Periferias / No. 230

Romero


Alejandro vio la bala justo antes de que le atravesara el cráneo. Esa fue la última imagen que tuvo de esta vida, la bala fugaz y el olor a pólvora. Con eso y el sonido del gatillo, se fue a dormir para siempre. Romero también se fue a dormir con esa imagen, la diferencia era que él sí despertó al otro día.

Lo de aquella noche en un pueblo sin nombre en el municipio de Tijuana había sido cosa de todos los días. Muertos y sangre veía él a diario, pero esta vez se sentía diferente.

El jefe lo había mandado a cubrir la fiesta patronal y la danza de los muertos, pero su instinto reporteril lo llevó para otro lado.

Era un viernes de octubre. Los habitantes celebrarían a la virgen del Rosario con bailes, fogatas y las risas de los niños, papaloteando como pájaros por el kiosco y la plaza mayor, frente al Palacio de la cabecera municipal.

Romero, cansado de la cobertura diaria y de los pasos agigantados por hacer que sus fotografías se convirtieran en algo más que imágenes para las páginas del semanario donde trabajaba y que le debía tres quincenas, ansiaba ir a la fiesta. Quería hacer cobertura de otros temas, desenfundar la cámara para capturar el baile de los ancianos y lo colorido del papel picado. Dominico, el reportero que lo acompañaba a la diaria, también lo ansiaba.

—De paso nos desgranamos unos elotitos con doña Chita—. La comida era en lo único que pensaba el canijo de Dominico. Al principio, cuando recién había conocido a su compañero de coberturas, eso le molestaba, pero poco a poco, con lo extenuante de cada jornada interminable, Romero le fue agarrando el gusto a los antojos.

—Me cae que yo no sé cómo estás tan flaco, cabrón. Contigo todo es comida.

—Para eso me pagan. Como decía mi padre, en esta vida uno debe trabajar para vivir y no al revés.

Me doy mis buenas zarandeadas en la chamba, ¿para qué quiero el dinero? Para comer y viajar —respondió Dominico, con su cara de mustio que hacía cada vez que podía.

—Échale pues, yo manejo —le contestó Romero, subiéndose a su Dodge Casavan, con todo y cámara al hombro.

En el camino fueron escuchando las noticias del 1550 AM. Ese día la policía había encontrado cuatro cuerpos envueltos en sábanas en un deshuesadero. El alcalde había entregado el informe de gobierno y se esperaban “altas temperaturas” lo que quedaba de la tarde.

—¿En qué quedaron siempre con tus fotos de los niños? —le preguntó Dominico.

—En que vaya y chingue a mi madre. Que ésas no las van a publicar porque están muy fuertes y no le podemos pegar al alcalde. No así, no tan fuerte, vaya.

—Entonces ya no te hago pies de foto.

—Pues no, te digo que no las quieren. No les interesa que se sepa que el Gobierno tenía conocimiento de que a los morros les pagan con drogas. Quieren otros temas. Yo no sé qué quieren.

—Todavía traigo lo de los narcos esos. Me la siguen guardando, que porque están esperando luz verde de los dueños, ¿tú crees? —le contó Dominico, un poco afligido.

—Nomás no se te olvide quitar a la señora, que nos pidió que no pusiéramos su nombre.

—Castroso que eres... Ya sé, pero los jefes quieren nombres.

—Pues sí, pero es tu fuente. Vayan a saber los canijos esos y le anden haciendo algo a la señora —Romero estacionó el auto frente al Palacio Municipal y apagó la radio—. Órale, canijo, vas por tu elote y luego te quiero listo para terminar temprano.

—Cálmate, hombre. No me tardo —Dominico se bajó del coche y, aunque no lo sabía, ésas iban a ser las últimas palabras que le escucharía decir a su amigo.

Romero atravesó la plaza jugueteando con la cámara. Dio un vistazo a las muchachas que habían ido a echar novio y se sentó en las escaleras del kiosco. Desde ahí la vida se veía tranquila. No había más ruido que el de la gente que se divertía, de los danzantes que empezaban a llegar con sus maracas y la luz de la plaza y las estrellas. Se puso a ver el cielo en un intento por fugarse de la realidad teñida de dolor en la que vivía. Romero estaba cansado pero de a de veras, era un pesar en los párpados al despertar y una pesadumbre de llegar a la redacción y ponerse a editar las fotos del día. Le pesaba la vida, sin más.

