Carrusel  | Bajo cubierta / No. 231

Leonora Carrington: la disciplina nocturna
Leonora Carrington
Cuentos completos
Fondo de Cultura Económica
México, 2020, 173 pp.


Ayer fui testigo del asesinato de un hombre desconocido. El sueño me despertó a mitad de la noche. Las autoridades me buscaban para que diera cuenta de cada detalle, pero yo no quería. La pesadilla, por supuesto, no consistía en ser buscado, sino en estar escapando para siempre. Ahora que escribo esto, no puedo parar de preguntarme si la literatura de Leonora Carrington (1917-2011) también es un proyectarse constantemente hacia otro lugar u otro tiempo. Sus Cuentos completos (2020), traducidos por Una Pérez Ruiz y publicados por el Fondo de Cultura Económica, pueden leerse como un mismo plano visual que los concentra pero que nunca termina por abarcarlos del todo, igual que una pintura cuya huella recibimos en un instante, pero que puede durar toda la vida.

En Carrington no hay espacio para lo cotidiano, o lo cotidiano es lo extraordinario sin ambages de por medio. Me atrevo a decir que la escritura de la méxico-británica apunta a la infancia, esa época difícil en donde las cosas se procesan por medio de símbolos y eufemismos, las herramientas básicas para entender más adelante la muerte, el dolor o la enfermedad. Los niños juegan e imaginan la mayor parte del tiempo porque es la forma de socializar con lo que ven pero que es intraducible. Empiezan practicando el mundo con ellos mismos. En mi caso, Carrington me llevó de la mano a cierta zona de la imaginación en donde tenía guardados —en estricto orden de aparición— a Esopo y sus fábulas, los libros del Barco de Vapor y las pesadillas infantiles que me obligaron varias veces a ir al cuarto de mis padres.

Destaca el cuento “Un hombre enamorado”, que resume varios elementos de la narrativa de la autora: un narrador anónimo que se ve desplazado por los encuentros con otros seres, un trasfondo profundo y silencioso, imágenes fantásticas que emergen fuertes y rotundas como el relincho de los caballos. En esta historia el narrador roba un melón y, para no ser delatado, es obligado a escuchar la historia del tendero “que ha pasado cuatro décadas escondido” esperando que “alguien se robara la fruta” para contar su historia. La mujer de este hombre, Agnes, yace en una cama “probablemente muerta”, pues no se ha movido “ni hablado ni comido en todo ese tiempo”. Sin embargo, ese cuerpo conserva todavía su calor, por lo que el hombre incuba huevos. El narrador, incluso, ve “algunos pollitos recién salidos del cascarón”. Instantes después, el tendero contará la historia de cómo conoció a su mujer y lo que le sucedió. La tragedia ocurre en su noche de bodas, cuando, navegando por el Sena, se detienen en un café, cuyo dueño es un zorro. Entran a la cocina del lugar, donde hay un “tropel de ratas” y “extrañas ráfagas de aire helado” que terminan por afectar a Agnes. El tendero, llorando, se olvida del narrador, que logra escapar con su melón. En este caso, la inmovilidad de la mujer es la pesadilla, un cuerpo ahora utilizado para producir otros seres. Así, como afirma Mercedes Jiménez de la Fuente, “ese cuerpo vivo pero dependiente del hombre es el símbolo de la mujer enamorada que ha perdido su voluntad”.

Hienas que le arrancan la cara a los demás, verduras que luchan entre ellas, caballos que dan consejos… El mundo no humano surca con absoluta libertad los territorios de la escritora. Este pacto —pues toda representación revela un compromiso— impregna el universo de Carrington de una notable pero mínima transparencia, ya que el lector intuye que hay mucho más detrás de cada cuento. Su literatura, perfumada de silencios y elipsis, lleva consigo una imaginación pura. Me refiero al abandono consciente de lo que consideramos real. Es verdad que toda ficción es necesariamente la imposición de una mentira, la estructura básica de cualquier representación. Visto de esta forma, la literatura realista —por ejemplo— es un oxímoron, pues trasladar cualquier historia al papel es pasarla por el filtro de múltiples subjetividades que terminan embalsamando su contenido con los vendajes de la imaginación.

Hay escritores que se esfuerzan por convencer al lector de la veracidad de su intento, ya sea porque crean reglas que aplican a rajatabla en su universo o porque se le da a la narración un falso soporte histórico, formal o material. En Carrington, esta disposición encuentra su impulso en el lugar contrario: convencernos de que todo lo que se lee es absolutamente falso. Me parece que la literatura es el arte que más se preocupa por establecer una relación con la realidad, es decir, la operación de insertarse en el mundo para convencernos de que es connatural a él. Esta tecnología cultural —la de saber distinguir lo verdadero de lo falso— no la encontramos en los niños, quienes requieren de un aprendizaje consciente —la marca de la experiencia— y después del siempre elusivo sentido común —quizá una prenda de la inteligencia—. Esto es negado en Carrington, quien se pregunta: “¿Cómo puede alguien ser una persona respetable si se deshace de sus fantasmas a fuerza de sentido común?”. Es como si la escritora nos dijera que la irracionalidad de una obsesión es el trabuco que nos permite saltar ciertas murallas, en la literatura o en la vida, para avistar nuevas pesadillas o jardines.

Las historias de Carrington, plagadas de animales, confirman el vuelo hipnótico de su imaginación. Si tuviera que elegir, diría que el caballo es el animal de su preferencia. Fuerte, elegante, nómada, el caballo, según Whitney Chadwick en Women Artists and the Surrealist Movement, es una “imagen de renacimiento”. La vida de todo artista desembocará, inevitablemente, en su obra. En Carrington, este renacimiento puede leerse —quizá— en múltiples instancias de su propia vida, como la ruptura definitiva con su padre, en su aventura con el artista Max Ernst, en su ingreso a un hospital psiquiátrico en España, en su escape para evitar ser enviada a otra institución mental en Sudáfrica, en su matrimonio con el diplomático Renato Leduc, en su vida en México. Este renacimiento, sin embargo, será admirado con cuidado por la propia Carrington, pues en sus historias aparecerá una protagonista casi siempre distanciada de los acontecimientos, en continua transición, sin un final reconocido. La imaginación de Carrington, escribió Annette Shandler, combina “la ingenuidad infantil abierta a todas las posibilidades con la aceptación del Surrealismo de la realidad del sueño”: es la falsedad de una falsedad.

La literatura de Leonora Carrington me aventó, por breves momentos, al abismo de mi niñez. He descubierto, con preocupación, que de mi infancia recuerdo mucho, pero especialmente mis pesadillas, pintadas con anticipación por Carrington en esta militancia lunar del mundo de las cosas inexplicables.