Infancia | Vejez / No. 227

Levantar un puño ajado contra la muerte


Mateo Peraza Villamil




1

Naciste viejo, dice mi madre, y sonríe. A lo largo del último año, juntos en el encierro, hemos pasado por diferentes etapas que podrían reflejarse en las edades de la vida humana. Fuimos niños asustados cuando se truncó la cotidianidad. Ahora somos adolescentes que miran la realidad con expectativa y con la firme certeza de que algo nos aguarda en el futuro. De que las luchas se ganan tarde o temprano, aunque terminemos llenos de cicatrices. De que en esta batalla somos un frente común e imparable. Por encima de todo: de que la juventud y la vejez son un modo —espiritual y mental— de asumirnos en la realidad.

Mi madre y yo sufrimos enfermedades durante la pandemia y las atendimos juntos, acompañándonos en nuestras consultas médicas: escuchamos las recomendaciones de los doctores, colaboramos sin tregua en nuestros procesos de recuperación. Ella enfermó y me volví una suerte de padre que le aconsejaba sobre cambios que benefician su salud: medicinas, ejercicio, buena alimentación, menos tabaco, horarios sensatos para descansar. Luego enfermé y volví a ser un niño con inseguridades, incapaz de encontrar la senda del sentido común en la noche de mi desesperanza. Mi madre me sacó, pienso ahora, me ayudó a respirar de nuevo y a estar en paz conmigo mismo.

Cuando le comenté sobre un libro que leí, Esperanza en la oscuridad, de Rebecca Solnit, con base en el cual le referí que pequeños cambios nos obligan a evolucionar, queramos o no; que la esperanza está en la incertidumbre, es decir, en la oscuridad, y no en el foco que alumbra el centro del escenario; que la lucha es sobre abrazar la vida y no la muerte, me dijo “naciste viejo”, “tienes un alma vieja”. El comentario me puso a reflexionar sobre cómo bajo ciertos preceptos miramos la vejez como una virtud o una forma rotunda de demostrar nuestra experiencia terrenal e incluso metafísica. Bajo otra lógica, de carácter capitalista, las personas viejas son productos desechables, cargas insufribles y por quienes se deben pagar jubilaciones, aunque hayan abandonado su posición en la maquinaria imparable y destructiva que les arrebató todo, principalmente la oportunidad de vivir. Las miradas del poder, las cúpulas empresariales, asocian la vejez con la enfermedad, quizá por la cercanía con la muerte.


2

Ubasute es un término nipón que se refiere al abandono de los ancianos. De acuerdo con la leyenda —pues nunca se ha ratificado como una actividad común—, cuando los ancianos se volvían cargas en el antiguo Japón se les abandonaba en la cima de una montaña para que murieran por deshidratación o por las condiciones climatológicas. Y, aunque a nivel cultural se considera que los japoneses tienen un respeto solemne por los ancianos, actualmente una epidemia silenciosa es el llamado kodokushi, o muerte solitaria, en la que personas de mayor edad mueren abandonadas por sus familias en apartamentos diminutos y son encontradas en niveles elevados de putrefacción. Según un documental que vi en YouTube, realizado por Rusia Today, muchas veces los hijos no se hacen responsables y el Estado los incinera para posteriormente introducir sus cenizas en cajas igual de diminutas. Asimismo, en Siberia la etnia Chukchi practicaba la muerte voluntaria: al considerarse viejos y enfermos, inútiles para trabajar, pedían ser asesinados por un miembro de su familia y preservar el honor. Los viejos de la comunidad indígena Crow, en Estados Unidos, se lanzaban hacia las aguas adversas en un viaje del que esperaban nunca volver. De esta manera la vejez se puede asociar al abandono y la falta de esperanza sobre el futuro, a la idea de que lo mejor es cerrar los ojos para no ser una carga.

O tal vez no.

En lengua maya, las palabras nool chiich significan abuelo y abuela. Para esta cultura las personas ancianas cumplían papeles fundamentales. Tras superar los 52 años, momento en el que se les consideraba mayores, se veía a los ancianos como personas sabias e indispensables para el funcionamiento de la civilización. Su tiempo sobre la tierra les daba la virtud de ser consejeros, de conformar los cuerpos de los gobernantes, de oficiar ceremonias religiosas. Eran, pues, las raíces del conocimiento. De ahí el interés de los conquistadores por exterminarlos: necesitaban mutilar la cultura desde su origen. Un amigo de origen maya me contó que hasta la fecha, en su comunidad, cuando alguien va a formalizar una relación de pareja, le preguntan: “¿Ya se lo presentaste a tus abuelos?”.

En náhuatl, los llamados huehues eran consejos de ancianos que tenían injerencia en la toma de decisiones de tipo civil y criminal. Definida a secas como “viejo”, la palabra también se asocia a la sabiduría y la experiencia de los años. A través de la cultura huasteca se difundió la danza de los huehues, en la que se bebe pulque —el cual sólo podían tomar los viejos sabios— y se burlaban de los españoles.

