Concurso 52 | Temor / No. 229

El vuelo
Minificción: Segundo premio






Olvidas que ayer te llamó tu hija para recordarte que te llevaría al doctor después de la comida. Olvidas que olvidas muchas cosas: tu edad, la fecha, los rostros que apenas viste hace diez minutos respondiéndote preguntas que has repetido hasta dos, tres, cuatro veces, olvidaste haberlas preguntado. Vives días que no importa recordar: despiertas, desayunas lo que te sirve tu esposa —de ella sí que te acuerdas—, y después te sientas en el sillón sin encender la televisión, quedándote dormido hasta que algún dolor repentino te despierta.

Del montón de recuerdos que vagan en tu memoria, te sorprende cuando alguno, desde muy lejos, se estira para alcanzarte; te asombras de haber actuado de tal o cual forma, y sin moverte del sillón, sollozas, sonríes o ríes dependiendo del recuerdo.

Escuchas el timbre y como no esperas a nadie te preguntas quién podrá ser. Abres la puerta y reconoces a tu hija que te abraza y te recuerda, porque sabe que lo olvidaste, que vino a llevarte a la cita con el doctor Fernández para checar lo de las radiografías, y tú no sabes ni quién es el doctor Fernández ni de qué radiografías te está hablando; lo que sí sabes es que no quieres ir. Le dices a tu hija que no hace falta, que ya estás demasiado viejo y que “habría que desocupar la plaza para que alguien más…”, pero antes de que termines la frase se ríe, acostumbrada a esa respuesta, y te pregunta dónde está su madre. Tú le contestas que no sabes, a pesar de que por la mañana te dijo que saldría al supermercado. Tu hija te dice que hagas caso y te prepares, que saldrán en media hora; y tú, como niño recién regañado, te diriges al baño, le pones seguro a la puerta, enciendes la luz y te encuentras, más flaco que nunca, contigo mismo en el espejo. Con tus pupilas como dos moras tristes recorres las manchas que se esconden entre las arrugas de tu rostro, de tu cuello, y observas cómo el peso del tiempo te ha encorvado la espalda. Con la mano temblando como si tuvieras frío, tomas el cepillo y te lavas los poquitos dientes amarillos que te quedan; luego, sin buena puntería, descargas unas gotas de orina en el escusado.

Al salir al pasillo que se alarga hasta la parte trasera de la casa, el aire que trae consigo el bullicio de la calle te hace voltear a ver la puerta entornada. Tu hija grita desde la sala: “¿Cómo vas? ¡Salimos en 20 al consultorio del doctor Fernández!”, y por un momento recuerdas quién es el doctor Fernández y lo mucho que detestas ir a verlo, que al final de cada consulta te diga: “Estás muy bien, Alejandro, vivirás todavía muchos años”. Muchos años. T-o-d-a-v-í-a-m-u-c-ho-s-a-ñ-o-s. No quieres ir, no quieres ni un día más.

En actitud de joven rebelde decides escapar, meterte en un café o caminar por el mercado de flores de la esquina, tal vez ir a casa de tu amigo Emilio o al supermercado, lo que sea para perder la odiosa cita en el hospital. No tienes que avisar que te vas, sabes que todo estará bien cuando regreses, no eres un niño y puedes decidir qué hacer contigo, si vas al doctor o no. Así que sales por la puerta trasera, la dejas entreabierta para evitar que haga ruido al cerrarse, y caminas hacia la reja que da paso al callejón. Al sentir el césped que humedece tus pies, caes en cuenta de que no traes zapatos, pero piensas que es demasiado tarde para regresar. La reja cede con un empujón, y ahora bajo tus pies hay pavimento. Todo va bien, te divierte estar haciendo algo nuevo, diferente. Caminas meciendo los brazos, tarareando una melodía que inventas al paso y, a punto de llegar a la avenida, una dolorosa punzada, que casi te rompe el pecho como cáscara de macadamia, te tira de rodillas al suelo, caes sobre tu espalda y no ves nada más que blanco, negro, blanco, negro… El dolor pasa casi al momento, pero no sabes si gritaste y alertaste a tu hija. Escuchas pasos que se acercan por el callejón, te incorporas y comienzas a correr como un perro persiguiendo su pelota, chocas contra un transeúnte, pisas las chucherías de un puesto en el suelo y sigues corriendo. Te sorprende la rapidez de tus viejas piernas huesudas al grado de no poder creer la velocidad con la que estás avanzando. Te sientes fresco, como cuando de vida tenías apenas 21 años. Miras la avenida en la que andan los autos y te das cuenta de que te mueves más rápido. Tus pies comienzan a despegarse del suelo y ahora vuelas como un pájaro urbano sobre casas y edificios, soltando carcajadas que mezclas con llanto, dichoso de ir por aire a la casa de tu amigo Emilio y no tener que verle la cara al doctor Fernández.