Rexistencia / No. 226

Nombrar las lenguas
 
 
 
In t’aane’,
jump’éel wóolis chak neek’ kin pak’ik tu tuuch lu’um […].

Mi voz, mi palabra,
es una semilla roja que siembro en el ombligo de la tierra […].
Isaac Carrillo, Neek’ / Semilla
 

Con la lengua se labra el tiempo, se esculpe el saber, se aprende a leer el viento. Con ella se siembra la semilla, contenida de memoria, que crece en todos los idiomas que se alientan a diario a tráves de los habitantes que la mantienen viva. La palabra es sagrada. Decir bats’il k’op, por ejemplo, es hablar de la lengua verdadera, una que existe en cada boca que todavía pronuncia al mundo del mismo modo en que los ancestros lo hicieron: balumilal en tseltal, hant en cmiique itom (seri), wichimoba en rarámuri, oi’ñga’n en ódam (tepehuano del sur), parhakpini en purépecha e iüt monopoots en ombeayiüts (ikoots). Nombrar el mundo así como los pueblos lo denominan en su propia lengua.

Hablar una lengua originaria es apelar a la libertad, es dejar que suene como el canto de los pájaros. Pero esta libertad ha sido asediada por la maquinaria colonial que durante siglos ha intentado silenciar a todas las lenguas que existen, más allá de la que los colonizadores han impuesto y de la que el Estado legitimó como la única: el castellano. Algunas han muerto porque los hablantes fueron desaparecidos. Otras, porque no se pronunciaron más, se negaron ante la persecución de los hablantes. Pero no todas corrieron con la misma suerte. Hay algunas que  cada día se recrean como hormigas que a su paso dejan las marcas de su andar. Es la respuesta al exterminio. Es la lucha diaria por romper el cerco del silencio, por potenciar la voz para volver a germinar las raíces de la lengua que nos dejaron aquellas almas que no permitieron que muriera la palabra.

Mi bats’il k’op tseltal es el fruto del que surgen las historias de quienes han hecho lo posible para que de mi boca salga el sentido de nombrar la vida: kuxlejal.



 
II
 
 

A t’aane’ u náajil a pixán
Tumen ti’ kuxa’an a laats’ilo’ob.
Ti’e’ úuchben xa’anilnaj,
u k’aasal a kajtalil
ti’ ku p’aatal a t’aan.

Tu idioma es la casa de tu alma
Ahí viven tus padres y tus abuelos
En esa casa milenaria
hogar de tus recuerdos
permanece tu palabra
Jorge Miguel Cocom Pech, U náajil a pixán La casa de tu alma
 


Una noche fría, reunidos en el fogón de la cocina, mientras tomábamos café, el abuelo Domingo recordó con nostalgia las palabras de su padre (mi bisabuelo): “Escucha, hijo, te voy a contar algo, me dijo mi papá. Mucho antes de que la gente supiera escribir y leer, ya sabía hablar. Los ajawetik, al crear la Tierra, nos dieron una boca y lengua para decir palabras, entendernos entre humanos y construir nuestra vida. Así aprendimos a nombrar el maíz, a pedir la lluvia y a orar para sanar nuestras heridas. Todo lo hacíamos en nuestra lengua. Pero un día, personas de otro lugar cruzaron el mar para quitarnos nuestras tierras, nuestros espacios ceremoniales y destruir nuestros conocimientos; nos obligaron a trabajar para ellos e intentaron desaparecernos. A hombres y mujeres les arrebataron la voz, a otros la vida. Pero la muerte no fue la de la palabra. Aquí estamos, seguimos vivos”, dijo el abuelo. Se quedó callado un instante, tomó un sorbo de café y agregó: “Ahora estoy aquí, hablándote como lo hacía tu abuelo, como me aconsejaba tu abuela. Jamás pronunciaron una palabra en castellano. Por eso es tu obligación hablar en bats’il k’op, porque en nuestra lengua se encuentran el conocimiento y la memoria de quienes hicieron lo posible para que yo pudiera estar frente a ti, hablándote de ellos”.

Aquella noche nos encontrábamos cinco generaciones: la memoria de mi tatarabuelo, las voces de mi bisabuelo y bisabuela, el recuerdo de mi abuelo Domingo, la escucha de mi padre y, por supuesto, mi presencia. Durante más de un siglo el tseltal se mantuvo en la familia, no se hablaba en otro idioma. La lengua que me fue heredada aún perdura en mi voz. No sólo por conciencia de mis antepasados, sino por una decisión consciente y política de no dejar morir a la palabra. Porque al hablar en tseltal, como en cualquiera de las lenguas originarias, encuentro a quienes lucharon contra el silencio, el olvido y la muerte.



III
 
 

Otechinmakak tlahtolmeh ika nikintokayotis nin atehtemeh,
milahapameh, aweyimeh, tlasohkamati.


