Periferias / No. 230

La redada



—Si se levanta en la noche, le avisa a Silvia, ma —susurró Alicia mientras subía el primer escalón camino a su habitación—. No se vaya a caer por no prender las luces.

Doña Cristal sonrió ligeramente y asintió mientras observaba a Alicia. Aún a sus 40 años le seguía pareciendo la misma niña temerosa y nerviosa de siempre. Para doña Cristal era imposible no pensar en sus dos hijas, Alicia y Silvia, como un reflejo de lo que fueron en su infancia. El par de hermanas había decidido hacer su vida junto a su madre en el hogar que las vio crecer. Las tres vivían en una casita en la parte vieja del pueblo. Una casa que, gracias al esfuerzo de las tres, había sido remodelada hace algunos meses. El día de la inauguración, doña Cristal y sus hijas invitaron a varias de las vecinas de la cuadra y a algunas de sus familiares para que vieran el nuevo piso brillante, el barandal color esmeralda y el segundo nivel recién construido. Doña Cristal pensaba muy a menudo en ese día, en las sonrisas de sus hijas y en la sensación cálida que sintió en el pecho al verlas bailar en la sala de su hogar. Era cierto que doña Cristal amaba profundamente a cada uno de sus cinco hijos, pero el cariño que sentía por Alicia y Silvia era descomunal. Al fin y al cabo, fueron ellas quienes se quedaron a su lado en ese pueblo fantasma aun cuando fue invadido por una violencia feral.

Desde hace unas semanas, Alicia se había mudado a una de las habitaciones vacías del segundo piso que añadieron en la remodelación. Pensaba que ahí no se escucharía la música que ponía para hacer ejercicio antes de dormir. No quería despertar a su madre ni a su hermana. Además, en el espacio extra podía poner el tapete de yoga que le había regalado una de sus sobrinas en Navidad. Subió las escaleras sosteniendo un vaso de agua mientras observaba la puerta principal a través de las ranuras entre cada escalón, asegurándose de que estuviera bien cerrada, con sus cuatro llaves encima. La tranquilizó ver el cerrojo plateado nuevo y las llaves colgando en un tornillito clavado en la pared cerca del cuarto que su madre y hermana compartían aunque hubiera otras tres habitaciones vacías en el hogar.

Doña Cristal se acostó en su cama individual, la cual todavía sentía ajena. Después de dormir casi 50 años junto a su marido, cualquier cama le parecía medio vacía. A decir verdad, toda la casa le recordaba a su difunto esposo. No le quedaba más que alimentarse a diario de sus recuerdos y buscar los ojos de don Alfonso en los rostros de sus hijas. La soledad era uno de los padecimientos más graves de doña Cristal; la melancolía la atormentaba a todas horas. Por eso compartía habitación con Silvia. Le hacía bien escuchar la respiración de su hija por las noches; fue el único sustituto que encontró después de que ambas mujeres se negaron a conservar el colchón que tenía marcada la silueta de su padre. En el fondo sabía que tenían razón, que hacerlo sólo empeoraría su nostalgia, pero añoraba volver a recostarse en ese hueco que dejó la partida de su primer amor.

Después de aplicar el ungüento que la doctora le recomendó para sus dolores de espalda, doña Cristal se acostó y observó cómo Silvia conectaba el cargador de su teléfono al enchufe:

—Oiga, ma, mañana me levanto temprano para ir a la escuela, tengo junta de consejo técnico. Voy a procurar no despertarla, pero si se despierta se duerme otro rato porque en la tarde tenemos que ir al rosario de doña Elena —doña Cristal asintió cerrando los ojos, indicándole a su hija que era hora de dormir—. Le dice a Alicia que no se le olvide recoger el arreglo de flores que compramos.

Ambas se recostaron en sus camas. Doña Cristal cayó dormida de inmediato. Silvia leyó un libro sobre una mujer que vivía en una casa a las orillas del mar. El texto le recordaba sus propios sueños, cuando en su juventud deseaba dejar todo atrás con tal de sentir la arena entre los dedos de sus pies. Abandonó rápido esa ilusión y se tapó con las cobijas, intentando conciliar el sueño. Afuera la noche parecía normal, el único sonido que se escuchaba era el de las camionetas a toda velocidad con narcocorridos de fondo y el de las campanadas de la catedral, puntuales a cada hora.

