Placer / No. 231

Apología del perezoso (o todo sea por descansar)
 
 

Aun en los días cuando gozar de la mayor lozanía parece una certeza y toda actividad, por complicada que sea, se insinúa realizable, aun en el mejor estado de ánimo y salud, desearía volver a esas fechas en las que mi organismo juzgaba que lo correcto era despertar hasta mediodía o después. Reconozco, por supuesto, el espejismo de poder tener el non plus ultra de una óptima salud, ahora que la adultez física comienza a imprimir sus signos en mí. En más de una ocasión la enfermedad ha significado un pretexto para detener mis labores habituales. Si se presenta la oportunidad de pasar gran parte de la jornada postrado en cama, no veo una razón para no tomarla. Al día siguiente, cuando se me recrimine a causa de mi inercia, podré responder al refunfuñante en turno que me hallaba incapacitado por razones de salud, y sé que comprenderá por empatía obligatoria.

A pesar de que mi espíritu tiende con facilidad a la pereza, no puedo permanecer demasiado tiempo en cama, a menos que sea de noche, libre de incomodidades. Al poco tiempo recuerdo algún pendiente o no acierto a definir una postura agradable y tengo que levantarme. No es posible para mí dormir en el día y buena parte de mi vida me han acosado problemas de insomnio. En mi familia aconsejan que, para solucionar esta falta de descanso, se recurra a la constante actividad física, pero incluso cuando sigo esta receta, acompañada de diversas infusiones herbales, han persistido mis dificultades para conciliar el sueño. Se comprenderá entonces por qué me molesta tanto despertar antes de tiempo —eso que considero muy temprano—, lo cual me ha sucedido a menudo en los últimos meses. También de aquí se deriva mi deseo de quedarme algunos minutos en cama, luego de haber despertado, con la determinación de que las cosas estarían mejor si pudiera continuar así por un periodo indefinido.

No es sano que un adulto duerma más de ocho horas. Lo sé, me lo han dicho los médicos. Basta, inclusive, con escasas siete, después comienzan a morirse las neuronas; pero no puedo dejar de sentirme bienaventurado cuando me levanto tras una noche de buen descanso, puntos extra si fueron más de nueve horas. Por suerte, cuando ingresé a la universidad, lo más temprano que comenzaron mis clases fue a las diez de la mañana, como si estuvieran planificadas a mi medida. No soportaría volver a entrar a las siete, cuando todavía está oscuro en horario de verano.

No debo dormir más de ocho horas, aunque compruebo —con cierta envidia— cómo mi gato sí tiene autorizado hacerlo casi todo el día. Podría despertarlo en cualquier momento y decirle: “arriba, arriba, ¿no sabías que un emperador debe morir de pie?”. Lo más probable es que haría caso omiso y volvería a su sueño, pues cumplir entre 12 y 16 diarias es quizá su única obligación.

O también están los koalas, que llegan hasta las 22, y los perezosos, que defienden la semántica de su nombre con 20. Les sigue una larga lista de colegas somnolientos. A veces comienzo a sospechar que también nuestra biología nos habría facultado para acompañarlos en esas extendidas siestas, pero hemos acordado en un contrato de civilización que las cosas no pueden funcionar así. Nos hemos forzado a creer que nuestros cuerpos están hechos para el trabajo y no para el descanso; en consecuencia, la humanidad desprecia a aquellos cuyas aspiraciones se remiten a las necesidades fisiológicas y nada más. Dormir, comer y volver a dormir, una vida acaso más fascinante que nuestra ficción de trabajar, trabajar, trabajar y soñar con el trabajo.

Claro que no todo descanso se reduce a dormir. Puedo disfrutar más cuando no hago nada, cuando me encuentro en absoluto reposo autoconsciente, como el que está ahí —en la posición de su preferencia— y deja que el flujo lo sobrepase. El quieto móvil que descansa de hacer el mundo, que se aleja de las labores mecánicas al comprender que esa pausa de longitud variable tiene mayor valor que el trabajo de los monos infinitos que podrían escribir las obras completas de Shakespeare.

Ni siquiera me levanto temprano para ponerme a escribir, pese a las varias sugerencias de modificar mi rutina para ser más productivo. Con frecuencia el solo acto de imaginarme escribiendo es agotador, no porque tenga que realizar un gran esfuerzo físico, sino porque me he acostumbrado a un pensamiento mágico bajo el cual creo que los textos se escribirán solos en cualquier momento.

