Fósforo / No. 230

I Don’t Want to Sleep Alone: la necesidad de contacto y el cuerpo como frontera



Gilberto Cornejo Álvarez
Categoría: Exalumnos y público en general




I Don’t Want to Sleep Alone
Dirección: Tsai Ming-Liang
Taiwán-Malasia, 2006


En su habitación, de espaldas a su hijo en coma, la dueña de una cafetería (Pearlly Chua) se unta crema en la cara mientras suena en la radio un anuncio sobre la importancia de tener un buen colchón. Las señales que nos advierten de la necesidad de su cambio son: dolor de espalda después de dormir, despertar cansado, problemas para conciliar el sueño, que el colchón cruja o huela mal y que una de las caras se encuentre sumida.

Esas características describen perfectamente el maltratado colchón que Rawang (Norman Atun) —bengalí— y sus amigos —migrantes del sur de Asia— sacan de la basura y llevan a su hogar. En el trayecto hacen una parada para recoger a Hsiao-Kang (Lee Kang-Sheng), trabajador sin techo que fue víctima de un atraco. Con el mismo cuidado que lava el colchón, Rawang cuidará de Kang hasta que mejore.

Lo propio hace una joven (Chen Shiang-Chyi) con un hombre en coma, única compañía que tiene cuando no se encuentra trabajando de mesera en la cafetería de su patrona —madre del enfermo—, quien la ha relegado a vivir en un tapanco en el que ni siquiera puede ponerse de pie. Por las noches duerme abrazada a una almohada.

Estos dos universos separados por la posición socioeconómica (la desigualdad en Malasia se amplió tras la crisis de 1997) y la nacionalidad (los discursos ultranacionalistas se fueron al alza después de la crisis) convergen cuando el humo invade las calles de Kuala Lumpur. Dicho agente, a pesar de resaltar las desigualdades, recuerda a los protagonistas que todos poseen un cuerpo y que sus similitudes son más que las diferencias. ¿Cuál será la compañía que escogerán mientras pasa el fenómeno?

Delineados con singular maestría, los personajes de Tsai Ming-Liang nos permiten explorar la necesidad de contacto que tenemos. Rawang, por ejemplo, es conocido entre sus pares por la necesidad de dormir con alguien, aun cuando la mayor parte del tiempo se encuentre solo.

La cámara estática de Liao Pen-Jung, director de fotografía, y Ming-Liang nos retrata al bengalí, en más de una ocasión, en solitario, desazolvando un edificio en ruinas —remanso de promesas económicas que reventaron en 1997— y contemplando el horizonte; también lo presenta en la intimidad de su hogar lavando su ropa y la de su huésped, o en su habitación pensando en el objeto de su afecto, Hsiao-Kang.

Sin embargo, como señaló la filósofa Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, existe una diferencia fundamental entre el aislamiento y la soledad. El aislamiento implica apartarse a propósito del mundo con la posibilidad de volver. En contraste, la soledad implica una situación en la que una persona se siente abandonada de toda compañía humana, sin hallarse aislada.1

Aunque en un primer momento parece que Rawang disfruta de su propia compañía, con la interacción y los cuidados que suministra a Hsiao-Kang nos damos cuenta de que en realidad se siente profundamente solo: además de estar lejos de su país se sabe diferente de sus compañeros por su orientación sexual. En el calor que le brinda otro cuerpo marginado encuentra la compañía y el contacto que tanto añora.

Esta misma necesidad de contacto siente la encargada del hombre en coma. Ella, consciente de que es la única preocupada por el bienestar del enfermo, lo alimenta y lo limpia con enjundia, aunque sin la ternura con la que Rawang atiende a Hsiao-Kang. Empero, la soledad de la chica se desvanece mientras interactúa con Hsiao-Kang —gracias a los cuidados del bengalí se curó y realiza expediciones nocturnas antes de irse a dormir con él—, y a pesar de que no pueden comunicarse por la barrera idiomática existe entre ellos lo que Camila Sosa Villada llamó “complicidad de huérfanas”.2

Rawang, Hsiao-Kang y la cuidadora/mesera, en su condición de exiliados, tejen entre ellos relaciones que no sólo les dan un sentido de pertenencia, sino que coadyuvan en la conformación —o reafirmación— de su identidad. Y es que entre las personas que han sido histórica y sistémicamente relegadas a la periferia existe un entendimiento de la crueldad y la ternura que los acerca.

