Concurso 52 | Temor / No. 229

Ya se veía venir
Crónica: Primer premio


El suelo del parque absorbía los remanentes de la lluvia matinal. Había algo de lóbrego en el ambiente. Quizá se debía a aquel contraste que logra recrear el cielo gris frente al verdor de los ficus mal podados: los árboles de toda la vida, en días como ésos, deslumbran de una manera hermosa o, al menos, así se ven en las fotos, al fondo. En el primer plano están un niño y el presidente municipal con rictus de desagrado.

Ocurrió al final de un evento para entregar unas plantas de coco híbrido resistentes a la enfermedad del amarillamiento letal, aunque las autoridades locales le dieron mucha importancia, como si con eso fueran a rescatar al moribundo sector agrícola y forestal de Agua Dulce. Era viernes 24 de enero de 2014. 11 y algo más de la mañana. El niño se acercó al alcalde y yo tomé dos fotografías. La correa de piel del reloj que estrangulaba la robusta muñeca del edil era del mismo tono café rojizo que el cuello de la camisa del chico, aunque la guayabera del alcalde resplandecía de lo blanca que era, mientras que la prenda del joven interlocutor no era más que un recuerdo de lo que alguna vez fue blanco: un godete percudido, con huellas oscuras y el nombre del videojuego God of Wars cosido al pecho. Si bien las edades de estos dos personajes eran distantes entre sí, había algunas similitudes entre ellos: ambos eran morenos, llevaban el pelo engominado y portaban la ropa arrugada. El alcalde escuchó al niño por poco tiempo, sin sacarse las gruesas manos de los bolsillos ni quitarse las gafas que se opacaban automáticamente en el exterior y que eran el último grito de la moda entre los políticos priistas de Agua Dulce. Aunque no nos sorprendió demasiado lo que Daniel Martínez haría en su gestión como presidente, lo que nunca imaginé fue que al año siguiente aquel chico sería hallado en el basurero municipal, asesinado de un corte en el cuello. Su nombre también era Daniel.

***


Seis meses después de haber visto —y no— a Daniel por primera vez conocí, sin saberlo, a sus padres y a su hermano pequeño en circunstancias separadas.

Hay un refrán que reza "pueblo chico, infierno grande". Algo así es Agua Dulce. Un lugar relativamente pequeño en donde todo mundo conoce a todo mundo, y en el que incluso puedes llegar a la casa de alguien con sólo preguntar por ahí. Así me localizó Sandro Morales de los Santos. Nos quedamos de ver en el parque central de la ciudad y lo hallé sentado en una de las bancas de granito pulido.

Me contó que un día antes, el sábado, caminaba por el centro porque iba a una consulta médica, cuando alcanzó a ver a un hombre que, según, le había robado diversas cosas, entre ellas una perra. Pidió apoyo a una patrulla, y mientras esperaba increpó al otro individuo. Cuando la unidad llegó, lo detuvieron junto con Jesús Alvarado, de 19 años. Antes de ingresar a los separos, le quitaron sus pertenencias en la entrada. Supuestamente Sandro cargaba con él mil pesos y el pulso de oro de su hijo menor, que llevaba a reparar cuando ocurrió el alboroto. Encerrado, Sandro se quejó de que se sentía mal, y comentó que por eso iba al doctor.

—A mí no me importa si te mueres ahí adentro —le respondió Maritza Cuéllar, la jueza calificadora a la que recordó Sandro como una trabajadora del Ministerio Público que una vez le pidió 300 pesos para poder iniciar una denuncia.

Me extendió una copia de la boleta de la Tesorería Municipal. Le cobraron 700 pesos "por alterar el orden público". La multa, infirió él, fue estimada a partir del dinero que vieron que traía, pues habitualmente salir de la cárcel por algo así costaba unos 300 pesos. Sólo que, a falta de tabulador oficial y un reglamento, la jueza ponía el monto "a ojo de buen cubero". La queja del hombre, además de la costosa multa, era que no le habían devuelto la esclava de su hijo. La nota con su relato salió publicada el lunes, y por el alboroto el municipio ofreció reembolsarle los 700 pesos de la multa, aunque nunca recuperó la prenda. La funcionaria aseguró que no se había quedado con nada. En el pueblo ahora la señalaban de ladrona.

