Credos / No. 228

Los habitantes de las estrellas


Hugo Labravo




Cuentan que esta ciudad no siempre fue así, cuentan que tampoco se llamó siempre Citlallan. El nombre original está enterrado en un lugar perdido que a nadie le interesa buscar. Hay quienes recuerdan que era Mexcu, otros Daifi o Tinochtla, palabras que desde hace mucho carecen de sentido. En general es difícil obtener una respuesta concreta, pues para los citlaltecas el pasado es despreciable y las preguntas al respecto se consideran morbosas y de extremo mal gusto. El presente también es ninguneado por efímero, y sólo lo aprecian por su capacidad para crear el futuro. El porvenir es su única obsesión, y a su estudio dedican sus vidas enteras.

Analizan las estrellas. Son una comunidad de astrólogos en constante indagación de los cielos y de los movimientos etéreos del cosmos. Todo ciudadano conoce y practica la adivinación, y cada aspecto de su vida está regido por el poder infinito de los astros. Quienes, por ejemplo, nacen en la constelación de Hidra son conocidos por hipócritas, mientras que quienes lo hacen en la de Trianguluum son apreciados por sus habilidades en la geometría aplicada. Si bien ésas son predicciones sencillas que cualquier habitante es capaz de lograr con precisión, hay otras más que sólo pueden llevar a cabo los sabios de la Torre de la Estrella Polar, el centro mismo de la megalópolis. Los adivinos que ahí ejercen son seleccionados minuciosamente mediante exámenes que exigen predecir lo que sucederá en unas pocas horas o incluso en pocos minutos, lo que requiere de un conocimiento casi innato de las cartas astrales. Las estrictas pruebas pueden durar días enteros, con unos sinodales que no se convencen de dejar el destino y detalles de la ciudad en manos de cualquiera. Entre todos los aspirantes, una tal Hexia Osten es quien mayor puntuación ha obtenido, pues, con sólo poner un pie en el recinto, declaró, arrebatada por el trance: “Pasaré este examen con honores”.

El origen de la astrocracia está perdido en su propio mito. Después de un suceso conocido sólo como La Catástrofe, ese pueblo de soñadores sin remedio y horóscopo los domingos volvió la vista hacia la única dirección de la que siempre había obtenido esperanza: los múltiples adivinos, gitanos, psíquicos y chamanes que plagaban la metrópolis se vieron de pronto agobiados por una responsabilidad inusitada para quienes estaban acostumbrados a remediar amores, recomendar profesiones e intuir respuestas de exámenes finales. Las cartas volaban; los restos de café se tornaban ilegibles; las bolas de cristal se opacaban; hasta las líneas de las palmas se retorcían indecisas ante la insistencia colectiva del qué será de nosotros. Sólo los astrólogos se mantuvieron tranquilos, hicieron sus mediciones, consultaron sus mapas y declararon unánimes: “El orden divino llegará”.

Aquel orden resultó ser el de los astrólogos mismos, pues al haber sido los únicos en dar una respuesta satisfactoria, no pasó mucho tiempo sin que sus adivinaciones fueran acatadas al pie de la letra. Se instalaron en lo que después sería la Torre de la Estrella Polar y desde ahí anunciaban todo lo que leían en el firmamento. Al principio eran cosas generales, pero poco a poco —y muy lentamente— comenzaron a preocuparse por la individualidad de sus habitantes, hasta que llegó el momento en que cada detalle de la vida cotidiana estaba regido por las predicciones repartidas desde los observatorios de los sabios. Cada mañana, al despertar, cada uno recibía la lista de las actividades que realizaría o de cosas que le sucederían, escrita en el tono ambiguo propio de las artes especulativas.

Mas los adivinos no se limitaron a predecir el devenir diario de la ciudad: tampoco habían interrumpido sus investigaciones, de modo que no tardaron en completar el vasto atlas de la noche en el que basaban sus estudios. Para entonces ya se había dado otro cambio en la metrópolis: habían empezado a remodelarla o, mejor dicho, a reconstruirla. Si el orden y la perfección absolutos eran el cielo estrellado con sus misteriosas leyes, para tener una ciudad ordenada y perfecta no bastaba con obedecer el futuro que esas leyes les deparaban, sino que había que imitar en lo posible la estructura divina con la ciudad misma. Sectores enteros fueron demolidos para dar lugar a las nuevas colonias según las principales constelaciones, y después se construyeron barrios que mimetizaban nebulosas, galaxias lejanas y estrellas aisladas. Con la cartografía celeste terminada y el conocimiento exacto de sus órbitas y velocidades, los citlaltecas lograron también que su hogar se moviera acorde con los astros a los que remedaban: un gigantesco mecanismo subterráneo fue puesto en funcionamiento para hacer rotar a los planetas alrededor de los soles, y a las constelaciones cumplir con sus ciclos zodiacales. Citlallan se había convertido en el reflejo exacto del cosmos que sobre ella flotaba.

