Credos / No. 228

Del ateísmo a la astrología


Joaquín Martínez Terrón




Hace un par de meses abrí mi perfil en Tinder. Tenía poco de haber terminado una relación larga y, aunque me había prometido no utilizar las aplicaciones de citas, terminé por sucumbir a ellas al percatarme de lo reducidas que son mis capacidades relacionales. Después de aprender las dinámicas básicas de la plataforma empecé por fin a establecer conversaciones que excedían el simple saludo.

Hubo una persona que me interesó particularmente. Se llamaba Lía. Parecíamos tener muchas cosas en común, nuestras pláticas tomaban derroteros insospechados, lo cual me entusiasmaba y, aun más importante, eso era uno de los requisitos que ella consideraba indispensables para salir con alguien.

El inconveniente, porque siempre lo hay, es que Lía vivía en Tuxtla Gutiérrez y yo en la CDMX. Después de un mes de hablar diario decidí, en un arrebato de romanticismo idiota, ir a Tuxtla a pasar dos semanas en su casa. La historia termina como todas. Mal.

El principio del fin fue cuando ella me preguntó por mi día, hora y lugar de nacimiento. Y yo, que navego en Twitter y TikTok, sabía perfectamente que la pregunta tenía el objetivo de conocer signo, ascendente, luna y las distintas posiciones en mi carta astral. Mi negativa inicial derivó en una discusión larguísima donde terminé cediendo para enterarme de que en mi carta natal la Luna y Mercurio se encuentran en el signo de Tauro, lo cual se corresponde perfectamente con mi inflexibilidad y resistencia al cambio.


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Podría pensarse que el auge de la astrología que vivimos hoy es algo reciente. Pero ya desde los inicios de los años sesenta el crítico literario George Steiner observaba con desconfianza el apogeo de ésta y otras formas de interpretación alternativas como el orientalismo, el ocultismo e incluso la ufología. Para él, estos sistemas representaban simplemente un hambre de absoluto, una búsqueda por la trascendencia perdida con el retroceso de la religión varios siglos antes.

Que la religión dejó un vacío es algo que no es necesario repetir. Los sistemas de pensamiento que pretendieron llenar este hueco son algo mucho más interesante. No sólo lo hicieron modos de interpretación que podrían desecharse por irracionales; el mismo Steiner incluye en esta búsqueda al marxismo, al psicoanálisis freudiano y a la antropología estructural de Lévi-Strauss. Todos ellos sistemas de pensamiento con una ambición de totalidad que buscaban dar a la humanidad un lugar y un fin claros en el mundo.


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A menudo, cualquier cosa con un dejo de religiosidad es calificada como retrógrada. El ateísmo se ha erigido como la cualidad moral de quienes se atienen a lo científico, lo racional y lo lógico. Inflan el pecho diciendo “eso no tiene bases científicas”, y se regodean en la suficiencia de encontrarse, según ellos, a la vanguardia del pensamiento.

La presunta superioridad de los ateos lleva consigo una serie de supuestos clasistas, racistas y colonialistas. Pensar que las sociedades profundamente religiosas se hallan en un estado de atraso, y que todos los grupos humanos deberían, en algún momento, alcanzar un estado de total secularización, es instaurar un criterio de homogenización que, además, tiene a las sociedades liberales occidentales como modelo.


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En su libro El fuego y el relato, Giorgio Agamben cita una historia que narra el progresivo alejamiento de la humanidad del contacto con lo divino: el fuego. Pero de esa pérdida y ese olvido se puede contar la historia, y eso, dice Agamben, puede ser suficiente. ¿Suficiente para qué?


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En un momento en el que los vínculos entre el poder y el saber científico son evidentes y estrechos, el interés por formas alternativas de ver el mundo adquiere un carácter ético. A diferencia de los saberes científicos, que se juzgan por lo que con ellos puede hacerse, la astrología, el tarot o la ufología están guiados por un afán de comprensión. Con ellos no se puede explotar un bosque, construir una presa ni ejercer poder sobre un grupo de personas.

Las inquietudes metafísicas de siempre, que se interesan por descifrar el orden de las cosas del mundo, y cuyas respuestas antes eran establecidas por las religiones tradicionales, se encuentran hoy a la deriva. La ciencia se estableció como una forma de dar respuesta a estas cuestiones, pero después del siglo xx y ante la crisis climática puede que sea más razonable desmarcarse de lo científico para encontrar sentido.


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Religión viene de religare que más o menos significa ligar. La imagen típica del relato que se cuenta alrededor de una hoguera en los albores de la humanidad incluye, a un tiempo, el vínculo de la colectividad, la narración y el fuego. Tal vez ése es el suficiente que refiere Agamben. Contar la historia de lo que olvidamos cumple la misma función que eso que se perdió. No contactarnos con lo divino, sino con lo que siempre estuvo en el fondo.


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Lía, ya entendí todo.