Suerte / No. 232

Posibilidades de Teresa
 
 
Teresa nació una madrugada no distinta a ninguna otra, dentro de una gama de eventos a los que no podríamos llamar sobresalientes. Lo interesante es que, desde su más tierna infancia, había contemplado hechos a los que sí podríamos conferirles una naturaleza irracional.

En una ocasión, durante su primer año de vida, Teresa vio con fascinación cómo un sapo fétido ponía un huevecillo deforme cerca de una alcantarilla, pero a su edad pocos balbuceos tienen sentido para los oídos adultos. No obstante, un mes después, no sólo ella, sino todo el vecindario contempló el nacimiento de una criatura terrible, producto de aquel huevo infernal, cuya parte superior era la de un gallo adulto y la inferior la de una serpiente. Los más ancianos, quienes ya habían tanteado por experiencia las aberraciones que podía traer consigo la vida, afirmaron que se trataba de un basilisco, monstruo que, sin lugar a dudas, devoraría a todos los infantes de cuna al primer descuido de sus madres, ávido de sus suaves molleras. Ante esta explicación, el barrio entero acordó la única salida obvia: apresurar sin remordimiento alguno la muerte de aquella infamia.

Otros incidentes igual de inquietantes ocurrieron en el transcurso de la niñez de Teresa, y ella simplemente los observaba impávida mientras los desacreditaban uno a uno, apenas pronunciando palabra, hasta que ni ella misma tomaba en serio sus visiones. Pese al semblante gris que adquirían sus padres al escuchar los enigmas que hallaba en el mundo, había algunas historias que no dejaba en el olvido por su increíble gracia. Tal era el caso de las bromas que confabulaba el duendecillo que vivía en la maceta de su vecina. Este ser, digno de su lugar en el terreno de la fantasía, podía maquinar un sinfín de travesuras para mantener histérica a la pobre mujer de enfrente. Una de esas ocurrencias consistía en esconder las llaves por la mañana, y así lograr que todo se convirtiera en caos dentro de esa casa: el padre gritando porque se hacía tarde, los niños yendo de un lado a otro buscándolas, la vecina sin poder creer el número de copias que podían desaparecer. Más tarde, eran devueltas en lugares recónditos y la familia entera pasaba semanas encontrándolas dentro de sus zapatos o sobre el cojín del gato. Culpándose unos a otros, se decían sus peores fallas: la falta de memoria de la madre, la torpeza de sus hijos para atinar a encontrarlas y el malhumorado carácter de su esposo.

Otra anécdota que no había pasado inadvertida a sus ojos fue el momento en que la señora dedicada al cuidado de un gran número de perros platicaba con uno en particular y éste le respondió con frases humanas, tal como lo haría un hijo. Aquello no causaba ni la menor perturbación en el rostro de su ama, acostumbrada a la fidelidad abrumadora de la compañía canina.

A su lista debía añadirse la última vez que percibió a su tía Luisa, quien no estaba fría ni quieta en el sencillo féretro, como la vieron todos los demás al despedirla. Teresa la había visto marcharse horas antes con una sonrisa despreocupada, buscando la aventura que tanto se le había negado en vida. Fue simple casualidad que presenciara el momento justo de esta partida, aunque a ella ya le tenía sin cuidado toparse con estas excentricidades. Acaso porque para el ojo de cualquiera es un hecho lo que se ve, no tanto lo que el subconsciente murmura, de tal modo que la culminación grata de la vista transforma las líneas de color que divisamos en un amasijo repleto de sentido.

Teresa no era hija única, tenía dos hermanos, quienes, al igual que sus padres, estaban convencidos de su locura; a pesar de ello, solían reír y llorar juntos al ser regañados por alguna trastada, además de secundarla en sus historias en más de una ocasión, buscando irritar a sus mayores. Igual que el de muchos, el sino de aquellos tres había sido reinventado múltiples veces en la imaginación de sus padres de acuerdo con lo peculiar de sus personalidades, esperando que tarde o temprano alguno de sus anhelos se hiciera realidad. Se comentaba, por ejemplo, que su hermano mayor poseía una naturaleza endemoniada, pues regularmente buscaba y encontraba problemas, pero desgraciadamente, al hacerles frente, nunca escapaba con éxito. La familia auguraba que un hijo con esas inclinaciones retorcidas no lograría nada, salvo alcoholizarse hasta morir, incapaz de superar su resentimiento. Sin embargo, esos augurios fueron sepultados cuando el joven, inesperadamente, dejó sus malos hábitos y logró graduarse de contador para velar por la familia. Nadie conocía el origen real de ese cambio, pero Teresa especulaba que tal vez había presenciado uno de aquellos milagros que a ella ya no la perturbaban. Impresionado o no, el asunto era que, gracias a su abundancia, no faltaría sustento.

