Credos / No. 228

Qué incómodo es creer


Rodrigo Rivera Vázquez




"¿Quién de aquí es creyente?”. Ésta fue una de las primeras preguntas que nos hizo el profesor de Literatura cuando mi generación entró a la licenciatura. Con tantos años de distancia ya ni siquiera me acuerdo del contexto de la pregunta, pero la incomodidad de ese momento la sigo recordando hasta hoy. No hizo la pregunta en un tono amable, era más bien un reto al grupo, o por lo menos así lo sentí durante el minuto que la clase permaneció en silencio. Al final, un par de manos, incluida la mía, se alzaron, y el profesor nos miró con una sonrisa, mezcla de burla y superioridad.

Guardo este recuerdo como uno de los primeros momentos en que me sentí verdaderamente incómodo con mi fe. En un país donde casi el 80 % de su población se dice católica, y al pasar buena parte de mi vida en un pueblo, era muy raro sentirme fuera de lugar al reconocer mis creencias. Sin embargo, a partir de entonces la sensación no desaparecería, y después de un par de meses en la facultad esa incomodidad dio paso a la vergüenza.

¿Qué significa avergonzarte de tus creencias? No es tanto como tenerles miedo o sentir que te persiguen por ellas. Quizá es verlas como algo que tiene que ser escondido, como un lugar que tiene que ser evitado, un chiste del que hay que reírse. En los mejores días tal vez es aceptarlas, pero sin hacer mucho escándalo, dando pretextos como se dan disculpas.

Para mi fe los primeros semestres de la carrera fueron los más difíciles. Durante ese periodo el eje de mi formación era tener un panorama de la historia latinoamericana, lo cual, inevitablemente, también implicó estudiar las atrocidades de la Iglesia, de mi Iglesia. Colonialismo, patriarcado, racismo, corrupción, dictaduras, encubrimientos, masacres, violaciones, machismo, pedofilia, paternalismo, asesinatos. Una a una se fueron sumando las certezas de que las personas que decían creer lo mismo que yo eran responsables directas de por lo menos una parte importante del sufrimiento de millones de seres humanos. Pasado el tiempo ya no eran sólo los libros o los artículos quienes me recordaban esta responsabilidad: también mis compañeros y compañeras sacaban el tema en los pasillos, en las marchas y hasta en las fiestas. Mientras, a mí me tocaba guardar silencio, porque ¿cómo negar la culpa?

¿Qué significa sentirse culpable por creer? No en ese sentido escatológico de algunas teologías cristianas que obligan a percibir al cuerpo como el origen del pecado. No, sino sentir culpa porque ese conjunto de ideas, de certezas, que le dan coherencia a tu vida, han sido utilizadas durante siglos para justificar actos que harían vomitar a Jesús. Los sentimientos de culpa y vergüenza los sentía como un dolor de estómago cada vez que se tocaba el tema de la Iglesia en la universidad. De repente, en la carrera aparecían un Bartolomé de las Casas, unos jesuitas en Paraguay o un monseñor Romero que me daban un respiro, pero su excepcionalidad sólo me confirmaba el oscuro papel del catolicismo en la región. Afuera de la facultad era otro cantar porque había una comunidad a la cual volver, una comunidad que, sin negar la responsabilidad de la Iglesia, busca construir otra iglesia posible.

Fue una amiga de la carrera y de la comunidad quien me prestó las memorias de Ernesto Cardenal. En esos momentos, encontrarme con Cardenal, con su poesía y testimonio, fue como hallar el abrazo de un amigo, y ese amor y ese fuego fueron un faro para mí. Porque no eres tú un Dios amigo de los dictadores. Conocerlo me permitió entender que puedo mantener la dignidad en un lugar donde las personas, aunque expertas en grandes reflexiones y críticas, muchas veces son incapaces de entender o empatizar con la fe de miles de pueblos y personas. Una fe que es y no es la misma de las jerarquías de la Iglesia que se sienta en la mesa con los gángsters y con los Generales en el Consejo de Guerra. Yo sí creo que Dios me habló en la voz de Ernesto, y sus palabras fueron un cariñoso refugio para mí.

¿Qué es creer, pero no creerlo todo? Porque no se puede estar de acuerdo con las palabras de una jerarquía de hombres que defiende los dogmas que rebajan la dignidad de las personas a extremos absurdos y dolorosos. Una jerarquía que también ha pasado por alto lo más básico del mensaje que, dicen, le da sentido a su existencia.

Sí, soy católico, pero creo que las mujeres pueden decidir sobre sus propios cuerpos y que ellas deberían tener más protagonismo en las iglesias. Sí, soy católico, pero creo que no vinimos al mundo a sufrir y que en el placer también encontramos a Dios. Sí, soy católico, pero creo que Dios nunca defiende gobiernos asesinos, y en cambio sí está del lado de quienes buscan justicia. Sí, soy católico, pero cercano a las teologías de la liberación y a quienes acompañan a las comunidades. Sí, soy católico, pero me caga Juan Pablo II.

Creo, pero siempre estoy dando explicaciones porque no quiero que piensen que soy un mochito, porque no lo soy y nunca lo he sido, porque quiero marcar una distancia del catolicismo rancio que se encierra en los templos para hablar de Cristo y así no ver la injusticia que Jesús nos obliga a denunciar. Porque aunque sé que mi práctica religiosa trata de alejarse todo lo posible de la Iglesia jerárquica y patriarcal, sigo disculpándome por creer.

¿Qué significa sentir incomodidad por creer? Quizá, en parte, la incomodidad venga del mandato que nos exige volvernos seres racionales en todos los aspectos y momentos de la vida. El sueño de la modernidad. Una humanidad guiada por la razón para no caer en la tentación de las emociones o los sentimientos, mucho menos de las religiones. Porque son el opio del pueblo, felicidad ilusoria que necesita ser rechazada para alcanzar la felicidad real, diría Marx. Dicho así pareciera que el destino de la persona creyente es terminar en el fanatismo, que se encuentra a dos pasos del terrorismo o de la barbarie. Aunque terroristas sean también los Estados que se dicen modernos.

De cierta forma agradezco la incomodidad que me genera creer en un Dios, porque me ha enseñado que nada es seguro, que ninguna verdad, religiosa o no, debe colocarse en un pedestal que la convierta en dogma. Ya no sé en qué catolicismo creo o qué venga después, pero por ahora decido quedarme con estas creencias maltrechas que me han permitido construir comunidad ahí donde sólo había soledad. Creencias que me han ayudado a entender el dolor de la muerte, pero que también me han dado la certeza de la esperanza en la vida. Para mí es revelador, pero también obvio. ¿Qué no creerle a Jesús es justamente esto?