No fue sino hasta las tres y media de la mañana que el sonido de un metal contra la puerta las despertó. Los retumbos de las paredes hicieron que el vaso de cristal de Alicia cayera al suelo y se hiciera pedazos. Aterrada, tomó la chamarra que yacía encima de su pequeño sofá. Ni siquiera alcanzó a agarrar su teléfono. Bajó las escaleras mientras observaba de nuevo la puerta principal. Silvia corrió a pararse frente a la puerta del cuarto que compartía con su madre, aferrando sus manos resecas al marco, sabiendo bien que, pasara lo que pasara, no la iban a mover de ahí. Alicia y Silvia se vieron a los ojos sin poder pronunciar ni una sola palabra. En ese momento desearon que las historias sobre las gemelas fueran ciertas, que tuvieran telepatía, que se pudieran decir que se querían y que todo iba a estar bien, o que al menos pudiera despedirse una de la otra. Las hermanas aún no alcanzaban a entender lo que estaba sucediendo cuando la pesada puerta de metal cayó contra el suelo, causando que la losa nueva se hiciera añicos. Un polvo grisáceo llenó el pasillo que llevaba hasta las escaleras. Hasta unos segundos después de que la polvareda se disolvió, Alicia y Silvia pudieron ver a más de 30 de hombres armados hasta los dientes, con chalecos antibalas y caretas oscuras invadiendo su hogar:

—Ahora sí, hijas de la chingada. Venimos por el Coyote.

Las hermanas se miraron entre ellas. No sabían qué hacer y mucho menos a quién avisar de lo sucedido. ¿A la policía? En ese pueblo la policía no servía para nada. Los oficiales eran parte de los cárteles y viceversa. Era casi imposible distinguir a uno del otro. ¿A sus hermanos? Se habían ido a la capital y desde ahí no podían hacer nada. ¿A algún amigo?Ninguno sería capaz de hacerle frente a 30 armas. Alicia y Silvia tenían la mente en blanco. Además, no alcanzaban a distinguir si los chalecos que portaban los hombres pertenecían al Estado o no. Podían ser parte del nuevo cártel que se adueñaba poco a poco del pueblo o del que había gobernado por varios años a mano dura y ahora luchaba por reclamar su territorio. Ninguna de las tres lo sabía. Doña Cristal, aterrada, se sentó en su cama y tomó el rosario que estaba encima de su mesita de noche. Rezaba silenciosamente pero no sabía qué pedir: que las mataran rápido y no sufrieran mucho o que los hombres se fueran y las dejaran en paz. Estaba indecisa entre abrir o cerrar los ojos, no sabía si quería ver a sus hijas apuntadas por armas o no ver nada y sólo esperar el disparo en la sien. Intentaba encontrar otros sonidos e ignorar los de los muebles rompiéndose y las botas pesadas contra el suelo. Quería escuchar a la gente gritando en la calle o las sirenas de policía, pero no se oía nada. Afuera todo estaba callado, como si al ver las camionetas todo el mundo hubiera huido sin siquiera avisarles.

—¿Por quién? Están equivocados —dijo Alicia con la voz temblorosa—. Aquí sólo vivimos mi mamá, mi hermana y yo. No sabemos quién es él.

Uno de los hombres se acercó a ella con una pistola apuntándole a la cabeza. La jaló del brazo mientras otros encapuchados corrían a abrir las puertas de las habitaciones del segundo nivel. En ese momento Silvia ya estaba hincada, mirando las botas de un hombre alto que le repetía que si se movía se moría. Alicia caminó junto a dos hombres, uno al que le decían “Capitán” y otro que seguía al pie de la letra sus órdenes. Le dijeron que tenía que acompañarlos a revisar toda la casa. La recamarita de la televisión fue la primera; no encontraron nada de lo que buscaban, lo único que Alicia pudo observar fue el sillón rajado por una navaja con el relleno de fuera y los libros antiguos de don Alfonso tirados por todo el lugar. Después caminaron a la habitación en donde estaba su madre. Doña Cristal abrió grandes los ojos en cuanto vio al hombre entrar. Con la piel de gallina y un grito atorado en la garganta, le sostuvo la mirada a través de la careta gris:

—Señor, aquí sólo vivimos mis hijas y yo. Estoy enferma, por eso no me paro. Pero no van a encontrar nada más. Mis hijos varoncitos están en la Ciudad de México, pero ya tienen sus vidas hechas. Uno es profesor, el otro contador y el más chico tiene una panadería. Le juro que aquí no hay nadie más que nosotras tres.

El Capitán asintió mientras abría los armarios del cuarto. Aunque doña Cristal le recordaba a su propia madre, se había prometido no sentir desde que empezó a trabajar en las redadas. Sabía que con esa gente no podía ser compasivo, porque si lo era, quien iba a acabar pagando las cuentas era él.