En el artículo “En Japón la vida empieza en la tercera edad”, publicado por El Universal en el 2018, se narran los casos de personas mayores de 70 años que se revitalizaron en un punto donde por lo general sólo se vislumbra un fondo negro. Con más de 80 años, la señora Masako Wakamiya se formó en computación y creó una exitosa aplicación para Apple; el médico Shigeaki Hinohara se mantuvo activo en su trabajo hasta los 100 años. “Después de cierta edad, debemos esforzarnos para contribuir con la sociedad”, dijo a los entrevistadores. Japón no sólo es una de las naciones con más ancianos sino también con los mayores índices de longevidad en el mundo. En la misma nota, el embajador de Japón en México, Yasushi Takase, dice: “El papel del gobierno es fomentar una sociedad donde cada uno pueda participar activamente, sin importar la edad”. Por el contrario, en México esto no ocurre gracias al apoyo gubernamental, sino al sentido de supervivencia: los viejos trabajan para apoyar económicamente a sus familias. Hasta el 2018 la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (ENADID) reportó que las personas ancianas ocupan el 12 % de la población total; de éstas (15.4 millones), el 41.4 % dijo ser económicamente activo, muchos incluidos en el sector del trabajo informal.

En ese sentido, hay quienes nunca se rindieron. Susan Sontag, de 70 años, entregó sus últimos esfuerzos en combatir un cáncer fulminante mientras continuaba escribiendo, según su biógrafo Benjamin Moser. Paralizado por completo, Stephen Hawking murió a los 76 años sin detener sus labores de divulgación científica, vaticinando la llegada de los extraterrestres y comunicándose desde un aparato electrónico. El poeta chileno Nicanor Parra murió a los 103 años, pero antes escribió algunos versos sobre la vejez en el poema “Qué gana un viejo con hacer gimnasia”: “Viejo ridículo le dice su madre/ eres exactamente igual a tu padre/ él tampoco quería morir”. En 2019, tras rebasar la frontera de los 90 años, el brasileño Rubem Fonseca publicó Carne cruda, su último libro de relatos. A los 82 años, la canadiense Alice Munro escribió el cuento “Dolly”, incluido en Mi vida querida, en cuyo argumento una pareja de 71 y 83 años abandona la idea de suicidarse en un bosque con el fin de vivir nuevas experiencias. “Lo único que me preocupaba un poco es que se diera por hecho que en nuestras vidas no iba a pasar nada más. Nada que nos importara de verdad, nada por decidir”, reflexiona la narradora.


3

Francisco Torres Acevedo es el abuelo de mi amigo Josué Tello Torres. Nació el 4 de octubre de 1927 y vive en el municipio de Panabá, en Yucatán. Con 94 años de edad, continúa trabajando en el campo y la ganadería. Es propietario de ocho hectáreas de pastizales entre Panabá y San Felipe. Junto con su pareja, me cuenta Tello, criaron en el rancho a todos sus hijos; por entonces se dedicaban a la cacería, particularmente de venados.

Tello me mandó una foto en donde Francisco Torres aparece sin playera, comiendo una gelatina. Los músculos de su espalda parecen las estribaciones de una montaña, su cabellera, blanca y larga, es como el humo que brota desde el interior de un volcán.

“Todos los días, desde las 4:30 de la mañana, se levanta y toma un camión que lo lleva de Mérida a San Felipe, y que pasa por Panabá a las cinco de la mañana. Antes toma un café con mucha azúcar, come un pan y se pone su indumentaria de trabajo: botas de hule negras, un sabucán en donde guarda herramientas, una botella de agua. Si se le acaba, toma agua de cenote”, dice Tello.

“Ese camión lo lleva cerca del rancho, a donde llega a eso de las cinco y media de la mañana. El camión lo deja en la carretera y mi abuelo camina tres kilómetros entre brechas de monte. Después, camina los 800 metros de un sendero que da entrada al rancho. Ahí tiene una pequeña casa de material, con techo de guano. Se cambia de ropa y se pone la muda que usa para trabajar: por lo general la playera de un partido político”.

Francisco Torres revisa a las vacas y los becerros de su rancho; les da agua, comida. Como si fuera un reloj, comenta Tello, agarra su machete y un aparato para fumigar, y limpia hectárea tras hectárea, en un ritual cuya finalización puede tomar cerca de dos meses, y que realiza desde hace más de 25 años. Revisa, en cada sección, que estén bien puestos los cercos hechos con alambres de púas. Finalmente deja que los animales se acerquen para comer el pasto.

