Credos / No. 228

El despunte


Ofelia Ladrón de Guevara




Me miro en el espejo del salón de belleza, y me atrevo a preguntarme si seré la misma después del despunte. Las manos del peluquero se mueven de lado a lado con precisión, y con algo que para mis ojos es azar corta un retazo de cabello. Tengo fe en sus manos, pienso. De otra manera no hubiera esperado las semanas que me llevó conseguir una cita. Es que la otra vez, y la otra antes de ésa, el cabello me quedó de maravilla; pero hoy, ¿cómo quedará?

Me pone nerviosa que de repente ocurra un desliz. Mira cómo corta el cabello, es a ojo, con fe en que su experiencia y sus manos sabrán indicarle qué hacer. Pero si un desliz ocurre y me convierto en otra…

Veo mi rostro en el espejo, veo mis ojos, noto un aire ligero en mi semblante… Ahí, en este parpadeo, algo ha cambiado. Debo ser otra desde la vez anterior en que me corté el cabello. Nuevos libros leídos, plenilunios y caminatas. Ayer vi a un pequeño ratoncillo deslizarse por el césped de un parque, uno como nunca había visto. El peluquero toma un mechón de cabello, ahí está todo lo que he vivido, a su tacto y mi cabello los une no saber el desenlace. Y los plenilunios, y los libros, y las caminatas se mezclan en el movimiento de la tijera. El azar de nunca saber qué nos lleva a ser lo que somos y seremos.

El peine pasa por mi cabello. Me atrevo a mirarme, una vez más, en el espejo. ¿Quién seré después de este despunte? De entre todas las posibilidades, se me ocurre una: que me he quedado sin voz. Que ya no podré hablar de nuevo. Es que sólo en el preciso momento en el que se habla se sabe si es posible. No hay certeza, nunca, en saber qué sigue después: sólo fe, como las manos del peluquero. Puedo imaginarme ser tantas, pero únicamente hasta que termine lo sabré. Mientras tanto, una posibilidad: después del despunte, alguien en la calle me confunde y me saluda. Su contraria: alguien que me habría hablado, por el despunte, decide no hacerlo. Puedo ser muchas, y a la vez, sólo una cuando el futuro se convierta en presente.

El peluquero toma su brocha y sacude los restos de cabello de mis hombros y mi cuello. Toma un espejo pequeño y me enseña cómo quedó mi nuevo corte por detrás. Sonrío, ¿habré perdido mi voz? Salto de la silla y le estiro un billete para pagarle.

—Gracias —le digo.

Una de las tantas posibilidades se esfuma, pero la pregunta persiste. Y la calle con sus ires y venires la recibe.