Carrusel | Heredades / No. 231

Una tarde con Amparo Dávila: glosas de un encuentro



A través de las nubes mugrosas de la Ciudad de México se filtraba una resolana incómoda, pegajosa. Aún soplaba el viento del Mictlán, que llega con noviembre y se va con él, cuando a finales de 2016, un lunes antes de la comida, visité la casa de La Magdalena Contreras cuyo timbre está custodiado por la palabra “DÁVILA” escrita dos veces con plumón indeleble, arriba y abajo. Brillaban los barnices del amplio portón y de la puerta del lado izquierdo, a la que se llega por una escalinata pequeña, de tres escalones apenas, con barandales de fierro a los lados. En la manija y pintada de negro, la cabeza de un ángel con cara demudada.

Tras timbrar una vez, me recibieron primero unos ladridos y luego una mujer que asomó media cabeza. “Pásele”, dijo. Me interné en la casa oscura (alcancé a ver al fondo, cerca de la escalera, a un Cristo enorme) y me invadió el vértigo que se vive cuando nos volvemos huéspedes, aunque sea por un rato. Quien me recibió dijo que esperara a “la señora” en su biblioteca, que ya no tardaba, y me dejó solo. Husmeé de derecha a izquierda: por la luz que entraba de afuera, espejeaban los portarretratos en los estantes de los libreros. Fotos familiares, Cortázar, Kafka…

Precedida por su andadera, llegó con una gata tricolor que caminaba a su lado. Las manos adornadas con anillos, los labios brillantes, el pelo como algodón de azúcar moscabada y los ojos achicados por la edad, algo felinos, con gruesos trazos alrededor. “Buenas tardes”, dijo con voz temblorosa.

Así conocí a Amparo Dávila.

Movido por la admiración, esa tarde la entrevisté (yo, que jamás había ni he vuelto a entrevistar a nadie) sin razón aparente. La idea de articular esa conversación en un texto, que se publicó al año siguiente en La Jornada Semanal, vino después. El hecho es que yo quería oír de viva voz, por ejemplo, cómo era el pueblo zacateca no en que nació Amparo Dávila:

Las casas de Pinos —me contó— son de habitaciones muy grandes, sumamente grandes, y Pinos es un pueblo muy frío, con mucho viento. Cuando yo nací, lloraba mucho y no sabían de qué. Un día que dejé de llorar, fueron a verme y estaba yo plácidamente dormida rodeada de gatitos que había llevado una gata de mi mamá. Los llevó y los acomodó junto a mí, cerca de mí. Eso hizo que dejara de llorar. Mi abuela dijo que era muy peligroso, que los gatos tenían pelo y que eso les hacía mucho mal a los niños, que me podía perjudicar, que me los quitaran. Me los quitaban y yo lloraba. Cada vez que la gata podía, iba y los acomodaba conmigo. Desde entonces conozco a los gatos y convivo con ellos. Tengo nueve gatos y seis perros. Me gustan mucho los animales. Fíjese que de niña, como había muerto mi hermano Luis Ángel de cuatro años, me quedé muy sola, y en la noche eran mis perros los que me acompañaban. Yo tenía cinco años y mucho miedo.
La anécdota me atrae porque funda una suerte de mitología personal que la autora construyó, creo que de manera deliberada, y que habla de una experiencia vital temprana que debió de moldear su poética. O quizá fue al revés: a lo mejor sus aficiones a la hora de contar sus historias ribetearon aquel recuerdo con una atmósfera lúgubre, muy davileana, e insertaron un personaje que podría ser la semilla de algún cuento inquietante: un bebé que llora en la oscuridad, como en “La puerta condenada”, de Julio Cortázar. Con el argentino, por cierto, Amparo Dávila inició una relación epistolar interesante —según me explicó— gracias a una amiga en común: la académica Emma Susana Speratti Piñero. Me dio la impresión de que Dávila seguía construyendo su propia mitología cuando me narró:

