Concurso 52 | Temor / No. 229

Ascensos
Ensayo: Primer premio






…ya que la ruina de los cimientos entraña necesariamente la de todo el edificio,
me concentraré primero en los principios sobre los que todas
mis antiguas opiniones se habían fundado.

Meditaciones metafísicas, René Descartes

…el sueño nos transporta más allá de la verticalidad.
Pero el más decisivo más allá ¿no es acaso el que está arriba?
Hay sueños en que lo de arriba olvida, suprime, lo que está abajo.

La llama de una vela, Gastón Bachelard

Los cimientos no son el único fundamento de los edificios. También el sueño de altura corroe a las cosas rectas; la caída comienza con la ruina de la verticalidad. Quizá por eso se derrumban las meditaciones. A veces, el peso de la construcción recae en el camino ascendente —o en la caída— que se dibuja al subir la vista a la techumbre, o en la cuenta de los pisos. Entonces, uno quiere quemarse en la cima lo más pronto posible, arder en picada hacia el cielo.

Hablo de la fascinación por los ascensores. No sé decir con precisión si es más adecuada la palabra elevadores. Prefiero sobre todo la primera. La elevación es un efecto producido con cierta distancia; elevar es colocar otra cosa, diferente, en un lugar más alto. Ascender es un verbo que evoca el camino personal. La elevación se puede asociar a lo fingido; en cierto modo, un ascenso apoyado por trucos de poleas. En este caso, el truco debe permanecer en la sombra. La magia requiere un prestigio, una sorpresa. Sin este misterio el edificio se derrumba desde sus planos. Por eso elijo la palabra ascensor.

Las maneras en que se erige una construcción son, además, azarosas. En la calle de los Molinos del Rey hay un edificio departamental sobre una barranca. Una montaña resquebrajada soltó un pedazo del talud de la parte oeste del edificio. El pedazo cayó justo donde vive un anciano. Después del accidente, los vecinos aceptaron aumentar la renta para pagar la reparación. El edificio tiende al precipicio. Sin embargo, cuando el dinero ya era suficiente, los vecinos prefirieron colocar un ascensor y dejar sólo una red de contención donde el edificio se despeña. No se puede saber si caerá algún día; no importa. Sólo ellos conocen el daño verdadero, el más profundo. Por lo tanto, sólo ellos entienden la cura. El sonido de los autos se acerca a sus ventanas; los cimientos son casi un puente sobre la carretera. Pero su mirada se detiene en un solo eje: el del ascensor. Puede parecer temible la sed de estos vecinos. Sed por un peldaño más de fama en su colonia. Un sueño de superioridad, indiferente al derrumbe de sus habitaciones. A punto de morir, al viejo le cae un talud en el patio. Parece absurdo resarcir la catástrofe si no se tiene nunca, aunque sea por un instante, el poder de levantarse sin desaguar las piernas en la tierra. La nostalgia por el mar comienza con el ascenso de su horizonte; la imagen náutica del explorador encuentra su heroísmo cuando la proa alcanza a tocar el sol y desaparece.

Se cuenta que Tales de Mileto murió al caer en una zanja, por ir mirando al cielo. Quizá, como los vecinos en Molinos del Rey, soñaba con ascensores para partir las nubes. Todas las cosas tienden hacia algún abismo, un hueco silencioso, acuático, de profundidades que se disuelven en lentos desaparecimientos. La torre ejecutiva de la empresa que me contrató, a unas cuadras de los Molinos, también se levanta en torno a un ascensor. Durante alguno de los simulacros posteriores al sismo del 2017 escuché al arquitecto decir: “un poco más duro el temblor y sí se cae el edificio”. Sólo el ascensor y el último piso tomaron el tiempo debido de diseño y construcción. El resto se improvisó, ya sea por la premura de entregar la obra o, tal vez, porque siempre es mejor invertir primero en el ascensor y las oficinas principales. El cuerpo pende de un hilo invisible en esta torre. Después del ascensor todo se disuelve. Fascinación confusa que se abre desde el pecho como el rugido de los tigres. Nada en las eras del trabajo, del desgaste y del sudor, vale durante estos ascensos. Magia: habilidad y poder; de la raíz magh, indoeuropea, transformada por los antiguos griegos en fuerza y movimiento: mecánica. Por eso Tales aparece todavía en nuestros diccionarios de ciencia. En el principio era el agua, dejó establecido, pero miraba todo el tiempo al cielo. En la memoria de las ideas hay miles de miradas suspendidas en ascensos y elevaciones. Las eras del ascensor son las del imán hecho costumbre, la acción a distancia tomada por cosa simple; el ímpetu sin el roce, cuerpos que se elevan. La fantasía del ascensor es más poderosa que el sentido mismo de la verticalidad. Nada vale estar de pie si no se puede ir a voluntad en perpendicular al mundo.

La mayoría de los dioses depende de la línea que se despliega infinitamente en perpendicular a la mirada, por eso se les busca después de las nubes. Por ejemplo, los trabajos de Elohim, los pactos con su creación —abrogados después por el roble y la sangre— se pueden resumir en la escena en que Elías sube a la montaña. Acaso podrá apenas ver la espalda del titán como un susurro entre la ruina, si tiene suerte. Pero se mantiene quieto, aguardando la palabra en un pasmo de voluntad sólo explicable por cada paso de su bastón sobre la tierra. Qué hubiera pasado si algún arquitecto distraído hubiera colocado un ascensor en la garganta de aquel monte. Sin duda, habría sido Dios quien esperara.

