Suerte / No. 232

En la inmensidad
 
 
Salgo,
no hay más agujero,/hay un
mundo nuevo,/sigue igual de feo/pero
no lo veo tan mal.
tallo

No hay nada más sensual que una ciudad vacía en las noches de verano. Enero en Montevideo suele tener eso. El éxodo de la mayoría hacia el océano permite que los inmóviles habiten un espacio desconocido. La cartografía se modifica debido a la ausencia. Es un lugar común. Se parece a tener 20 años y vagar. Deambular toda la madrugada y no hacer nada. Ir con el objetivo de perderse.

Patti Smith, en su clásico Éramos unos niños, narra cómo decidía junto a Robert Mapplethorpe —cuando no tenían dinero, que era casi siempre— quién ingresaría al museo en el Nueva York de finales de los sesenta. Al salir, esa persona daría detalles de aquello que presenció. El relato biográfico puede generar un cariño por el ingenio que roza la romantización de la pobreza, y quizá lo sea, pero se asemeja a la percepción de andar paseando la época estival en las capitales.

“Nada está terminado hasta que tú lo ves”, había comentado Mapplethorpe en alguna oportunidad, apostando por una práctica lúdica que consiste en compartir una confidencia: la mirada. Y, como si se tratara de una obra subrepticia, una crónica más entre discos, libros, fotografías y pinturas, Patti y Robert repitieron la acción, acentuaron una coreografía de cuerpos que transitan: hicieron mantra de sus propias vidas.

Marzo sorprende y en el sur todavía es verano. Los días se amontonan. La acumulación de adoquines es ecológica. Se va descartando sin jerarquía la importancia de los sucesos. No existe una comparación aristotélica, la noche es dispersa y, aunque haya un principio y un final definidos, prima la divagación, la posibilidad de dar vueltas sobre lo mismo, o como escuché o entendí decir a la artista Leticia Skrycky, parafraseando a otra artista: se rodea un pozo, se rodea una profundidad incomprensible.

La noche y el paso a paso no necesitan interpretación alguna. Prima la percepción, las tensiones de un presente y la observación de cómo va primero un pie, luego el otro y así hasta que llegue la noche siguiente. En la escritura que acontece al callejear, la intensidad del amor cuando dura dos días o el escuchar una canción una y otra vez, hay una búsqueda por sumergirse, dejarse llevar y propiciar el hecho. Ahí, en la espera de la interrupción, brota la voluntad invisible de que ocurra lo imprevisto.

Recorrer, reiterar; un hombre empuja un gran cubo de hielo durante más de nueve horas y lo deja derretirse por la ciudad. Paradoja de la praxis 1 (a veces hacer algo no lleva a nada) es un videoarte del belga Francis Alÿs realizado en México en 1997. Un año antes, su cámara enfocó una botella de plástico movida por el viento en Si sos un espectador típico, lo que en realidad estás haciendo es esperar que suceda el accidente.

Escultura en tránsito o instalación, Alÿs dispone, sin brújula, de un sendero preciso y sencillo. Abandonar es abandonarse, desistir a la supremacía de efectuar sobre para comenzar a relacionarse con. Es en los intersticios —esos lugares que quedan entre— desde donde emerge la maravilla. Confiar en la aparente inutilidad, elegir al azar, sentir cómo pega la luz blanca, recordar el amarillo de los años anteriores y errar, si es que justo esas son las calles iluminadas.

Un hallazgo, esas intersecciones que encontramos cuando no estamos buscando, como cuando te desorienta la oscuridad clara de los primeros meses del año y aparece la mejor esquina, el murito o la vereda donde achicar y abrirse al resguardo, es la música de tallo. En dos discos breves, Vida absurda (2020) y Atropella2 (2021), Joaquín Menchaca (Tacuarembó, 1996) condensa la provocación de la adultez temprana, la cadencia de un caminar, el erotismo de un pueblo vacío.

El niño dibuja melodías pop de las tinieblas con la suavidad de la voz, juega, te habla y hace poesía. Las letras parecen revelarse en sucesivos desplazamientos, transportando imágenes o sombras de trillar cemento de un lado a otro. Detenerse en sus canciones es estar en movimiento; concentran la madurez que tienen los que escuchan, observan o se hacen pavimento.

Basta reproducir y adentrarse. Olvidar que enero se nos fue de las manos, saciar febrero que apenas termina y parece que nos engañaron, parece otoño. Pronto comenzará la distorsión lumínica del cambio de las estaciones. Atención, quedan todas las penumbras del año. Pero antes un pie, luego el otro, asumir que anochece tarde y se reduce la cantidad de horas ilimitadas para el peligro de ir hacia adelante. El cielo disponible es testigo de los trazos que dejan tras derramarse quienes se animan a suscitar la calentura en la inmensidad.