Concurso 52 | Temor / No. 229

Conjuro al horror
Ensayo: Segundo premio






1.

Freud fue un gran coleccionista.

Así como Heinrich Schliemann exhumó el esplendor de Troya, el padre del psicoanálisis —quien confiesa haber leído más acerca de arqueología que de psicología— se veía a sí mismo como un arqueólogo de la mente. En lugar de rastrear viejas ruinas, su labor como terapeuta consistió en descubrir las profundidades del inconsciente humano.

El gusto freudiano por este saber primitivo se trasluce en las excavaciones que financió junto a Sándor Ferenczi en Hungría, y en el tráfico de antigüedades que terminó por darle forma a su muy amada colección de objetos antiguos —sobrevivientes hoy a la muerte del dueño—. Pasión que, según Max Schur, su médico de cabecera, fue sólo superable por el tabaco. Hay en el acto de coleccionar un cariz misterioso que se distingue del mero ahínco burgués por acumular, una motivación que permanecerá inconfesada, pues misterio alumbrado es misterio apagado. En medio del neurólogo austriaco y sus piezas se urde un extraño vínculo que vacila entre la posesión y la preservación, movimiento dialéctico en el que sobrevive Freud mismo. El coleccionismo: ¿un bálsamo que aminora las grietas del tiempo y de la muerte?

La devoción que el psicoanalista profesó a sus antigüedades soportó, incluso, la ocupación nazi. Tras huir del departamento que habitó junto a su familia durante más de 30 años en la calle de Berggasse en Viena, logró llevar consigo todos sus objetos. Después de tal hazaña, no hubo manera de que se separara de esas viejas estatuillas ni obstáculo que le impidiera replicar el ambiente museístico de su consultorio en la casa londinense que le sirvió de morada hasta el día de su muerte.

Como a todo gran coleccionista, a Freud lo rondó un espejismo: el orden. Si toda colección no es más que una serie de desarreglos que de tan sabidos adquieren una apariencia ordenada, razón tenía Walter Benjamin al afirmar que “toda pasión raya en lo caótico, pero la pasión del coleccionista raya en el caos de la memoria”. Ocupado en reunir lo disperso para construir un sistema nuevo, y en establecer un sentido, el médico judío depositó en sus antigüedades el carácter mágico de aguardar sus reflexiones. A la manera de Unamuno, quien sólo podía pensar cuando tenía un lápiz en la mano, Freud lo hacía sostenido de un objeto. Eran una provocación, el dique que sostenía la marea del pensamiento.

Rindiéndole entera justicia a su colección, afirmaba que sus piezas le daban cuerpo a sus ideas volátiles. Las preservaban de la desaparición. Lo puedo ver de un extremo a otro en su consultorio, obsesivo, pensando con un objeto entre las manos. En 1899 escribe en uno de sus diarios: “mis viejos y sucios dioses colaboran en mi trabajo como pisapapeles”. El peso que las divinidades ejercían sobre la escritura freudiana impedía que sus ideas huyeran volando. Rodeado de tan antiguos dioses, testigos del nacimiento de imbricadas teorías, Freud jamás pensó en soledad, la fuerza de las deidades estuvo siempre a su lado.

Entre sus antigüedades o, mejor dicho, entre esas representaciones del inconsciente, se hallaban algunas estatuillas de diosas de la fertilidad y una pequeña escultura labrada en bronce de Isis amamantando a Horus. ¿Qué relación habrán tenido con su teoría de la libido? Junto a ellas se encontraba una miniatura romana del dios Thot vigilada por la de unos guerreros etruscos. Poseía también joyas antiquísimas que en ocasiones regalaba o utilizaba para adquirir otros objetos, como los anillos y gemas que repartió a cada uno de los integrantes del Comité secreto, un grupo de especialistas fundado en 1913 con el objetivo de darle al psicoanálisis un nuevo viraje, pues para ese entonces pasaba por momentos críticos. De la regalía, la transacción y el canje, su colección fue tomando anchura. La utilidad de sus piezas iba por encima del ornamento. Al tratar a sus pacientes la figura del dios Uchebi, por ejemplo, le ayudaba a entablar una analogía entre la pérdida del color que había sufrido tras ser desenterrada y el cambio que se manifestaba en un síntoma psíquico al salir a la luz, cuya identificación ayudaría a desentrañar, tarde o temprano, la enfermedad.


2.

En el año 2000 fue posible observar algunas de sus antigüedades en la exposición Sigmund Freud. Coleccionista en el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Entre ellas, una estatuilla de la cabeza de Medusa. Me intriga saber qué lugar ocupaba en su consultorio. La aventuro sobre su mesa de trabajo, descansando junto a otros dioses de lejanas culturas. ¿Qué pensamiento freudiano habrá cruzado por sus ojos hasta quedar petrificado?

En el ensayo “La cabeza de Medusa”, el psicoanalista encuentra en la decapitación que sufre la reina del terror por parte de Teseo un sinónimo de la castración. Sinónimo: un parecido, en absoluto una igualdad bilateral. Un símbolo emasculatorio. El pavor que esa criatura mítica inspiraba en los hombres que veían su rostro no era el miedo a convertirse en un pedrusco inerte, sino a ser despojados de su sexo. El horror era detonado por una de las visiones más ruborizantes que ningún humano —aun siendo huérfano— desearía ver nunca: los genitales maternos. La imagen de Freud niño siendo bañado por su madre me viene a la mente. Lo imagino de espaldas a la pared completamente aterido mientras el agua cae. Pálido de miedo al ver esa cabeza de la Gorgona envuelta no por serpientes, sino por encrespado vello.