Por ello, Rawang considera como una ofensa máxima que Hsiao-Kang lo expulse de la patria que crearon juntos en el colchón, rescatado y protegido por una tela mosquitera que los separa del mundo —el otrora herido roba el colchón y se va a vivir con la cuidadora/mesera—, pues entre ambos media el entendimiento del exilio del que salieron con compasión, ternura y amor mutuo.

Las emociones anteriores, que pavimentaron la relación entre los dos hombres, son las que median en la resolución del conflicto donde un ménage à trois encuentra —aunque sea en el plano onírico— un momento de amor y descanso: al menos ahí los amantes pueden ser pólipos de coral en lugar de anémonas.

En I Don’t Want to Sleep Alone (2006) se mantienen las inquietudes que permean la filmografía de Tsai Ming-Liang: la incapacidad de nuestra especie para expresar sus necesidades amén de la confusión entre intimidad y sexo —Vive l’Amour (1994)—, la homosexualidad negada y la pulsión homoerótica —The River (1997), Goodbye, Dragon Inn (2003)—, sin olvidar que sus motivos —agua estancada en edificios, actores fetiches— construyen un universo coherente y cohesionado que celebra y empodera al cuerpo no sólo como el medio a través del que exploramos el mundo, sino como la última frontera en nuestro contacto con los demás: queda más que clara la necesidad de conexión y contacto con el otro; sin que los protagonistas hablen, sus cuerpos hablan por ellos.

La edición, por su parte, favorece el sentido de aislamiento y desconexión de los personajes: en locaciones ruinosas, pero igual de imponentes que la Manderley de Hitchcock, las personas se vislumbran apenas como un punto en movimiento. Esto sin olvidar que se apostó por inmiscuirnos en la experiencia a través de la melodía de la ciudad, únicamente rota por la música y los anuncios del radio: se invita al espectador a sentirse perdido en Malasia.

La sensación de desconcierto se intensifica con el humo que cae sobre la ciudad y ocasiona problemas para respirar a los habitantes de Kuala Lumpur. Así, en un infierno derruido en el que las personas tienen problemas para respirar —algunos improvisan mascarillas precarias con bolsas de plástico— las autoridades malayas no dudarán en culpar a los migrantes como origen del mal: señalan que los extranjeros, al quemar su basura, son los causantes del humo.

No pasa desapercibido el tono de crítica —aunque menos sutil que en sus antecesoras— de esta cinta. Tsai Ming-Liang invita a cuestionar los discursos oficiales que desde su surgimiento han encontrado en la otredad el chivo expiatorio para redimir su ineficiencia, dando paso a la política y retórica del miedo3 que ha sumido a millones de personas en la miseria.

A la (sana) distancia y con el ultranacionalismo más recalcitrante al alza por la emergencia sanitaria, I Don’t Want to Sleep Alone entabla un diálogo con nuestra coyuntura: ¿seremos capaces de dar el salto hacia una nueva política en la que seamos amigos del extranjero/diferente/otro? ¿Naufragaremos en el mar de la indiferencia o comenzaremos a tratar con amabilidad a los extraños?





 


1Samantha Rose Hill, “Hannah Arendt: cómo la soledad alimenta el totalitarismo”, en Letras Libres, núm. 264, diciembre 2020, p. 11.
2Camila Sosa Villada, Las malas, Buenos Aires, Tusquets, 2019, p. 21.
3Fred Dallmayr, "Befriending the Stranger: Beyond the Global Politics of Fear" en Being in the World. Dialogue and Cosmopolis, Kentuky, University Press of Kentuky, 2013, pp. 86-100.