El último dueño de la casa de mi papá, que era la casa grande de Pinos, había perdido una pierna y le habían adaptado una de palo, de la rodilla para abajo, pues no había otra opción de cirugía. Decían que ese señor, que era muy rico, se había casado varias veces y que una de sus esposas, que había muerto (la última, creo), deambulaba por la casa con una vela encendida, con su vestido de novia. No sé si en realidad yo los veía. Todavía en este momento no sabría decirle a usted si eso fue real o no.
Lo anecdótico es central para los miembros de la llamada Generación de Medio Siglo —etiqueta útil por laxa— en México, a la que Amparo Dávila pertenece por haber publicado a partir de la segunda mitad del siglo XX. Sobre esta generación —que agrupa escrituras que sólo convergen porque divergen—, el crítico Leonardo Martínez Carrizales ha encontrado una “proclividad por las anécdotas y los testimonios de vida […] fortalecida en un entorno donde se ha vuelto habitual la historia inmediata, decididamente emotiva, drásticamente personalizada, […] [promovida por los escritores para] construirse a sí mismos en tanto sujetos públicamente inteligibles, legitimando sus puntos de vista, sus elecciones públicas y sus creencias artísticas”. Imposible desligar al Carlos Fuentes escritor del Fuentes-hijo-de-diplomático, verbigracia. Difícil olvidar, mientras se leen los cuentos extraordinarios de Guadalupe Dueñas, que escribió guiones para las telenovelas de Ernesto Alonso, o que su papá —un sacerdote desertor— mataba gatos para después comérselos, o que la primera de sus hermanas —muerta a los pocos días de vida— habitó un frasco de chiles —útero de formol— durante años. También es importante entender que la Inés Arredondo que escribió algunos de los relatos más inquietantes de nuestra tradición es la misma mujer que empezó a producir narrativa porque un hijo suyo había muerto de bebé y ella —que debía drenar la leche de los senos que ya no alimentarían a nadie— encontró en la escritura una fuga y un asidero. Así son las historias que se cuentan sobre la Generación de Medio Siglo, y en general —salvo cuando éstas sirven para untar a los escritores de una pátina sagrada— me da gusto que las tengamos a la mano. No se trata de una simple vindicación del chisme (aunque algo haya de eso): también permiten conocer los contextos en que se crean los productos culturales y nos dan pistas sobre cómo son y qué viven los cuerpos que escriben. La muerte del autor fue una entelequia —interesante, eso sí— que entretuvo a la crítica durante un rato nomás. Hay que apuntar también que en la época había un terreno fértil para prodigar este tipo de anécdotas, pues esta generación es la que en los sesenta convivió con el legendario ciclo “Los narradores ante el público” del INBA, lanzado por Antonio Acevedo Escobedo, así como con la colección “Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos”, ideada por Emmanuel Carballo y Rafael Giménez Siles.

En al menos dos discursos, uno en 1965 —dentro de aquel ciclo del inba— y otro en 2015 —también pronunciado en el Palacio de Bellas Artes—, Amparo Dávila leyó: “Trato de lograr en mi obra un rigor estético basado no solamente en la perfección formal, en la técnica, en la palabra justa [le mot juste, como dijo Flaubert], sino en la vivencia. Creo en la literatura vivencial, ya que esto, la vivencia, es lo que comunica a la obra la clara sensación de lo conocido, de lo ya vivido, la que hace que perdure en la memoria y en el sentimiento, y constituye su fuerza interior y su más exacta belleza”. Allá, en esa amplia casa de Pinos, está el germen. “Yo nací calle abajo —escribió la autora en un texto inédito que compartió conmigo—, muy cerca de la casa de mis abuelos maternos, rumbo a los arquitos, por donde pasa el agua cristalina entre las piedras pulidas por ella misma en su continuo correr. Bajo un cielo azul cobalto como la capa de los magos, azul limpio sin nubes, azul intenso el de mi pueblo, pueblo de metales y de historia, cuna de hombres ilustres”.




Nacida en 1928, Amparo Dávila se educó en colegios católicos, en los que practicó una fe que mantuvo hasta el final de sus días, y vivió, además de en Zacatecas, en San Luis Potosí. A los veintitantos años se mudó a la Ciudad de México, donde fundó una nueva vida y empezó a publicar. En varias ocasiones reiteró su agradecimiento a Alfonso Reyes por animarla a dar a conocer sus primeros cuentos. “Don Alfonso me dijo que era muy necesaria la prosa porque agilizaba la poesía —me contó Dávila—. Entonces le fui enseñando lo que escribía y le gustaba. Él dijo: ‘Hay que publicar esto’. Ay, no, yo no quería. Por timidez, yo creo. Pero él insistió: ‘Fíjate que son buenos y es importante que se publiquen’”.

Hay un lapso de décadas —desde finales de los setenta hasta los dos mil— en que Amparo Dávila dejó de publicar, y seguramente esto se debe a la atención que dedicó a una de sus hijas, Loren, que murió joven y vivió con diversidad funcional. En abril de 2021, a un año de la muerte de la zacatecana, su otra hija —la psicóloga Luisa Jaina Coronel— y yo la evocamos en un homenaje organizado por la Coordinación de Literatura del INBAL. Jaina me contó que, de niña y junto con Loren, acompañaba a Amparo Dávila en sus reuniones del Centro Mexicano de Escritores. Las niñas se quedaban a jugar afuera mientras la madre cumplía con sus deberes como becaria del Centro. “El director —me explicó Dávila— era don Francisco Monterde, un académico maravilloso, y los tutores eran Juan Rulfo y Juan José Arreola. Mis compañeros eran Salvador Elizondo, José Agustín, Julieta Campos… Muy amigos. A veces me iba bien y a veces no tanto. En ese tiempo hice Árboles petrificados, que después tuvo su Premio Villaurrutia”.