—¿Y sus nietos? Nos dijeron que el Coyote andaba aquí. Fue una indicación de arriba, jefecita, por eso vinimos. No les vamos a hacer nada, sólo lo queremos a él.

Doña Cristal sintió un escalofrío en la nuca ante la mención de sus nietos. Le aterraba pensar en cualquiera de ellos con un arma contra la nuca. Se imaginaba que ninguno andaba en malos pasos y, aunque no estaba segura, se aferró a esa declaración:

—Mis nietos tampoco están aquí. Todos estudian en la capital o en otras ciudades. Una de ellas ni siquiera vive en el país. Todos son buenos niños. Se lo juro que no conocemos a ningún Coyote.

Doña Cristal decía la verdad. Sin embargo, el comando que había ingresado a su hogar seguía desplazándose a lo largo del primer y del segundo piso. Los vecinos pegaban en las paredes, el tum tum tum no era más que el lenguaje secreto de ese pueblo: el tum tum tum les preguntaba si aún seguían vivas. Ellas no podían contestar porque el Capitán y sus hombres las seguían sigilosamente por su casa; además, no sentían la fuerza suficiente como para alzar el puño y recargarlo contra la pared. Las puntas de sus dedos estaban congeladas, casi azules, y las pistolas contra la nuca, la sien o la espalda les hacían sentir fuego en las entrañas.

Silvia tenía los ojos llenos de lágrimas de coraje porque estaban desmadrando su casa. La casa que tanto trabajo les había costado remodelar para cuando toda la familia viniera en Navidad. En esos momentos, se imaginaba que lo que estaba sucediendo no era un error, que habían enviado al comando armado para intimidarlas, que habían dado falsa información para que les destrozaran su nuevo hogar. A fin de cuentas, a nadie en el pueblo le gustaba que tres mujeres vivieran solas. Sin protección, decían algunos. Así, sin ningún hombre a su lado.

—Si él ya se fue, entréguenos las armas o ya de menos el producto, jefecita.

El Capitán miró debajo de la cama de doña Cristal: en el piso había algunas cajas de zapatos viejos de don Alfonso y varios álbumes familiares amarillentos. En esa casa sólo había fantasmas empolvados. El comando continuó desplazándose a lo largo de la casa número 46 de la calle Matamoros. Afuera, cuatro camionetas blindadas y algunos hombres armados esperaban a que la operación terminara. Los vecinos se asomaban desde sus ventanas. Algunos rezaban; otros buscaban sus armas en caso de que los hombres decidieran ingresar a sus hogares. Ninguno prendió sus luces ni se asomó a preguntar por las tres mujeres. Fingían que en sus casas todos estaban dormidos, fingían que los bebés no estaban llorando por el sonido de las botas militares pesadas, por los libreros azotando contra el suelo o por los platos de cerámica haciéndose añicos. Eran cómplices silenciosos, demasiado asustados como para pensar en ayudar a Alicia, Silvia o doña Cristal.

La redada duró casi una hora y media, tiempo suficiente para que les destrozaran el hogar. Alicia siguió caminando junto a un hombre que revisaba cuarto por cuarto, esperando no sólo encontrar al Coyote, sino encontrar también el momento perfecto para dispararle de una vez a la mujer que llevaba frente a él. El pelo rojizo de Alicia le recordaba a su exmujer. Verla temblar al abrir cada puerta lo hacía enojar, prefería las redadas en las que encontraban lo que buscaban desde un principio y así podían subirse a las camionetas, regresar al cuartel principal y tomar cerveza fría. Incluso prefería aquéllas en las que podía disparar.

Abajo se escuchaba al Capitán intentando negociar con doña Cristal. Silvia había dejado de llorar, sólo seguía con la mirada a su hermana, rogando que no encontraran nada que los hiciera sospechar. En una de las habitaciones había un baúl con ropa vieja de sus hermanos y de don Alfredo y si lo veían, iban a pensar que estaban escondiendo algo. A esas alturas ya estaba considerando resignarse a morir. Podía imaginarse las primeras planas de los periódicos amarillistas de la mañana siguiente. Veía en letras grandes y rojas un titular que indicaba que dos mujeres solteras y su madre habían sido asesinadas a sangre fría. Ni siquiera se molestarían en escribir sus nombres. La noticia se iría enterrando poco a poco junto con las otras miles de muertes de mujeres en su pueblo y, tarde o temprano, se convertirían en una cifra más. Su casa se quedaría vacía. En ruinas. Adentro sólo encontrarían huecos en forma de balas, espejos rotos y la advertencia de que ese pueblo no estaba hecho para que las mujeres lo habitaran.