***


Afuera de un OXXO abría la puerta un niño enclenque, más pequeño que la edad que decía tener, pero calzado en chanclas de "pata de gallo" algunos números más grandes de lo que medían sus pies morenos. La gente entraba y salía como si la puerta fuera automática. El niño era un resorte, un mecanismo que formaba parte de la puerta de la tienda de conveniencia y nada más. Me habló con su voz aguda para ofrecerme en 12 pesos una bola de pozol, la bebida tabasqueña por excelencia hecha a base de maíz y cacao. Me disculpé comentándole que no me gustaba, pero le hice plática y le pregunté cómo se llamaba.

—José —mintió.

Dijo que iba a la primaria vespertina y que sus compañeros se burlaban de él por tener que salir a vender para ayudar en casa.

—Me dicen que si no tengo papás para que me den dinero —se lamentó, pero rápido agregó—: malo es si estuviera pidiendo o robando; en eso de estar robando te pueden cachar y seguro es para los que sienten que están solos.

De nueve a 12 del día sale con una cubeta blanca amarrada a un diablito, y se pone afuera de la sucursal del OXXO de la calle Transístmica, emblemática por ser la primera en aquel pueblo de 40 000 habitantes antes de que se reprodujeran como garrapatas y acabaran con los comercios locales.

Un día, me contó en la charla, se lo llevó el DIF. Una mujer a la que le abrió la puerta lo acusó de pedir dinero. Aunque él insistió en que no era cierto, lo trasladaron a las oficinas municipales, donde su papá tuvo que irlo a buscar. También mencionó que, a veces, hombres de cabellos teñidos le han ofrecido que se vaya con ellos. En realidad se refirió a ellos como "señores güeros", pero confesó ignorar qué intenciones podrían tener. En tales circunstancias hizo lo que su padre le enseñó: no hacerle caso a las personas desconocidas.

Cuando terminamos de platicar me confesó que no se llamaba Juan, sino que era una treta que empleaba desde el incidente con el DIF. Afirmó, entonces, que su nombre era Daniel. Le creí, y a partir de aquel día me referiría a él como "Danielito". Años después caí en la cuenta de que así se llamaba su hermano mayor y, sólo entonces, de lo parecidos que eran. También me pregunté si alguna vez conocería su celoso secreto. Esa tarde, su madre llegó preocupada hasta el negocio familiar en el que me encontraba. Me preguntó por la plática con su hijo y cuáles eran mis intenciones. Le respondí que me parecía loable el esfuerzo que hacía y que deseaba contar la historia. Ella aceptó feliz y remató diciendo que estaba orgullosa de tener un niño de buen corazón. Antes de irse me comentó que, apenas unos días antes, yo le había ayudado a su esposo con una nota por una detención injusta.

***


A lo largo del 2014 y principios de 2015 me encontré varias veces a "Danielito", hasta que un día me presentó a su hermano mayor. Andaban montados en un viejo triciclo tubular en el que emprendieron un negocio de acarreo de basura, aprovechándose del deficiente servicio de limpia pública. Cobraban cinco o diez pesos a cambio de deshacerse de las bolsas o algún mueble que estorbara en el patio.

Los hermanos pedaleaban hasta atrás del parque, en la esquina en donde se estacionaban los únicos dos camiones de basura que operaban en todo el municipio. Al principio podían echar la basura, pero uno de los trabajadores vio en ellos una oportunidad, y comenzó a cobrarles una cuota a cambio de echar los desperdicios en los contenedores. Los niños fueron más astutos y se negaron: entonces botaron la basura en diversas partes de la ciudad, en donde se acumulaban montañas de bolsas con desperdicios, hasta que los empleados municipales se vieron obligados a levantarlas sí o sí.