El ascensor es un símbolo que supone la existencia de un animal capaz de cruzar el espacio más allá de los límites de su cuerpo; hermetismo evolutivo, supresión de los caminos, negación de las lecciones y de los peldaños. Experiencia de la nulidad en movimiento alojada en nuestra biología. Contradicción edificante; superioridad de lo nulo que dirige secretamente el porvenir, desde el día en que el animal dio cuenta de la dificultad y la distancia. Una pregunta simple, una palabra, y comienzan los intentos por llegar más pronto a todas partes.

En la oficina principal de la torre se trabaja con habitualidad hasta la noche. Dos palabras: cumplimiento y compromiso; luego dormir un poco y checar el día siguiente a la hora estipulada. Presencia indispensable pero ajena. Necesaria ética sin horarios, sólo encomiendas, lo que cueste. La vida misma es una sombra, moral de precipicio. Recuerdo a un compañero detenerse a mirar la ventana del ascensor. Un bagre mira las montañas que rodean su acuario. El paisaje es de un rosa tenue, casi rojo. Dice: “Hace tiempo que no veía la tarde”, con espléndida ligereza. Imagino los 20 años que ha escarbado el mismo puesto hasta perder el horizonte. Ha extraviado los movimientos del cielo. Pero las cosas seguirán su curso. Al final de esa montaña no hay nada que esperar. La tarde desaparece con los puntos cardinales. “Nos vemos mañana”, se repite una y otra vez en un ir y venir vertical de voces que no encuentran otra cosa que decir. El silencio se confunde con la música ambiental, parodia infinita. Lo dicho en el ascensor evita la precipitación de los extremos, detiene las paredes, para que no se estrechen de súbito entre sí. No hay nada después de la leve impresión de futuro que subyace a los “hasta mañana” y “hasta luego”. Qué si dejáramos de decir lo mínimo, de engañar al día, agradecer el empleo y predecir el clima. “El futuro es de fantasmas y pasado”, dijo Derrida en alguno de sus libros. El tiempo se deseca en la repetición de los instantes. El presente está hecho de olvido; damnatio memoriae: condena de estatuas sin rostro.

El ascensor se construye, a la vez, como un centro fisiológico y espiritual. El arquitecto revela una pasión casi instintiva en su diseño, donde el cuerpo pesa lo que la materia puesta sobre el agua cuando se escurre entre los dedos. El ascensor exhala realidades que se desvanecen ante los ojos. La torre se mide por un rastro, la esencia que va dejando el espectro del ascensor en cada vuelta. El edificio esconde allí el orden de sus funciones vitales, en la vida pendular del ascensor.

De la recepción al séptimo piso,
en la línea media de su forma,
atraviesa por el corazón
el puente coyuntural de sus arterias
que palpitan sobre un botón
y abre la puerta, respira.

Se suman todos los destinos que sólo ven al suelo. La respiración irreversible del edificio es el conjunto de todos los abismos posibles. Las arritmias se multiplican en una sola; la fuerza del insomnio se duplica en la presión que mantiene unida la cabeza al cuerpo. Sólo importa, quizá, la física del húmero en ascenso libre o la parabólica del cráneo desde la azotea; los huesos por la tarde, frágiles, que se desprenderían a la velocidad equivalente de un repentino impulso de catapulta que atravesara una o dos hormigas —fumando juntas en el acceso principal— hasta fundirse el tuétano con la tierra de las jardineras. Cuando se ha puesto el empeño en ascender morir es una burda coincidencia, morirar ergo sum. A las vísceras les urge llegar lo antes posible. La herejía de los cátaros reclama un último capítulo. Santo reclamo a un Dios que se ha cansado de esperarnos. He ahí el aroma de la prontitud: colgar el teléfono a destiempo, decir lo que no se debía decir, entregar el edificio antes de levantar sus columnas, morir cuando no es todavía el momento. Al hijo de Dios le tomó tres días ascender verdaderamente, ni antes ni después, sin ejes metálicos ni poleas, dicen los sabios —que también alaban ascensores—.

En esto conviene recordar el instinto de las polillas: la voluntad de conducirse hacia la luz para morir. Sitio, la quinta “mismísima” palabra del Cristo sobre la cruz: tengo sed. Llegar, pensé alguna vez, era agotarse con la llama: el momento final, sin demoras ni excesos. Pero se ha descubierto, en cambio, que estos insectos, viajeros por naturaleza, se ordenan con la noche en migraciones habituales, y se orientan a oscuras con la línea invisible de la luna. Perdida está también la polilla en nuestra alcoba, persiguiendo lumbres artificiales. Hay en ello una magia engañosa, fama de lo intangible. El ascensor es la fascinación de un destino universal desarticulado.

No se muere, en realidad, cuando se elude el tiempo. Sólo se extinguen palabras a medias en el aire. El anciano de los Molinos del Rey murió poco después del accidente sin saber que pudo haber llegado más pronto a su habitación.