Credos / No. 228

Del sueño, las pesadillas y metamorfosis


Yuliana Rivera




De niña, hasta ya entrada en la adultez, tenía pesadillas con lo que suponía que era el infierno. Sueño iterativo donde caminaba entre las vísceras de lo que me parecía una cueva porque había sido convocada para exorcizar a personas. ¿Cómo lograba salir del trance? Me veía desde la cúspide de aquella gruta y, al ver que la empresa era difícil, me de-cía: “Estás soñando, despierta”. Enseguida rezaba un padrenuestro. Al menos nunca lo olvidé. Hubiera sido terrible no tener a qué asirme para volver. Recientemente ha venido a mí —o acaso yo he ido— ese lugar sin espacio y sin tiempo, como si se tratase de un ensayo de la muerte.

Dante y Virgilio, antes de embarcarse para cruzar el río Aqueronte, presencian la puerta del infierno, ese “secreto mundo” que le llaman, que, por ser enigmático, desconocido, causa impresiones en todos sus sentidos; el primero, el auditivo. El peregrino y su maestro prestan atención a la ansiedad, al temor, al llanto. Ha llegado ahí por intercesión de aquella a quien amó, el canto —alma del poema— es el vehículo para encontrarse con ella, entonces sorteará las adversidades designio para, en principio, llegar a la otra orilla del río. Beatriz pedirá a Santa Lucía por él. Yo, indocta del mundo religioso, me aferro a algún salmo.

El peregrino no sólo se desmaya y llora cada vez que sus sentidos se quebrantan: prueba de que es humano, de que está más vivo que nunca. Dante sueña. Porque es en el universo onírico donde los hombres proyectamos nuestros deseos, intereses, preocupaciones o miedos. En otros términos, diría José María Micó, este viaje místico parte del fondo, de la condición humana, va de la materialidad a la inmaterialidad. Para objetivar lo que existe el poeta no busca afuera sino dentro. Esta inversión de mirar el mundo, de verlo de forma alegórica, tiene que ver con el sujeto lírico, el hombre, que es el tema de la Comedia, proyectándose en dualidades que me hacen pensar en otras, por ejemplo: ¿las pesadillas son antisueños?

A decir de la Asociación Estadounidense de Medicina del Sueño, las pesadillas ayudan al cerebro a procesar las experiencias intensas que vivimos. Es decir, el evento se conecta con una emoción y se drena por los sueños. Sin embargo, la intensidad del evento y sus efectos durante él —si los midiéramos en decibeles, serían los gritos o hablar en voz alta— determinarían si se trata de una pesadilla o no. Hoy me pregunto de qué energía debieron ser mis experiencias o preocupaciones de pequeña para tener miedo y, acaso a semejanza del poeta, para purgarlas en lo que aún resultaría paradójico: lo desconocido. ¿De qué tamaño es nuestra vanidad para ir con una misión al infierno?

Esa misma asociación afirma que una pesadilla aumenta el terror de quien está atravesando por ese trance, impidiéndole que sea capaz de darse cuenta. De ahí que la sudoración, el temblor, los gritos, sean la válvula de escape de las pesadillas y no de los sueños. ¿Dante tenía pesadillas? La oscura experiencia del Viernes Santo ante el zaguán del infierno, el vendaval y el terremoto que le sucedieron lo invitaba a vaciar en el sueño las emociones del periplo. Lo que el poeta estaba atestiguando era en sí una pesadilla. Ésa era su realidad, pero ¿y la mía?

Personaje y autor, sueño y pesadilla, razón —representada por Virgilio— más el estado de inconsciencia son los huesos del edificio de la obra, pero, además, ese esqueleto camina por la realidad, la toca, se aleja para escribir la historia del hombre, de la religión. En el camino se traspasan los límites del universo físico de su tiempo, del infierno que es la tierra al paraíso, el estado de salvación. La gran metamorfosis. Toda la vida es una construcción constante desde una visión moral y quizá anagógica, el viaje hacia la muerte: “el estado de naturaleza verdadera”.

En La tempestad de Shakespeare, algún personaje grita en plena agitación marítima “¡El infierno está vacío, todos los demonios se encuentran aquí!”, palabras más o menos; en esencia, desde hace tiempo persiste la idea de que la tierra es el infierno. Sin duda, el hecho de que en mis pesadillas proyecte mis propósitos o miedos de forma alegórica y simbólica podría significar que estoy ante un sentimiento de culpabilidad merecedora, además, de la aflicción de mi tiempo. Es decir, ahora que las pesadillas han vuelto, las entiendo más objetivamente, con un pie en la realidad, lejos de la inocencia que me hacía atribuirles significados supersticiosos. No obstante, confirmo que —como el poeta— me constituye aún la fe en la justicia divina y, acaso por ello, se desprende el miedo.