La caracterización freudiana se aventuró todavía más. En ella, Medusa no sólo es despojada de sus cabellos reptilianos, también le es arrebatado el poder de transformar en piedra a todo el que se atravesara en su mirar para serle asignado otro no menos extraño: el de provocar una erección. Al tropezarse con la desnudez de su creadora, el mirón quedará rígido. Tal enhiesto causa en dicho espectador un profundo alivio, pues funge como el recordatorio de que su órgano sexual sigue pegado a su cuerpo y, alegre de su existencia, lo celebra mostrándolo con galanura. El miedo a la castración es detonado por el complejo edípico. Desea a su madre y al mismo tiempo ella lo aterra.

Enseñar los genitales es igualmente una acción apotropaica. El terror desatado por Atenea en el campo de batalla es desmesurado porque lleva en su escudo el sexo de su madre, y aquello que provoque el horror en uno mismo lo causará de igual manera en el otro; así ocurre en Rabelais, cuando “el diablo emprende la huida después que la mujer le enseñó su vulva”. Según Freud, el efecto apotropaico de la erección como petrificación significa: “No tengo miedo de ti, yo te desafío, yo tengo un pene”.

¿Cuál es el terror que se oculta bajo la mirada de Medusa en los genitales maternos? En el texto “Lo ominoso”, el neurólogo menciona que el horror o lo siniestro es una experiencia próxima al espanto o a lo espeluznante. A diferencia de éstos, el horror parte de una profunda contradicción. Por un lado se trata de lo extraño, de lo extranjero y, por otro, remite a lo más íntimo y familiar. Indica un adentro y un afuera que refiere al sujeto mismo, aquello que se desea al exterior pero que el interior reprime. Lo que se escenifica es el desconocimiento de sí, pues lo espantoso es desconocer lo que se quiere. O lo que es peor: negar aquello que se desea.

A través del cuento “El hombre de la arena” de Hoffman —“maestro inigualado de lo ominoso” según Lacan—, Freud relaciona el horror al ámbito de la mirada. El maligno ser que arroja arena a los ojos de los niños que se niegan a ir a la cama hasta hacerlos sangrar personifica uno de los temores que acongojan el alma de los hombres: ser despojado de la vista. El pavor a quedar ciego es para el psicoanalista equivalente al de ser castrado, pues hay en los sueños, en las fantasías y en los mitos una mutua sustitución entre el ojo y el órgano sexual masculino.

La visión de la cabeza de Medusa representa el miedo a ser un fragmento. Un pedazo de hombre y de cuerpo. Su mirada es el espejo en donde la imagen de sí mismo siendo arrancado de las extremidades brota amenazante. ¡Qué aterrador mirarse incompleto y mutilado! En sus ojos la ausencia se revela en total desnudez. La falta en su sentido más álgido. En ellos se manifiesta, también, ese “saber no sabido”, la ignorancia sobre el propio deseo y el miedo hacia el placer ignorado del que mira. La presencia de Medusa abre un mar de oscuridad lleno de querencias ocultas a la conciencia.


3.

La atracción freudiana por Medusa va más allá de lo teórico. Entrar al consultorio de Freud era ya un acto petrificante. Quienquiera que se atreviera a cruzar el umbral de la puerta se veía inmiscuido en una serie de poderosas operaciones simbólicas donde el mobiliario, repartido cuidadosamente sobre la habitación, desempeñaba un papel esencial. Antes de que el visitante se tendiera sobre el famoso diván que solía estar cubierto con una pesada tela iraní a hablar de sus conflictos internos y filias parentales, al terapeuta le gustaba recibir a su futuro paciente entre las tres y cuatro para conocerlo cara a cara y hacerle una breve entrevista.

Una vez que el visitante se sentaba frente al escritorio de Freud, ubicado en el corazón de la estancia cuadrangular, se volvía el centro axial de la atención, donde un montón de estatuillas antiguas observaban curiosas al próximo objeto de análisis. Estando ahí, el recién llegado se sorprendía al encontrarse con su reflejo. Delante de él se hallaba un espejo enmarcado en filigrana de oro colgado al nivel del rostro. Al acoger a su invitado, el artefacto lo evidenciaba. Más aún: lo escindía dramáticamente de su cuerpo. Al regalarle la imagen de la propia mortalidad, el paciente se transformaba en un busto, en una cabeza flotante recién decapitada por el marco del espejo, igual que las adoradas estatuillas del psicoanalista.

En cuanto el padre del psicoanálisis tomara asiento, la imagen de la cabeza del paciente se vería interrumpida, curiosamente, por otra cabeza. Tal desplazamiento escenifica la labor clínica expuesta en Los escritos técnicos de Freud, donde el neurólogo afirma que “el médico debe ser opaco a sus pacientes y, como un espejo, no debería mostrarles nada, excepto lo que se muestra de ellos mismos”. Una vez vueltos un fragmento estatuario, estaban listos para pasar al diván, y Freud para pensar.

¿No habrá sido el miedo a la autorreflexión —tan necesaria en la terapia psicoanalítica— el terror que despertaba la cabeza de Medusa sobre el escritorio de Freud?