Era mayo cuando publiqué la nota sobre los cobros. Los niños y otras personas que tenían un trabajo similar se fueron a quejar al municipio. En una ocasión que los hermanos estaban afuera del OXXO de la calle Transístmica, el alcalde llegó en una lujosa camioneta asignada al Ejecutivo y adquirida con el erario; trataron de hablar con él sobre el problema, pero los ignoró. Por eso tomaron la decisión de regar por la ciudad la basura que recogían de las casas. Gracias a eso, el regidor primero les hizo caso y les otorgó permiso para tirar las bolsas en los camiones, sin cobro, siempre y cuando dejaran de botarlas por las calles.

***


Terminaba agosto cuando descubrí un improvisado cartel pegado en el muro sin repellar de Bodega Aurrerá, el único supermercado de cadena en aquel Agua Dulce que, para entonces, ya estaba sumergido en una violencia creciente: desapariciones forzadas, asesinatos en la calle y fosas clandestinas que vomitaban cuerpos desfigurados por la hinchazón putrefacta, momias de arena o huesos limpísimos, roídos y sin carne, y ebúrneos cráneos de sonrisa macabra despojados de dignidad y rostro humanos.

La gente que salía de la tienda no se detenía a ver aquel grito de "SE BUSCA" en letras moradas debajo de la fotografía de un niño con uniforme de secundaria y una mochila roja cruzada por el torso que descansaba bajo su palma izquierda. El volante tenía escrito a mano algunos datos importantes. Primero, un teléfono celular y un nombre con una referencia de contacto y, segundo, como cabecera, el nombre: "MeYamo Arturo DANieL".

Telefoneé al número adjunto. Una mujer llamada Laura me explicó que ella era conocida de la mamá del muchacho, que estaba desaparecido desde hace un par de días cuando salió de casa para ir al centro a cobrar unos tamales. Como no había vuelto estaban preocupados por él y decidieron pegar los carteles por si alguien tenía alguna información. No había denuncia por desaparición. Tampoco creían que hubiera algún motivo por el que el chico hubiera decidido irse de casa. Agradecí la información y dije que saldría al día siguiente en el periódico. La nota de cinco párrafos se publicó el 28 de agosto, el mismo día que lo encontraron.

La dinámica de la muerte en Agua Dulce hacía difícil saber, al momento en el que hallaban un cuerpo, de quién se trataba. Tenía el contacto del dueño de una funeraria que trabajaba para la Fiscalía y que me llamaba por teléfono para anunciar las tragedias de manera críptica. Me dijo que habían encontrado un cuerpo en el basurero municipal. Para entonces, sólo sabía que se trataba de un varón degollado. Los de la funeraria dijeron que estaba pesado y que fue difícil sacarlo de la llanura de desechos para subirlo a la plancha. Lo encontraron cuando removían la basura que una máquina compactaba para que la ciudad pudiera seguir vertiendo desperdicios por algunos años más, hasta que el suelo se embriagara de lixiviados y el horizonte se tapara de desechos.

Tres personas extrajeron la plancha mortuoria de la camioneta, que parecía un comal humano, para ingresarla a la morgue. El perito y uno de los trabajadores de la funeraria lo sostuvieron de las asas superiores, y el dueño avanzó de espaldas, guiándola con ambas manos del lado donde se juntaban los pies. Aunque el cuerpo estaba envuelto en una bolsa plástica negra, la pierna izquierda en rigor mortis se asomó, confirmando, amarillenta y con su brillo apagado, que la carga que los tres se afanaban por maniobrar era una vida extinta.

