Placer / No. 231

El justo caliente
 
 


Sin querer, me acabo de comer de más la uña del índice de la mano izquierda. La culpa la tiene la regadera de mi nuevo departamento que, por más que he intentado arreglarla, no queda bien. Incluso, por recomendación de un amigo, vino don Francisco, que tiene casi 40 años en el oficio de arreglar duchas, pero, sin importar su talento y experiencia, no supo qué hacerle. Quizá sólo me queda renunciar y bañarme con agua más fría que caliente. Pero para alguien como yo, que estructura su vida y prevé el más mínimo detalle, eso es imposible. Para estar tranquilo necesito la certeza de que al abrir la llave saldrá el justo caliente que me gusta.

Estos últimos días he notado que, por culpa del problema con la ducha, el día se me sale de control. El lunes llegué al café al que voy cada tarde y lo encontré cerrado. Olvidé la ley infalible que ningún parroquiano puede olvidar: Los lunes, nunca pero nunca, el café abre. Y ahí, frente a la enorme puerta de madera, sólo pude pensar en que uno necesita de sus certidumbres, del pequeño placer cotidiano de sentarse en la misma mesa todas las tardes a tomar café, y no olvidar, por nada en el mundo, que los lunes el café cierra.

La culpa la tiene la regadera. No hay de otra. Hoy salí muy justo de tiempo para el trabajo. Y aquí vengo en el embotellamiento del Periférico, con el dedo sangrando porque me comí de más la uña del índice de la mano izquierda. Quizá tenga que cambiar mis baños a la noche o dejar de bañarme todos los días.

¡Tan bonito que se veía el departamento! La cocina grande, la terraza… Quién iba a pensar que la regadera… Si no hubiera gastado mis ahorros en el depósito, no dudaría en mudarme de nuevo. Pero ahora estoy atrapado por esta regadera, ¿qué le cuesta darme el justo caliente que me gusta? Uno necesita pequeños placeres que doten de certeza a los días, de cierto descanso para poder continuar. Un descanso al que me atrevo a llamar esperanza. Sí. Una Beatriz que, aunque sea desde lejos, nos sonría. Y le permita a uno llegar y alcanzar el fin de la jornada con un poco de paz.

El dedo no deja de sangrarme, ya me lo apreté con un Kleenex y ni así la sangre deja de salir. Quién iba a decir que una regadera fuera capaz de tanto, pero aquí voy, hundiéndome en los coches que no avanzan, en los cláxones que gritan, en el smog… Será la primera vez que, en mis 58 años, llegue tarde al trabajo. Y todo por esa maldita regadera.