En cambio, desde el principio, los padres habían puesto sus esperanzas de una mejor vida en la hermana mediana, cuya inteligencia y carácter perseverante le permitirían acceder a un mundo de cuantiosos beneficios. Infortunadamente, tales conjeturas se hicieron realidad sólo en parte. Nunca se puede apostar a la perfección en medio de la vorágine. La hermana consiguió graduarse como arquitecta y obtuvo un empleo no muy mal pagado, pero poco después se casó con un hombre perezoso, alcohólico, chabacano y de medias tintas cuya confiabilidad se reducía a sentir lástima por su ineptitud en todos los aspectos de su propia supervivencia. Lejos estuvo la bonanza de aquel día, cuando al salir de la iglesia, se despidió de sus hermanos.

Por otro lado, de Teresa nadie nunca esperó nada y así fue. Lo bondadoso de su carácter, sólo comparable con su infundado desequilibrio, le impedía arriesgarse, y una gran parte de su existencia se dedicó a percibir cómo cambiaba de rumbo, sin previsión, la vida ajena. Estaba atada a un destino que consistía en situarse en el momento adecuado para presenciar hechos caóticos y anormales. Tampoco es que estuviera inmóvil todo el tiempo, al contrario, pasaba su día cuidando a sus padres y asegurando que el hogar estuviera impecable. A cambio de ello, sus familiares no hacían muchas preguntas.

Aquella dinámica fue interrumpida de manera abrupta por un incidente en la buena estrella de la familia, que desencadenaría muchas tragedias más. Una mañana, el hermano fue encontrado muerto en su oficina. Se había colgado el día anterior, sin una explicación aparente, salvo el desorden en su escritorio, indicio de una silenciosa batalla consigo mismo. Sus pies, ya sin vida, pendían suspendidos, y su rictus mostraba un gesto desesperado y doliente. El padre, atormentado cada día por aquella visión, enfermó y falleció justo un año después, en medio de lacónicas frases.

Ante estos desoladores sucesos la precariedad económica no tardó en abalanzarse sobre ellos, lo que obligó a Teresa a dedicarse a la venta de periódicos, revistas y billetes de lotería en un pequeño local de lámina para mantener a su madre y a ella. No se puede negar que había un número considerable de compradores que buscaban probar su suerte, pero el negocio sólo le dejaban cubrir lo básico y apreciar los días que, entre un pensamiento y otro, se topaba con seres antinaturales: niñas que obsequiaban dulces y desaparecían, ráfagas de luz sobre las viviendas, transeúntes de oscuros semblantes que daban la impresión de homicidas. Con todo, en una racha de ausencia de circunstancias extrañas, su hermana regresó acompañada de su hijo. Un niño rezongón y de gran apetito. Su marido la había engañado y la depresión la llevó a perder su empleo. El niño, por quien su hermana apenas sentía afecto, demandaba cantidades intransigentes de golosinas, por lo que ella decidió regresar con su rota familia y apoyarse de lo que fuera que aún se mantuviera intacto.

Teresa sentía un gran consuelo al tener a su hermana cerca. Después de su abandono, sabía con certeza que no se vuelve a encontrar lo que se ha perdido. A lo largo de su vida había contemplado portentos indescifrables: animales hablando como humanos, sapos pariendo basiliscos, duendes escurridizos en macetas e, incluso, en escenas más recientes, a un grupo de hombres y mujeres que se desprendían de sus extremidades y salían volando con las alas que les crecían debajo. También había descubierto con ironía el revés de las cosas cuando el mundo se vaciaba, cada vez más, de procesos coherentes. No era extraño que los más crueles manejaran con los pies asuntos primordiales, que los idiotas tomaran el control de las masas o que la fortuna mostrara su buena cara con aquellos que menos se hubiera sospechado.

Fue quizá este análisis repentino en su conciencia lo que la hizo dejar de admirar por un instante la antinaturaleza de lo cotidiano y apretar con todas sus fuerzas el billete de lotería que compró (uno de los que vendía, sin haberse arriesgado antes a jugar). Sus ojos se concentraron en la comprobación de la numeralia del premio mayor; su frente y manos sudaban: 5, 8, 7, 9, los primeros cuatro números coincidían…