Mientras esperaba afuera del local, me llegaron dos fotografías que un elemento de la Policía Estatal tomó en el sitio. En una el perito caminaba en una zona llana del basurero, hasta donde podían entrar los camiones para descargar. La otra era de un poco más adentro, donde se sobreponían los residuos en capas agrias. El perito reía. Lo capturaron mientras se agachaba para terminar de rodar el cuerpo pálido, de torso desnudo, bermudas negras y un hueco en la rodilla derecha por el que se advertía la carne morada. Yacía entre cartones, restos de un árbol, una llanta, un mueble deshecho y otras cosas que acabaron en el vertedero local. Por alguna razón, la mayoría de los objetos en el lugar eran de un color sucio, un café basura que parecía haber absorbido el cuerpo doblado de las piernas, congelado en una posición como si fuera a echarse a andar en cualquier instante. El perito parecía ignorar toda la pestilencia y el cuerpo bajo sus manos. Bromeaba, posiblemente, mientras con una sonrisa amplia levantaba otro muerto, porque ése suele ser el trabajo de la Fiscalía: recoger cadáveres, no investigar por qué fueron asesinados.

Me dirigí a la oficina gris rata de la Policía Ministerial para saber si alguien ya había identificado el cuerpo. Afuera encontré a una mujer que daba vueltas sobre la acera, inquieta, junto con un niño pequeño. Le pregunté, con la mayor delicadeza que se puede emplear en estos casos, si era familiar de la persona que habían encontrado por la mañana. Respondió que ella se llamaba Irene Carmona, y que su hijo estaba desaparecido. Su esposo andaba en la funeraria para ver si era él o no, pues les habían llamado. Busqué la fotografía del cartel afuera del supermercado para mostrársela, y me confirmó que era a él a quien buscaban. Ella, que me reconoció desde el inicio, me hizo recordarla. Me dijo que era la mamá de "Danielito". El niño que iba con ella era el más pequeño, al que yo aún no conocía, y era al hermano mayor al que buscaban. Finalmente recordé la forma de su cara, los ojos pequeños, el pelo engominado en punta de la fotografía. Sentí que el alma se me iba al suelo.

—Hay otros niños desaparecidos —mencionó, de pronto, ensimismada. Tenía la confianza de que no fuera él, aunque eso implicara que siguiera desaparecido.

Mientras esperamos, Irene me platicó un poco más de Arturo Daniel Morales Carmona. Acababa de iniciar el segundo año en la telesecundaria de "El Burro" y la ayudaba a vender los tamales que hacía, al igual que su hermano menor. Por cada tamal vendido a 17 pesos, él y su hermano ganaban dos.

—Le gusta vender, lo hace para ayudarnos y ganarse su dinero. No tiene ni celular ni computadora, pero le gusta jugar al Xbox, y con lo que gana renta allá atrás del parque —relató.

A veces se saltaba el juego, volvía temprano a casa y le preguntaba a su mamá si quería un refresco. Ella asentía y el chico iba a comprar una Coca-Cola para compartir.

El martes salió a cobrar unos tamales que había vendido unos días atrás. Se fue a las 19:25 horas y mencionó que regresaría a buena hora, pero no volvió.

Cuando Irene notó la desaparición de su hijo, acudió a la Policía Municipal, pero le dijeron que no podían recibir su reporte sino hasta que pasaran 72 horas. Después fue al Ministerio Público y quiso poner una denuncia, pero nada más se levantó un acta circunstanciada. La desaparición de Arturo no activó la Alerta Amber.

Desde entonces sus dos hermanos menores lloraban, mientras el padre, Sandro, apegado a la iglesia, intentaba tranquilizar a su esposa:

—Déjame que me comunique con el cielo para que vea a mi hijo —le dijo, y por fin, la noche antes de que apareciera, lo vio en sueños.

Después de darme estos detalles y de agregar que vestía camisa de cuadros de color beige y unas bermudas, también a cuadros, finalmente me soltó la pregunta:

—¿Sabes si es mi hijo?

Le dije que no sabía porque estaba tapado, pero que había escuchado que pesaba mucho, así que podría ser de un adulto. Lo hice en un intento por reconfortarla. Y también porque, en el fondo, no me cabía en la cabeza que alguien pudiera asesinar a un chico de 13 años.

