Concurso 52 | Temor / No. 229

Minotauros
Cuento: Primer premio






Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.


Jorge Luis Borges



Nos tomó por sorpresa; el Minotauro se ocultó antes de que pudiera verlo, pero era imposible esconder el laberinto. Mamá abrió la puerta, dejó su bolsa y las llaves en la mesa del comedor. Se sonó la nariz una o dos veces. Parecía molesta y sus ojos estaban brillantes y enrojecidos, como si se hubiera emborrachado. Pero mamá no toma.

—¿No crees que ya estás grande como para seguir haciendo esto? —me dijo mientras veía las sillas y las cobijas por toda la sala.

Se fue a su cuarto y cerró con seguro. En ese momento supe que debía hacerlo.

Mi plan funcionará, estoy segura. Voy a buscar la libreta que me regaló para anotar los números de teléfono por si algo pasa cuando me quedo sola. Ahí está el número de mi abuela. Ella entenderá. Después de todo por algo me enseñó el libro.



Según mi abuela, nunca le puse atención a las historias: me dormía antes de que terminaran de contármelas. A lo que sí ponía atención era a los dibujos que vienen con las historias. Eso me lo platicó hace unas semanas, la última vez que ella y mi abuelo vinieron a visitarnos. También me enseñó el libro; sentadas en el sillón, pasó todas las hojas y me preguntó cuál era el dibujo que más me gustaba. Yo señalé el del Minotauro, aunque en ese momento no sabía que ése era su nombre.

—Fíjate, por eso digo que te pareces a tu tía —me dijo mi abuela, y la voz se le hizo chiquita, triste—. A ella también le llamaba la atención ése, le gustaba tanto que se la pasaba diciendo que era uno.

Mamá le pidió que dejara en paz a mi tía; mi abuela le contestó que era una desconsiderada y, como siempre, empezaron a pelearse. Mi abuelo las detuvo. Me dijo que me fuera a mi cuarto y se puso a hablar con ellas.

Yo no conocí a mi tía y tampoco recuerdo lo que me contó mi abuela sobre las historias que me contaban en la noche. Quizá lo olvidé porque pasó el tiempo y dejaron de leerme. Además, mamá empezó con lo de sus novios, se peleó con mis abuelos y nos salimos de su casa.

A mí no me gusta leer. Si esa tarde lo hice fue porque me dolía la cabeza de tanto ver la tele y el libro seguía en la sala, encima de la mesita de centro. Recordé lo que mi abuela había dicho. Agarré el libro, busqué el dibujo y leí su historia. Al terminar me sentí rara, no sé cómo explicarlo. Me dieron ganas de platicar con alguien. Cuando mamá llegó y cenamos, le conté que había leído la historia, y le pregunté si ella también lo había hecho a mi edad. Me contestó que mi abuela era quien se las leía, pero que en realidad a quien le interesaban era a mi tía, a ella no. Mamá nunca habla de mí tía y esa vez no hizo una excepción; de inmediato cambió de tema y me dijo que le llevara mi tarea para revisarla.

Esa noche lo soñé. Yo abría una puerta y adentro, en un cuarto pequeño y oscuro, estaba él y me decía: “Te estábamos esperando”.

Al otro día, en el recreo, le platiqué la historia a Paula. Ella terminó de comer su sándwich, se me quedó viendo y me dijo que le gustaban más las historias de princesas y superhéroes. A mí igual, pero esto era distinto. Durante algunos días no hice otra cosa que imaginar que tenía una cabeza de toro y era grande y poderosa. Si algún compañero me fastidiaba en la escuela, en mis pensamientos yo me transformaba, y con mis cuernos enormes le daba su merecido.

Una noche, de tanto imaginarme como un Minotauro, se me ocurrió que necesitaba mi propio laberinto. Le pedí la computadora a mamá; quería ver cómo eran. A ella le sorprendió que se la pidiera para algo así, pero como su novio venía a cenar me dejó usarla.