Si este tiempo le pertenece al infierno, ¿cómo nos vería el peregrino? La concepción dantesca, o sea, cristiana, del hombre es la de un ser incompleto que sólo puede salvarse a sí mismo si accede —según la lectura de Ángel Crespo sobre la Comedia— a un estado de superyó, de lo contrario, podría condenarnos a la degradación del infrayó. Deduzco que hoy atravieso por un estado en el que las personas no estamos ni siquiera acercándonos a cuestionar, acaso, si en algo tenemos culpa. Actuamos como inocentes, víctimas de un destino: dignos de tragedias. No asumimos culpa ni responsabilidad en todo este tiempo catastrófico porque nadie repara en el don del libre albedrío, de ahí el detrimento moral y un largo etcétera que nos tiene en este infierno. ¿Cuál es nuestra metamorfosis? ¿Cambiaremos para bien?

Dante tuvo más suerte. Su viaje duró una semana; yo, en cambio, desde que nací recuerdo la amenaza del fin del mundo y los tiempos difíciles. Pese a todo, creo que ahora —en el año 2021— es la época más triste porque aún le tenemos miedo a la muerte, aunque yo esté convencida de que morir es descansar. (Pero no deja de asombrarme la posibilidad de no despertar). Sin embargo, la Comedia, de la que José María Mico dice en su prólogo que como “[…] las grandes creaciones, modifican el pasado y transforman el futuro” , hoy alza la voz para volver a reflexionar sobre la condición humana. “La única certeza de la vida es la muerte”. En eso recae la vigencia de la Comedia: invita a cuestionarnos sobre la condición humana no sólo mientras vivimos, sino también en nuestro estado del alma después de la muerte.

Además de la metáfora, otra lección del poema de Dante versa sobre su ars poética. Me refiero a la naturaleza profética en tanto reveladora de un mundo desconocido, no en un sentido adivinatorio. Se ha perdido esta lectura, por más que Jorge Luis Borges y Octavio Paz la defiendan en otros términos como volver al origen, inventar es descubrir algo que ya existe, es recordar algo que se ha olvidado, es un acto de reconciliación: soledad y comunión. Leer a Dante ha sido una reconciliación con la vida, como viaje, y con la muerte, como destino. Negar que la poesía es revelación es negar la naturaleza de la poesía, por eso la crisis actual de este género. Ni siquiera Dante pudo avanzar sin su maestro Virgilio, el amor y la gracia de Beatriz y San Bernardo, por mencionar los casos más evidentes. Se necesita un guía.

A mi tiempo le hace falta gente que sueñe, pero que en el sueño o la pesadilla asumamos un papel —¿sería mucho pedir como el de Dante?— de culpa individual para elaborar un examen de conciencia sobre qué tanto las calamidades han sido consecuencia de nuestro modo de relacionarnos con el mundo, y no una condición atávica. Quizá así dejemos de echarnos la culpa unos a otros o de cerrar las ventanas a la voz de la otredad. Soñar es ver ese otro mundo oscuro en tanto desconocido al que entramos todos, pero ve el que quiere ver, el que busca comprender lo que está afuera. No me extraña la intrínseca relación entre ciencia y poesía como objetos de explicación del mundo porque parece que su condición es la de nombrar. Cerrar los ojos para soñar —ver— es un vehículo. ¿Qué estamos soñando durante este encierro? ¿Me queda algo de vanidad para descender al infierno? ¿Tengo aún una misión?

El temblor de aquel tenebroso suelo que bañaba de temor y turbaba los sentidos de Dante al finalizar el canto tercero es la alegoría de la pesadilla cuyo final había llegado, porque a decir del barquero, el poeta está vivo y su destino no será el infierno. No estamos ni vivos ni muertos cuando soñamos, pero sí tenemos pesadillas con el infierno, que vendría a ser lo más cercano a subir a la barca que nos cruce por el río Aqueronte. Seríamos bienaventurados si escuchásemos a manera de guía o acompañamiento el último verso de aquel canto: “Caí como un hombre soñoliento”.