Hasta ahí llega la memoria de los habitantes, hasta lo que ellos consideran el tiempo presente. Pero hay un detalle que se les escapa: en el cielo de Citlallan ya no brillan las estrellas. La luz que emana la urbe es tal que a lo más que llega el horizonte nocturno es a una suerte de violeta oscuro en el que no se atisba ni la luminaria más humilde. Parece ser que, en la realización de su proyecto leviatánico, los astrólogos se ensimismaron tanto en sus planos ya trazados y en los cálculos que tenían por indudables que no se dieron cuenta de que con cada fuego que ellos erigían, se dejaba de ver uno en la bóveda celeste. Su obsesión rampante les impidió notar que destruían aquello que adoraban.

Por supuesto que los citlaltecas ignoran por completo el problema. Están siempre dedicados al cumplimiento de las infinitas predicciones que emanan de los estudiosos, cuando no se ocupan del funcionamiento correcto de la maraña de luces que las permiten. En la mayoría de los casos, lo hacen al mismo tiempo, pues una actividad presupone y comprueba a la otra. Los sabios llevan años encerrados en sus academias estudiando las viejas proyecciones, preocupados con los cálculos que llevan ahora varias generaciones de ventaja sobre el presente. Se interrumpieron el comercio, los viajes y la comunicación con el exterior, actividades que los distraían demasiado de su propio cosmos, y llegaron al punto de llamarse a sí mismos “habitantes de las estrellas”. Fue así como Citlallan se olvidó del resto del mundo.

Pero el resto del mundo no olvidó a Citlallan. Se hicieron famosas las fotos satelitales de aquel punto en el planeta en el que aparecía representado el firmamento, y la gente pronto quiso ver más de cerca esa maravilla de ciudad estrellada. Se organizaron viajes de avistamiento nocturno, avionetas que sobrevolaban la metrópoli para dar a sus pasajeros la sorprendente vista de esa topografía artificial. Los pilotos más audaces se adentraban entre las torres y las cúpulas para dar a sus clientes la experiencia inmersiva que no habrían podido tener en sus casas. El estruendoso ruido de los turistas atrajo la atención de los videntes, quienes, al ver las inusuales luces entre su obra y no reconocerlas, corrieron inquietos a revisar sus planos por algún indicio de lo que pudiera ser aquello. No lo encontraron a pesar de minuciosos exámenes, y concluyeron alarmados que se trataba de una amenaza directa a la estabilidad de sus vidas calculadas. Obsesionados con la perfección de su universo, montaron armas para tumbar aquellos fulgores que amenazaban con perturbar las predicciones de su porvenir.

Así comenzó la cacería de los ajenos. Los viajeros fueron derribados; los supervivientes, interrogados; los daños, remediados. La ciudad se acostumbró a la nueva rutina de avistamiento, denuncia, disparos y recolección de escombros. Los sabios suspiraron aliviados. Hasta que, en una de esas jugarretas que al Azar le gusta hacer a quienes creen ciegamente en el Destino, una de las artilleras encargadas de arrancar a los intrusos de las nubes vio más allá de lo evidente. Tras tumbar una nave más para gloria de su pueblo, quien más tarde sería conocida como La Amenaza notó que, contrario a lo que la memoria colectiva relataba, no había luces en el cielo para ser reproducidas. Ese día volvió a casa sumamente alterada, tomó varias lámparas e hizo una serie de experimentos y conjeturas que la llevaron a la conclusión de que de hecho había astros, pero ya no se podían ver. Comenzó entonces su prédica, anunciando su doctrina en plazas, edificios y todo lugar en el que se encontrara gente dispuesta a prestarle oídos. Los obligó a levantar la vista para que constataran por sí mismos que en efecto habían opacado todos los soles del éter, e incluso intentó por todos los medios apagar los fuegos citadinos para lograr la vuelta al culto primigenio. La casta de adivinos no lo vio con buenos ojos. Al darse cuenta de que había una agitadora entre las masas, ordenaron su captura sin dilación. La Amenaza fue fugitiva durante semanas, causando un horror inusitado en ese pueblo desacostumbrado a las sorpresas. Cuando al fin la arrestaron, su obstinación y compromiso con la verdad le valió un interrogatorio de una duración inaudita, de modo que tardaron más días en extraerle una confesión conveniente.

Aquella noche, entre los gemidos aún audibles de la rebelde torturada, ante la multitud reunida a los pies de la Torre de la Estrella Polar, se presentó Hexia Osten en persona. Anunció, con la sonora voz propia de quienes poseen los más grandes dones, que podían estar tranquilos, pues ya había sido aprehendida aquella heresiarca enmascarada y acababa justo de confesar sus engaños, ya que, como todos bien sabían, no había habido nunca estrellas en el cielo.