Infancia | Vejez / No. 227

Cuando nací, mi madre tenía los mismos años que ahora tengo


Alan Valdez



Mire, mijo, el patio de los vecinos.
Mire cómo han regado más las plantas que nosotros.
Mire cómo han cuidado la pintura mejor que nosotros.
Ya sabe que los domingos siempre aseo la casa.
Pa que queden bien, estos vidrios necesitan limpiarse con periódico.
Pa que así, estos dos ojos,
los únicos dos ojitos de este cuadro,
al menos por las próximas dos semanas
dejen entrar lo que yo ya no puedo.

¿Recuerda que no quisimos nunca abrir las demás ventanas
porque el sol del desierto
se comía los libros, y las fotos,
y en cierta forma
también nuestros años?
Hoy se limpian las tres habitaciones, la cocina y la sala.
¿Recuerda cuando comenzamos a poner sólo tres platos sobre la madera?

Usté y sus hermanos aprendieron a usar las piernas
en este pequeño pasillo.
Aquí usté dijo por primera vez mi nombre.
Aquí usté supo qué significa que alguien olvide el suyo.
Aquí también nos despedimos.
Aquí también iba un florero,
y un mueble que fue comido por las navidades y la polilla.

De pura suerte yo me he salvado del deterioro.
O eso le hago creer
cuando no quiero que me sepa vieja.

Nuestra casa, sí, tiene razón, es un cuadrado,
pero también son las flores que han sobrevivido al calor de junio,
y también son este frasco con sus dientes,
y también es el olor a pino que llega desde la otra banqueta.

Nuestra casa es café, y no porque ése sea su color.
Es café porque es un pequeño tronco
donde he grabado mi edad y sus edades.
Decir que es sólo un cuadrado
sería como decir que el invierno sólo es frío.

Aquí, al lado de este pequeño librero,
muy al principio estaba la televisión.
¿Se acuerda?
Cuando comencé a vivir sola en este cuadro,
que también es un tronco,
y que también son todos mis años,
decidí regalarla a los vecinos.
Ahora me conformo con ver por estas dos ventanas,
porque por ellas entra lo único que necesito saber del mundo,
y lo único que él necesita saber de mí.

Por cierto,
mijo,
ya que hoy aquí anda por aquí,
ayúdeme usté a limpiar por fuera las ventanas.
Cuide que no quede ni un rastro del polvo
de los otros días.
Cuide que no quede testimonio
de lo que yo, cada día un poco más, ya no puedo
conseguir con estas contraídas manos.

Por favor, mijo,
si no es molestia,
antes de que se vaya lejos de nuevo.
Y ya después,
si le sobra el tiempo,
almorzamos juntos.