Me diste palabra para nombrar los ríos,
lagos y mares, gracias.

Victorino Torres Nava, Tlasohkamati


Para los pueblos originarios la oralidad es una práctica cotidiana. Conversamos para transmitir los saberes, las memorias, las creencias, los rituales y los sueños. Se privilegia la palabra antes que la escritura, pero no por ello pierde sentido. La reciente aparición de escritores y cineastas que crean en su lengua materna desvela la relevancia cultural y política que merecen las lenguas originarias en un tiempo en el que, como ahora, todas se encuentran en alto riesgo de desaparecer. La literatura ha permitido que las lenguas se visibilicen a partir de su materialización en la poesía, el cuento, la novela y el ensayo. La escritura en lenguas originarias interpela al monolingüismo de la literatura mexicana escrita siempre en español y a los formatos de educación donde predomina el idioma impuesto, pues, ante todo, como escribe Yásnaya Elena Aguilar Gil, “la literatura mexicana [y la educación] es y debe ser diversa lingüísticamente”.

Lo mismo sucede con el cine. En los últimos años, varios actores han realizado películas documentales y de ficción en las que las lenguas originarias se hablan, se escuchan y guían la narrativa fílmica no como complemento, sino como un elemento clave para entender las problemáticas que se plantean como Sat Yelov Jlumal. Rostros de mi pueblo (Humberto Gómez, 2014); At’Anii (Antonino Isordia, 2019) o jkuxlejal (Liliana K’an, de próxima aparición). Ver y escuchar cine hablado en alguna lengua originaria, por el propio pueblo o por otro, es lo que el periodista mapuche Pedro Cayuqueo llama una “ofensiva cultural” —que también es una ofensiva lingüística, pues una y otra no están separadas—: la necesidad de apropiarse de las herramientas, las redes sociales y tecnologías para crear espacios de enunciación, y así poder potenciar la mirada y las voces de los pueblos.

México está compuesto por una cartografía lingüística amplia y diversa. Cada pueblo habla con su propia poética, con las tonalidades que distinguen a cada voz. Entre todas tejen un amplio paisaje sonoro. En nuestro país se hablan alrededor de 68 lenguas originarias que pertenecen a 11 familias lingüísticas. De ellas se derivan más de 360 variantes. Esto quiere decir que existen más de 300 formas de significar, de enunciar al mundo, de decir “nuestras lenguas viven” y de exigir justicia ante la responsabilidad histórica del Estado colonial por los más de 500 años de exterminio de los pueblos minorizados. Por ello es importante habilitar espacios para que las lenguas puedan fortalecerse, para que cada habitante de este país no sólo reconozca las que se hablan en otras latitudes del mundo, sino las que habitan en México, pues cada idioma originario es la suma de un devenir milenario.


IV
 
 
Tu’ún yò’ó yutu kani
yùkú ñàà tsiká nuú tutsi ñu’ún
kuí tono kiti kue ñàà yeè nuí tutsi ñu’ún
ri yeé va’ì ri yokoga
ra tsìki kue ni kue tono tsikuá.

La palabra extensión de raíz
hierba subterránea como cualquier animal
escondida en regocijo del calor de la tierra
camina silenciosa en la noche
para amanecer en el pensamiento profundo del lenguaje.

Celerina Patricia Sánchez, Tu’un / La palabra


Toda lengua tiene correspondencia con el territorio que habita. El lenguaje cobra sentido al encontrarse con la tierra, con los ríos y milpas donde todo significa, hasta lo más diminuto como las cenizas. El territorio también pertenece al orden de lo onírico, donde los viajes al cielo son posibles, donde los sueños se recrean, donde las cuevas son entradas al inframundo, donde los vivos y los que se han ido al otro mundo se encuentran. La lengua es un territorio que se defiende ante el extractivismo. Así lo hacen en la sierra nahua de Puebla, en el norte ch’ol de Chiapas, en la tierra de los Me’phaa en Guerrero, en el amplio territorio wirikuta de los pueblos del occidente. Así, en los cuatro puntos cardinales del país, podemos hallar comunidades que resisten. Es una lucha geopolítica, autonómica y también geolingüística, porque todo pronunciamiento en defensa del territorio, por la autodeterminación, se hace desde la lengua propia: skanantayel jme’tik kaxeltik (cuidar a la Madre Tierra). Hablar nuestra lengua originaria es defender también un territorio cercado.


 
V
 

El fuego de la memoria
Se necesita renacer el fuego de la memoria,
para divisar la llegada de nuevas alboradas,
donde nunca más exista el silencio de una lengua,
porque entonces habría una forma extinta de nombrar al mundo:
un murmullo perpetuo, una música sin canto, un pueblo olvidado.
Necesitamos retoñar como los frutos de antes,
con las raíces de siempre,
sembrar un mundo que nunca más vuelva a ser sin nosotros.