—Nada más no abras las cosas de mi trabajo. Ponte a dibujar o a ver videos —me dijo.

Al terminar la cena mi mamá y su novio se fueron a su cuarto, y pude ver las imágenes de laberintos sin que me molestaran. No los imaginaba de esa manera, tan grandes y vacíos.



El mío no era idéntico a las imágenes que salían en la computadora, pero hice lo que pude con lo que tenía en casa. Usé el sillón y las sillas como paredes; las cobijas que mamá guarda en el ropero de mi cuarto eran el techo. Puse en la entrada el suéter del uniforme, no encontré una mejor alfombra; las almohadas servían de puerta. Tardé más de lo que pensaba porque a cada rato se caían las cobijas, pero después junté más las sillas con el sillón, y quedó listo. Lo construí para divertirme, no esperaba otra cosa, por eso al entrar me costó mucho creer que el Minotauro estuviera ahí, en mi laberinto. Con su cabeza de toro y con su cuerpo de persona. Sus ojos negros, todos negros sin nada de blanco, me miraban. Tan brillantes que podía verme en ellos. No sé cuánto tiempo pasó, pero no pude moverme, las manos me sudaban. Me sentía como cuando mi mamá me dejó tomar una taza de café. Dudaba de lo que veía: no sabía si era real o un sueño. Cuando por fin pude moverme, me acerqué y me di cuenta de que olía a ropa recién lavada. Intenté hablar con él, pero no respondió. Hizo ese ruido con la nariz, el que hacen los toros en las caricaturas.

No insistí. Acomodé las cosas antes de que mamá llegara.

Comencé a construir los laberintos en las tardes, mientras ella iba a trabajar. Comía rapidísimo, sin masticar 20 veces como dice mi abuela que hace la gente educada. Me apuraba con la tarea sin prestarle mucha atención. En Matemáticas usaba la calculadora que mamá esconde en el segundo cajón de la cocina, el que tengo prohibido abrir porque es el de los cuchillos. En varias operaciones nada más cambiaba un número, así ni ella ni Miss Sofía sospechaban que las tuviera todas bien.

Al principio el Minotauro ni me miraba; poco a poco nos hicimos amigos. Me le quedaba viendo y, aunque no me respondiera, le platicaba de Paula, de la escuela, de mi mamá y de mis abuelos, del nuevo novio de mamá. Así pasamos algunas tardes hasta que un día él volteó a verme y me dijo que hablaba mucho. Quise decirle que era un grosero, que cuando a uno le dicen algo debe responder al instante, pero tuve miedo de que volviera a quedarse callado y mejor le pregunté por qué apareció en mi laberinto. Tardó en contestar, a lo mejor le incomodaba mi pregunta. Su voz de señor adulto respondió contándome la historia que yo ya había leído. De algunas palabras que decía no me sabía el significado, se lo dije y me las explicó. Dos días después lo invité a jugar.

De todos, su juego favorito es el de las escondidas. Primero lo jugábamos adentro del laberinto, luego me di cuenta de que sería más divertido si usábamos los demás cuartos del departamento. Él no quería salir, siempre se regresaba, hasta que pasó lo de la escoba. Recuerdo que esa vez me escondí en el cuarto de mamá, debajo de su cama. Me quedé ahí mucho tiempo, viendo el colchón y las maderas que lo sostienen. El piso se sentía más frío que en los otros cuartos. Me acordé de algo que me dijo Paula: si cierras los ojos, piensas en el chico que te gusta y dices su nombre en voz baja, él también pensará en ti. Lo intenté con el Minotauro porque yo creía que igual funcionaba con los amigos. Como no venía, fui a la puerta y la abrí un poco, para darle una pista de que ése era mi escondite. Aun así no entró. Empecé a aburrirme y entonces hice algo que me avergüenza. Me puse a buscar en los cajones de mamá cosas que pudiera utilizar para jugar con el Minotauro. Encontré un álbum de fotos. No era el mío. Ése sólo era negro, sin estampitas de My Little Pony. Vi las fotos nada más de pasada, pero una llamó mi atención. Era de dos niñas con vestidos azules; una estaba arriba de un caballito de feria y la otra a su lado, de pie. Por un momento pensé que yo era la del caballito. Me llevé la foto y regresé a la sala. El Minotauro estaba de nuevo dentro del laberinto. Fui al baño, traje la escoba y con ella lo piqué, pero no muy fuerte, en la espalda hasta que salió de nuevo. Al preguntarle por qué no quería abandonar el laberinto, me respondió que su destino era estar ahí para siempre. Escuchar eso me dio mucha tristeza, así que le prometí que encontraría la manera de ayudarlo. Guardé la foto debajo de mi almohada.

