Periferias / No. 230

Traslado
 
 
I

Los rostros que miro en mi traslado son cicatrices,
heridas que se cierran sobre la piel del anonimato.
Si encuentro las oraciones exactas
podría despertar a los que duermen,
pero las palabras
que habían venido en su disfraz de relámpago
están atrapadas en la catenaria de los trenes,
alimentando el camino a ninguna parte;
busco cuál de mis imágenes puede despertar a los pasajeros,
las cubetadas de arena
lanzadas hacia las pupilas para clausurar los ojos,
las casas que ya no crecen,
como plantas
detenidas en un instante donde el tiempo se hizo cemento,
montañas a medio terminar,
las banquetas que abren su boca
para que sintamos la corporalidad de su mudez,
más corporal que nuestras sonrisas.
Todos los rostros permanecen anónimos,
cerrados como la blancura de la sal
que arde inmensamente,
que guarda en un mismo grano el espíritu de la lágrima,
la esterilidad de la tierra
y el sabor de la sopa,
así los rostros anónimos,
blancos como la sal,
buscan esconderse en los charcos de mi alma,
donde pueden sazonar la nada.
Las horas que pasamos en el transporte
deben ir a parar a algún lado.

 

II

Se marean las nubes
viendo cómo nuestras vidas comparten rumbo con el smog,
alimentamos la negrura;
allá arriba están nuestras horas de camino a casa,
nuestras horas de humo,
cuando muera iré a buscarlas
o antes de morir incluso,
cuando sienta que la juventud no me alcanza
bailaré renegrido para enternecer a las nubes
y recuperar el tiempo perdido de regreso a casa,
y cuando pueda recuperarlas
¿qué voy a hacer con las horas que perdí transportándome?
Construiré un camino desde el metro hasta mi jardín;
cuando llego a casa
después de estar rodeado de tantos destinos
impermeables los unos a los otros
las flores cauterizan mi soledad.
Haré con esas horas una trampa de atrapar milagros
para sorprender a los rostros anónimos,
los asientos de repente se abrirán
como tronos o lechos
desde donde se sueñan profecías o mapas del tesoro.
Horadaré en la tierra una garganta que grite,
y que su grito dibuje nuestro cuerpo,
una vez en el centro,
y de regreso en el borde,
un grito como medio de transporte,
inmediato.
Con las horas perdidas tejeré un lenguaje
para poder escuchar lo que miran los árboles,
preguntarle a las hojas y a la corteza
cómo ven nuestra ciudad,
si en nuestro hormigueo sienten sinfonía o apocalipsis,
retrato de un lenguaje o hagiografía de un silencio.
Con las horas perdidas sobornaré al viento
para que nos deje vivir en sus soplidos.
Un día nos devolverán todas las horas perdidas en el camino a casa,
y me haré con ellas un collar o un sándwich,
o, si me alcanzan,
un camino que llegue a los desiertos de la luna,
para relevar al polvo que me cubre:
que la pelusa que asfixia mis recuerdos sea lunar.
Cuando pueda tener todas esas horas
las encuadernaré en un bestiario de rostros anónimos,
o haré un bosque con ellas,
un bosque feliz,
que no pueda ser testigo de ninguna ciudad,
en un eterno otoño.
Me esconderé en las grietas del concreto,
las grietas que lo hacen parecer más vivo,
porque sus grietas,
entre todo lo que pueden tener,
son lo más parecido a venas.
Arrancarme esta sensación de estar lejos,
que estalle en el humo de los fuegos artificiales,
que grafitee la partitura de su estruendo
en una pared de anuncios pasados,
o que se haga amiga de uno de esos caos suburbanos,
que migraron aquí porque no caben en la ciudad.
Cuando las casas comenzaron a llegar
a las criaturas no les dio tiempo de huir,
ahora los duendes tienen establos de cucarachas
y las hadas tejen sus hechizos con señales de internet,
a unos el corazón se les muere de hambre
y a otras sus palabras se les escapan a los satélites
de donde nunca podrán caer.
Vivo en la periferia, no tengo miedo de morir.