Admito que tal idea es incompatible con la lógica de este mundo, pero hago un llamado a todos los inventores e ingenieros a que, si saben de algún mecanismo para llevar el pensamiento directo al papel o a la pantalla en forma de palabras, por favor, sean tan amables de construirlo o de compartir las instrucciones. Admiro el trabajo de personas como José Kozer, que comienzan su día muy temprano y disponen que su primera acción sea escribir, con una disciplina tal que alrededor de la hora del almuerzo ya están libres para dedicarse a todo lo demás. Sin duda, la mayoría de las personas que se levantan en la madrugada o en la temprana mañana lo hacen por necesidad. Cruel realidad que despoja de sueños a los soñadores y les impone una dinámica de perseguir el siempre postergable descanso, ya sea en modalidad fin de semana, vacaciones o muerte.

Por mi parte, agradezco tener aún la oportunidad de elegir la inacción y la no-escritura, mis pequeños “paraísos artificiales”. De lo que nunca he podido descansar es de las ideas. Hasta en los recesos estoy construyendo mi plan de escritura o de acción, que rara vez llego a poner en práctica. Un poco como David Foster Wallace se preocupaba por no estar escribiendo, así llego a angustiarme cuando he extendido el ocio y la inactividad. Pienso que justo en ese momento podría estar llevando a cabo uno de mis planes o cumpliendo una de mis tareas sin resolver, que no merezco tanto tiempo de esparcimiento porque, de seguro, he olvidado que debía hacer otra cosa. A mi natural holgazanería se impone un guardián obsesivo compulsivo.

Esa parte racional —de acuerdo con los estándares utilitarios de hoy— me dice que es imposible descansar para siempre. No sería nada de mí si así lo hiciera. Aunque, claro, de vez en cuando me gustaría ser nada, quedar al margen de la historia con tal de no obedecer principios en los cuales no creo. Me gustaría tener razones suficientes, más allá de los imperativos obvios, para justificar la actividad o el movimiento, los reversos de la pereza.

Si de cualquier forma seré nadie, puedo inspirarme en las grandes personalidades a fin de facilitarme el camino. (Creo en la ley del mínimo esfuerzo, sobra mencionarlo). Puesto que descubriría buena cantidad de ejemplos, no acudiré a las figuras modélicas de la actividad humana, aquéllas cuyo empeño las ha colocado en la cima y han dado lugar a una legión de admiradores que pretenden alcanzar la misma posición. Muchos héroes, a base de un continuo trabajo duro —y que, por tanto, según las teorías de mi familia, jamás habrían experimentado el insomnio—, se han alzado como mitos de una cultura afianzada en el rechazo de la holgazanería; héroes, pues, provenientes de todas partes. Cada quien tendría el suyo: sus padres, algún otro familiar, amigo o conocido, o bien esos emprendedores y multimillonarios que son la sensación de ciertos individuos porque comenzaron, como tú, desde abajo, desde ese pequeño negocio, esa pequeña idea. Los que jamás renunciaron dado que tenían sus metas muy claras.

No, me interesan los otros, aquellos que obtendrían los galardones al más inútil, al más improductivo, al más ocioso y al que ni siquiera ha hecho lo suficiente para ganarlos. Gran error mío querer investigarlos, es decir, hurgar en los archivos para dar con sus respectivas biografías, cual novela de Vila-Matas. Los auténticos perezosos son los sin-nombre, quienes jamás tuvieron un sitio porque eso implicaría haber trabajado lo suficiente para adquirirlo. Todo enunciado que nombre y concretice a estos personajes sería una mentira.

Así pues, está el caso de Anónimo Martínez, quien nació y no hizo mucho más. Sin títulos, epítetos ni calificativos, alguna vez fue un infante y eso, por sí solo, representó un logro. Se especula que durante el tiempo que duró su vida se dedicó sólo al placer de la inactividad. Después, Anónimo falleció y sus familiares se preguntaban qué inscribirían en su epitafio. Quedó en blanco, justo como el de Siempretrabajador González, fallecido ese mismo día. De ambos se dijo más tarde, en distintos sentidos, que habían desperdiciado su vida. Se le reclamó a Anónimo haber transcurrido siempre en el descanso, a pesar de su enorme potencial para realizar todo lo que se propusiera; de Siempretrabajador se lamentaba que hubiera estado al servicio de alguien más y no de sí mismo.

A los perezosos, en mayor o menor grado, nos conforta saber que todo asunto está siempre a medio hacer y que, sin importar nuestra contribución, permanecerá en ese mismo estado. Nada me garantiza que, tras mi muerte, abra los ojos en otra dimensión, se aproxime a mí una especie de fantasma y me diga: “¿Qué tal estuvo el descanso? Bueno, ahora a seguir trabajando”.