El cacharro de la Ministerial se estacionó arriba de la banqueta, frente a la oficina. Del lado del copiloto descendió un hombre flaco que parecía haber envejecido cinco años de golpe. Lo reconocí de un año atrás en el parque: era Sandro. Desencajado, pronunció algo, pero nadie entendió qué. Caminó hacia su esposa y su hijo, pero parecía como si se fuera a desarmar en el trayecto. Irene se acercó a él y los seguí a la distancia con la mirada. No acababan de acortar los cinco metros que los separaban cuando noté que pronunciaba algo.

—Sí, es él —murmuró más para sí que para la mujer y el niño que esperaban una noticia. Pero el célere movimiento de sus labios bastó para ser interpretado por su esposa.

El hermanito pequeño, más joven que "Danielito", sollozó ante la confirmación de que su hermano fue encontrado muerto en un basurero, con la garganta destrozada. Un lamento coral se orquestó con una carga de rabia y melancolía. Irene se retorció de impotencia.

—No se metía con nadie —gritó Irene, para luego recibir los reclamos del padre de ¿por qué lo mandó?, ¿por qué lo dejó ir?, como si la culpa recayera en ella. Luego, entre otros lamentos y maldiciones, la mujer reclamó que perdió a Arturo por una persona que no quería al muchacho cerca de su hija.

Arturo no poseía más que tres pares de zapatos en casa y su ilusión, según su madre, era convertirse algún día en un ingeniero ambiental y tener un cuarto con piso de mosaico. Sus padres insistieron en que no tenía motivos para morir.

***


Desde entonces, "Danielito" luce más melancólico que de costumbre. Durante un tiempo trabajó de cerillito en el súper local, pero luego lo corrieron, y ya ni siquiera lo dejan vender tamales afuera. A veces se atravesaba enfrente de los autos, toreándolos con su vieja bicicleta y sus chanclas rotas, como si esquivara la muerte siendo más rápido que ella.

En una ocasión que nos encontramos, le prometí que lo invitaría a desayunar. Quedamos de vernos en el parque. Fuimos a un carrito de tacos que se ponía enfrente de la plaza. Pidió con timidez tres y un agua de horchata, pero los devoró con ahínco. Luego nos sentamos en las bancas de granito del parque, justo enfrente del lugar donde entrevisté a Sandro, su padre, algún tiempo atrás.

—A mi hermano lo mataron por 20 mil pesos —soltó de repente. Eso fue lo que escuchó decir a su madre. Que un hombre lo mandó matar porque no quería que anduviera con su hija.

Cuando volvimos caminando por el parque logró sonreír un poco por el almuerzo, y señaló con el dedo el local de videojuegos al que a veces iba con Arturo, pero después posó los grandes ojos cafés en unos columpios oxidados instalados sobre el pasto.

—Aquí venía con Arturo y, a veces, nos sentábamos en los columpios y nos olvidábamos por un momento de todo, como si fuéramos chiquitos.

Quise decirle muchas cosas, pero se me quedaron agolpadas en el pescuezo como un nudo rígido y doloroso.

—Lo extraño mucho.

Los homicidios siguieron acumulándose unos sobre otros, contados y borrados a final del año en el reinicio del ejecutómetro que puntualmente registran los periódicos. Las muertes continuaron criminalizándose. Lloradas por quienes los amaron, repudiadas por los demás por haber sido firmadas con plomo como seña inequívoca de que sus malos pasos los llevaron a ese despeñadero. Años más tarde abandoné aquella ciudad convulsa, deformada: en aquel lugar donde todos nos conocíamos, nos volvimos extraños. De cuando en cuando pregunto cómo van las cosas por allá. He escuchado que "Danielito" todavía anda por ahí en su bicicleta, echándole carrera a los autos cuyos conductores amenazan con aplastarlo uno de estos días de pandemia. Ha de tener casi la edad en la que quedó atrapado su hermano, y pareciera condenado a ser más parecido a él que la simple reproducción de sus facciones prematuramente endurecidas: avanza por Agua Dulce como una figura veloz e invisible, una molestia callejera de voz aguda, una sombra del paisaje urbano. El niño que te abre la puerta. Que tira tu basura podrida por cinco pesos que no alcanzan para nada. El niño que no ves, hasta que se vuelve nota roja.