, estudiar no era lo mío. Pero ¿quién sabe?, a lo mejor, si no hubiera tenido esa mala racha, ahorita ya sería todo un licenciado. Puta piedra.