Suerte / No. 232

Suerte
 
 
No creo en la suerte. Mi padre me enseñó a creer en la razón numérica, en la probabilidad más que en el azar, en la constancia y persistencia más que en el favor divino. De la sucesión de puntos contiguos a la impecable línea, de la línea al cuadrado y luego al cubo y, finalmente, a la esfera. Me enseñó que si uno se gana la lotería es porque tiene habitualmente un boleto en el bolsillo, y si conoce un poema de corazón es porque lo ha repetido incansables veces o porque un padre bueno lo ha leído a su hija todas las noches antes de dormir.

Me enseñó también que la probabilidad se traduce en hábitos y que éstos, una vez adquiridos, son difíciles de borrar. Pero no hay maniqueísmos, cada quién escoge los hábitos o manías que mejor le parezcan. Si uno elige la infidelidad o la santidad, la lleva siempre a cuestas, a menos de que un suceso seco y serpenteante sacuda su vida. Y aun así, a veces permanece igual. ¿Cuándo, en qué momento anida el hábito tan dentro de alguien? ¿Es hábito o personalidad? ¿Es conducta aprendida o forma deliberada?

A los 12 o 13 años mi padre me dio una libreta para escribir. Él escribió las primeras líneas y me pidió que continuara con ellas. Poco importan las palabras escritas, abrió ese espacio en blanco para mí. El acompañamiento entonces fue más independiente, casi como si buscara decirme en voz baja: ahora haz tu camino. Las noches y días de poesía a dos voces quedaron atrás. Luego vino el cine, los momentos de comprar palomitas y reír. Y ahora comprendo mi gusto por la poesía en voz alta, la exploración a través de la escritura y la experiencia cinematográfica. Ésas fueron sus tres constantes para mí. ¿Acaso fue suerte o destino que sea su hija o simple biología? ¿Somos extensión de nuestros padres o resultado de ellos?

No creo en la suerte por mi padre, pero como no soy huérfana de madre a veces sí creo en la suerte. A la razón numérica, geométrica, se le contrapone una razón intuitiva y sensible. Mi madre me dio ojos para ver la suerte de los momentos sencillos, aquéllos donde una conversación entre madre e hija conjura un nuevo lenguaje compartido. Su voz ha sido mi constante. Me dio ojos también para ver la suerte de la compañía, su mano, siempre su mano lánguida, imperceptible sobre mi espalda. Y ojos para ver a los otros, en una suerte de búsqueda por el propio autoconocimiento.

Y con esos ojos que me dio veo la caída del sol sobre los cerros y su reflejo en el agua. Y durante un minuto o poco más de un minuto, mis sentidos se hicieron presentes a los sonidos del entorno. Durante tal vez un minuto, mis oídos prestaron atención al graznido de los patos y ese solo sonido se aisló de todo lo demás.