El Capitán sentía una mezcla de vergüenza y furia. Vergüenza por no encontrar nada que llevarle a su jefe y furia por haber malgastado horas de trabajo buscando algo que no existía. O por lo menos no ahí. Estaba cansado de interrogar a doña Cristal y descubrir que con cada respuesta se asemejaba más y más a su madre; una mujer que enviudó hace diez años, que había criado a sus hijos con cariño y devoción, y que ahora era una abuela amorosa, acongojada por sus dolores de espalda y de huesos. Sus hombres lo habían revisado todo: debajo de los colchones, entre las plantas que Silvia regaba religiosamente y hasta en los cajones de ropa interior. No había nada. Ni un arma, ni una bolsita con droga, ni algún indicio de que el Coyote hubiera estado ahí. Las mujeres ya parecían acostumbradas al frío del rifle contra sus cuerpos. El Capitán dio la orden de que se retiraran y observó cómo Alicia y Silvia, exhaustas, se acercaban a la cama de doña Cristal, que no había dejado de temblar ni un sólo segundo.


—Jefa, una disculpita. Nos dieron la información mal. Ya nos vamos. Voy a seguir buscándolo. Nomás cuídese porque a nosotros nos mandaron acá.

Doña Cristal asintió mientras sentía que su alma regresaba a su cuerpo y escuchó cómo poco a poco su casa se iba quedando vacía. Hasta creía sentirse agradecida con el Capitán. No tenía corazón para voltear a ver a sus hijas, que lloraban desconsoladamente contra las cobijas de su cama. Se quedaron así unos minutos hasta que escucharon que las camionetas se fueron. Después de media hora, los vecinos comenzaron a llegar con birotes, pan dulce y café recién hecho. Les pedían información, querían saber qué había pasado. Las mujeres se limitaban a decir lo mínimo, sabiendo bien que hablar de más les podía costar caro. Agradecieron que ninguno de los hijos o nietos varones hubiera estado en la casa, pensaban que se los podrían haber llevado y matado sin siquiera confirmar su identidad. Y peor si hubieran sido sus nietas, a ellas las habrían violado antes de dispararles en la nuca y aventar sus cuerpos en el pasto junto al río. Así había pasado antes, así habían matado a doña Elena y a su hijo. Silvia le pidió a una de sus vecinas que avisara que no iban a aceptar más visitas, que estaban muy cansadas, que ya sólo estaban esperando a que amaneciera bien para llamar a un herrero o un constructor que les ayudara a alzar su puerta principal. Los vecinos se limitaban a cuchichear entre ellos y a observar a través de la puerta rota la casa que en ese momento asemejaba las ruinas de un terremoto o de un huracán.

Las tres mujeres caminaron hasta su cocina, no sabían qué decirse la una a la otra. Silvia hizo quesadillas para desayunar mientras escuchaban el noticiero en la televisión. Nadie hablaba de lo que había pasado en la calle Matamoros. Comieron poco, aún con el estómago revuelto. El polvo no las dejaba respirar bien. Sentían que la casa estaba llena de cenizas, pero no sabían si las cenizas eran de las muertas del pueblo, de don Alfonso o de ellas mismas. En el pueblo, la noticia voló rápidamente: las mujeres recibían mensajes y llamadas que preferían ignorar. Querían que todo el mundo se olvidara de lo sucedido, tenían miedo de que el Capitán y su comando armado regresaran a visitarlas. Tenían aún más miedo de que el Coyote fuera a verlas, de que descubriera que su hogar era un lugar seguro para esconderse ahora que ya lo habían buscado hasta en el último rincón. Alicia, por su parte, se aferraba a la idea de que un rayo nunca cae dos veces en el mismo lugar. Cansadas, asustadas y nerviosas intentaron seguir con su día. Recogían poco a poco los escombros, temblando cada vez que escuchaban alguna camioneta pasar cerca. Silvia miraba por una ventana, pidiéndole a Dios que el sol no se escondiera, que no llegara la noche y con ella la oscuridad. Los vecinos les ayudaron a colocar la puerta en su lugar, así intentaron aliviar la culpa que los carcomía por dentro por no haber apoyado a las mujeres. Alicia se acercó a verificar que la puerta estuviera cerrada y en la pared pudo ver una cruz roja; no sabía si significaba que su hogar ya había sido revisado y que ahora tocaban los demás de la cuadra o que era ahí en donde estaba escondido el tesoro; en donde los hombres podían entrar a romper, jalar y golpear sin miedo a que algo más pasara. Ahora las tres mujeres tenían que vivir así: con el miedo constante de que las cenizas resurgieran de entre la losa rota, con la silueta del Coyote marcada en las paredes de su casa.