“Al mediodía regresa y recorre el mismo camino de más de tres kilómetros. Llega a Panabá cerca de las 12 de la tarde, come, duerme un rato, se baña y sale al parque a tomar el fresco hasta las cuatro o seis de la tarde. Entonces regresa y se pone a ver baseball: le gustan los partidos locales, pero en especial los Yankees y las grandes ligas. Cena y duerme entre las siete y las ocho de la noche. Esta rutina la ha hecho por más de 25 años. Pero sucedió algo: en el 2012 falleció mi abuela, y pensamos que mi abuelo se iba a venir abajo emocionalmente. Él no creció con ideas patriarcales, la amaba, nunca la maltrató. Según los testimonios de mi familia, se trata de un hombre ejemplar, pero introvertido. Puede pasar dos horas sin hablar, como si fuera una roca, y me cuesta sacarle las palabras. Cuando falleció mi abuela, dejó el rancho unos meses. Fue una dinámica distinta para adaptarse de nuevo. Temíamos que le costara recobrar el ritmo, pero lo logró a sus 85 años. Sin embargo, pasó tres años complicados por la muerte de mi abuela”.

Debido a la pandemia, Francisco Torres redujo sus visitas al rancho. De siete días a la semana va cuatro. Los demás días se levanta y desayuna a la misma hora y trabaja en su casa. Dice Tello: “En la casa hay un solar bien grande, con árboles, y los días que no va al rancho se pone a barrer y quemar las hojas, alimenta a los animales”.

¿Qué lo motiva para no claudicar a sus 94 años?, pregunto.

“Es difícil decir por qué no para. Y lo es porque no lo comenta. Ha dicho, luego de la muerte de mi abuela, que no tiene motivos para vivir, pero aun así continúa con su rutina. Viene de una familia longeva, tiene una hermana mayor que él”.


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“Quiero demostrar que las personas mayores seguimos teniendo muchas ilusiones, muchas ganas de vivir. Lo hemos pasado muy mal, y hay gente a la que quiero animar a que siga con ganas de vivir. Vamos a intentarlo”, dijo en entrevista para El País Carlos Soria, de 82 años, el hombre con mayor edad en escalar algunas de las montañas más complicadas del planeta. Ahora busca ascender el Dhaulagiri, un macizo montañoso en la cordillera del Himalaya, y dedicarles su victoria a las personas mayores. “He perdido ya un año por la pandemia y no quiero perder otro. Necesitamos un patrocinador. Tengo 82 años y estoy en edad de riesgo, pero soy alpinista de toda la vida. Quiero intentar terminar mi proyecto. Yo voy a ir de todos modos”, agregó.

En el reportaje “La vejez desde la ventana. La población vulnerable en México”, escrito por Daniela Rea y publicado en Gatopardo, se consignan las historias de mujeres mayores que han trabajado toda la vida, aun durante la pandemia; trabajadoras del hogar cuya labor pocas veces es reconocida; personas mayores asediadas por la paranoia social que ha producido la COVID-19. El miedo a la muerte, una idea latente y difundida por la población en la que se asume que se dará preponderancia a las personas jóvenes por encima de las mayores. Escribió la periodista: “No todas las mujeres mayores con quienes platiqué trabajaron desde niñas o al menos no fuera de casa. O sería mejor escribir: todas trabajaron desde niñas, aunque no todas lo asumieron o entendieron como un trabajo, sobre todo cuando éste se desarrollaba dentro de casa. Trabajar en casa para mantener la salud, la alimentación, la limpieza, la educación y la diversión, para mantener al padre que se iba a buscar el sustento o para crecer a los hermanos que seguirían los pasos del padre, era lo normal, una nacía y asumía que ése era su papel en la vida”.


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Claudicar es una manera de ver el presente, de bajar los brazos, cuando lo necesario es levantar un puño ajado contra la muerte y resistir los embates del pesimismo. Podemos ser viejos en la juventud, rindiéndonos ante la adversidad y sin razones biológicas concretas. Podemos ser jóvenes en la vejez, aplicando una mirada positiva al futuro y con acciones que aporten a su construcción. Existe una lógica según la cual tras superar cierta edad nos volvemos incapaces de contribuir a la transformación social y política de nuestro entorno, como si la experiencia adquirida por los años no fuera un arma necesaria para luchar contra la repetición de las malas decisiones, como si las nuevas generaciones estuvieran sentenciadas a cargar con un futuro que no pudieron decidir, como si la vejez no fuera el estado más elevado de nuestro ciclo vital, pues cuanto más entendemos, más sabemos sobre el funcionamiento del mundo. La austriaca Marie von Ebner-Eschenbach escribió: “En la juventud aprendemos, en la vejez entendemos”. Y lo anterior se puede sumar al cierre de una de las novelas más emblemáticas de Hemingway, El viejo y el mar, que desde cierta óptica puede considerarse una reivindicación de la vejez. Tras un viaje en altamar repleto de frustraciones, Hemingway concluye la historia con esta línea enigmática: “El viejo estaba soñando con leones”.