Unos niños lo distrajeron de su ensimismamiento cuando se pusieron a echar burbujas de jabón. Dos segundos después, una mujer arrugada con un rebozo se acercó a pedirle unas monedas. Romero sacó tres de a peso y las puso en la mano de la señora. Después cerró los ojos.

La calma era tal que Romero se estaba quedando dormido cuando escuchó un balazo y el grito de un montón de personas.

El tumulto corrió hacia el Palacio Municipal y Romero se echó pecho tierra, desenfundó la cámara y quiso tomar una foto a la vieja usanza. Su padre, de haberlo visto, le habría dicho que se quiso hacer el héroe, pero cuando iba a disparar, alguien le quitó la cámara y le dio una patada en el estómago. Romero tosió y se contorsionó.

—¡Voltéate, canijo! —le gritó una voz masculina y le propinaron otro golpe en la cara—. Échate para abajo, no me veas que te la cobro —continuó la voz. Romero se puso en cuclillas y se agarró la cabeza, se acordó de cuando era niño y jugaba a las escondidas con sus hermanos. Después giró el cuello y alcanzó a ver con el rabillo del ojo a su atacante. Un tipo con pantalón verde soldado y un cuerno de chivo.

—Ya valiste madre, canijo. Te dije, papasito, que no me vieras. ¿Dónde está tu amigo? —lo golpeó de nuevo—. ¿Dónde está con el que vienes?

—Vine solo —alcanzó a decir Romero, aguantando el dolor y respirando rápido. Otro golpe, esta vez con el arma y en su cráneo, lo dejó inconsciente.

Cuando Romero abrió los ojos estaba tumbado sobre una colchoneta sucia en un cuartito de dos por dos. A su lado estaba una mujer ensangrentada y frente a él vio a Alejandro, un compañero que había conocido por allá del 2009, cuando todavía trabajaba en la Ciudad de México, un par de años después de haber terminado la carrera de Periodismo, cuando tenía fe en las letras y esperanza en sí mismo.

Romero no podía hablar, tenía cinta adhesiva en la boca y las manos atadas con un lazo. Alejandro, que también estaba atado y mudo, lo miró profundamente. Aquella fue una mirada vacía, de desolación. ¿Qué estaría haciendo ese canijo hasta allá, en el barrio más recóndito de México? Cubriendo para algún medio, seguramente. Qué más si no eso, se cuestionó y respondió el fotógrafo en la mente.

Los tres permanecieron en silencio varias horas. Romero pensó que quizá había pasado un día entero, pero el sentido del tiempo se pierde cuando no hay relojes, hasta que varios hombres entraron al cuarto.

Los sollozos de la mujer enmudecieron los oídos de Romero. Uno de los hombres lo levantó del pescuezo.

—¿No que venías solo? —le preguntó—. Ya me despaché a los otros. Tu amigo, el flaco ese, no te tuvo ni un peso de lealtad. Habló rapidito, dijo que tú eras el mono que le ayudó a dar con el Diabloque tú le pasaste el contacto de la mujer que los llevó al rancho. Que tú eras su fotógrafo, que vienes de la capital y que nos quieres destronar. Aquí los que saben mucho la pagan caro.

Con la otra mano desenfundó la M82 y le tiró un plomazo a Alejandro, sólo para intimidarlo. Romero se orinó en los pantalones y se desmayó del susto.

Al otro día lo despertó el sonido de la camioneta en la que iba a bordo, todavía con las extremidades atadas y la boca cubierta. Se acordó de Merlina, la novia que tuvo cuando vivía en la capital, su ciudad natal.

—¿A Tijuana? ¿Estás loco? En provincia está peor la cosa. Si aquí te están corriendo y no hallas trabajo allá te va a ir peor.

Ella se lo había advertido. Pero ¿qué diferencia había entre la capital y lo más recóndito y alejado del país, ese pueblito diminuto que nadie conocía?, habría pensado un Romero una década más joven. Algunos dirían que la vida en los alrededores es distinta, y podría ser que sí, en algunos aspectos, pero si alguna similitud tenían era la muerte. La ponzoña de las balas estaba en todas partes y cubrirla desde aquí o desde allá le daba lo mismo.

Romero tragó saliva, alguien le puso un costal en la cabeza y se oscureció el mundo.

Su padre, de haberlo visto, le habría propinado una santa regañiza. “Todo por una foto”, pensó. Sabía que cuando encontraran su cuerpo algún colega se encargaría de mandar la nota.