Los problemas vinieron un sábado: ese día mamá trabaja menos horas. Yo no me acordé y ella llegó temprano, vio las sillas y las cobijas en la sala y me regañó. Se veía tan enojada que pensé que me iba a pegar, aunque nunca lo había hecho.

Pero no, no me pegó; después del regaño sólo me dijo:

—Recoge tu desastre.

Y se fue a cambiar a su cuarto. El Minotauro aprovechó para salirse de debajo de la mesa y meterse de nuevo en el laberinto. Luego mamá regresó y siguió diciéndome:

—No me gusta que juegues así. Hay más cosas que puedes hacer. Y más divertidas.

A mí me dio coraje escuchar eso, y mientras sacudía las cobijas le pregunté qué tenía de malo jugar así.

No respondió.

Pensé en contarle todo, pero al final no lo hice. Sabía que no iba a creerme. Acomodé las sillas en su lugar y llevé las cobijas al ropero. Entonces se me ocurrió que si le hacía un dibujo del Minotauro y le contaba lo que pasó, cómo nos conocimos y nuestros juegos de las tardes, ella se daría cuenta de que algo así no puede inventarse; ya no tendría dudas de que el Minotauro existe.

La idea me emocionó muchísimo, y ese mismo día dibujé al Minotauro. Aunque la verdad no quedó como quería, porque yo imaginaba el dibujo con acuarelas, y terminé usando mis colores porque ya no tenía cartulina y las hojas se rompían con el agua. Eso sí, remarqué sus ojos, la nariz y la boca con la pluma que mamá utiliza para anotar las cosas del súper. Le entregué el dibujo en la cena. Pero ni lo miró bien, nomás lo puso a un lado de su taza y me preguntó:

—¿Lo copiaste del libro?

Como que se arrepintió de decirme eso, porque luego no dijo nada. Hasta que se acabó su taza de café volvió a hablarme:

—Te quedó bonito, amor.

Trataba de sonreír, yo mejor la ignoré. Conté las veces que masticaba mi bocado. Antes de llegar al 20 me habló de nuevo:

—Oye, ¿por qué no mejor me haces un dibujo de nosotras? —y me sugirió que incluyera a su novio—. Seguro le gusta —dijo.

No recuerdo si le contesté. Creo que volví a masticar mi bocado.

Después de dejar los trastes en el lavadero, agarré el dibujo. Mamá lo había pegado en el refri con mis imanes de flores. Guardé la hoja junto a la foto de las dos niñas, debajo de mi almohada. Allí estaban las dos cosas ahorita que fui por ellas y las metí en mi mochila, encima de mi ropa. Mamá sigue ahí, en su cuarto. Ni siquiera se asomó cuando le marqué a mi abuela para contarle todo, para explicarle lo de mi tía.

Tenemos que apurarnos, mi abuela conoce el plan y puede avisarle.

Ahora entiendo que sólo puedo confiar en el Minotauro. No veo en su mirada de toro fortaleza ni valentía, pero tampoco miedo. Agarro su mano. Él también confía en mí, por eso trato de mostrarme valiente.

Meto la llave y despacio muevo la chapa; no quiero que la puerta suene al abrirse. Lo mismo hago al cerrarla.

Buscaremos a otros minotauros. Todos juntos iremos a un lugar sin laberintos.

Sin soledad.