Los cuidados y lo doméstico —elementos recurrentes dentro de su obra— también fueron, pues, parte esencial de su vida y una razón de peso para alejarse del mundo literario —que no de la literatura— a fines del siglo pasado. Aficionada a la alquimia —la de a de veras y la de la palabra—, Amparo Dávila dejó de publicar libros, pero no de escribir. Ni siquiera al final de su vida, cuando las cataratas y los achaques de la vejez complicaban su labor. “Ahora estoy, fíjese —me dijo en 2016—, escribiendo unos poemitas pequeños, breves, y tal vez algún cuento en estos días. No hay muchas cosas inéditas que valgan la pena. Creo que voy a publicar un librito de poesía y tal vez uno o dos cuentos. Es que no tengo ninguna rutina. A veces sueño y luego despierto, ‘¡ay!’, digo, y empiezo a escribir. Durante mucho tiempo escribí a máquina, pero ahora mis manos son muy torpes, entonces prefiero el manuscrito”.




Para hablar de los cuentos de Amparo Dávila —la parte más deslumbrante de su obra— habría que decir, primero, que en ellos encontramos lo mejor de la literatura fantástica universal, lo cual da cuenta de su vasto conocimiento de la tradición. Aunque me confesó, eso sí, que leyó a Poe tarde en su vida, sólo después de publicar su segundo libro, porque la colitis y los terrores nocturnos —paliados gracias a un psiquiatra que le recomendó Alfonso Reyes— no se lo habían permitido. “Le tenía terror a la noche —llegó a contarme más de una vez—, y todavía hoy duermo con la luz prendida porque me da miedo la oscuridad”.

En su cuentística abundan las atmósferas lóbregas, los aparecidos, motivos clásicos de lo fantástico —como el doppelgänger— y personajes en una zozobra permanente. Dávila produce miedo a través de lo no dicho, del silencio, y el mejor ejemplo de este recurso es su cuento más famoso, “El huésped”, en el que nunca se devela qué o quién llega a aterrar a las habitantes de una casa “de provincia”. El recurso de lo incierto vuelve a aparecer en textos logradísimos como “Alta cocina”, “Moisés y Gaspar” —“son el destino”, me explicó ella misma a propósito de estos personajes— y “La casa nueva Se ha dicho que sus cuentos están casi vaciados de referentes de espacio. Con sus ambientaciones góticas, parece que sus textos podrían ocurrir en cualquier lugar de una época pasada. Es una verdad a medias, porque también hay momentos puntuales en ciertos relatos que a todas luces hablan de su contexto, de cómo opera el machismo, de cómo se configuran los roles dentro de la pareja tradicional mexicana. La represión a los estudiantes de nuestro país en los sesenta se menciona de paso en el cuento “El desayuno”, por ejemplo. Amparo Dávila abrió brecha porque supo leer al canon, apropiárselo y darle la vuelta: tomó lo fantástico como piedra angular en su literatura para desplegar desde ese recurso sus obsesiones, sus preocupaciones, los temas que interpelaban a una mujer mexicana del siglo XX. Me acuerdo ahora del cuento “El último verano”, que habla de la maternidad no deseada, de un aborto espontáneo en un lugar donde la protagonista, como mujer, tiene todas las de perder, y hace una crítica agudísima desde lo fantástico. Ahí está la subversión, la huella de una autora como ésta.

Amparo Dávila es, en fin, la cuentista siniestra por excelencia. Un hermano incómodo que vive en el sótano, una tela que parece cobrar vida, una niña conminada a beber sangre de borrego, una turista que visita un hotel de pesadilla durante Halloween, una amante que parece seguir en forma de sapo a la esposa celosa, un hombre que de un día para otro hace berrinches como si hubiera vuelto a la infancia, el producto de un miscarriage que acecha a la madre como un montón de gusanos… Ésas son algunas imágenes siniestras de los cuentos de Amparo Dávila. Lo siniestro: el elemento perturbador que irrumpe dentro de una realidad cotidiana, anodina, que de pronto se vuelve dantesca.

Ya he llenado muchas páginas, pero podría llenar aún más, sobre la pasión que me despierta la obra de Amparo Dávila, sobre la persona entrañable que fue, sobre la admiración que me provoca su compromiso con la literatura, cualidades que la llevaron a abrirse paso no sólo con cuentos: con cuentos fantásticos, en un medio machista y a contracorriente de un canon que privilegiaba la novela que se avenía al realismo y que hablaba de aquello que los señores llamaban “los grandes temas”. Pero no digo más, que ahí está la obra de Amparo Dávila —breve, intensa, brillante— para hablar por sí sola.

“Que no me muera/ un día nublado y frío/ de invierno/ y me vaya tiritando/ de frío y de miedo/ ante lo desconocido […]/ Quiero irme/ un día soleado/ de una primavera reverdecida,/ llena de brotes y retoños,/ de pájaros y de flores,/ a buscar/ mi Jardín del Edén,/ mi Paraíso Perdido”, escribió Amparo Dávila en su “Semblanza de mi muerte” —cuyo mecanuscrito atesoro—, y así fue.

“Nunca me he retirado de la literatura —me dijo—. Sólo hasta el día en que me muera me tendré que retirar. Irremediablemente, ¿verdad? O a lo mejor no”.