Rexistencia / No. 226

Jornada electoral


Leonardo Gutiérrez Arellano




No somos isónomos por ser republicanos, decía el abuelo. Somos isónomos porque somos demócratas, remataba. Hace unos meses tiramos todos los libros de teoría política de los que extraía esas frases: ocupaban un lugar en nuestra sala que sería más útil siendo abarcado por la nueva televisión. Ya nadie lee esa clase de libros. Su tinta rancia y sus páginas malolientes se fueron a la mierda junto con los purgados, como mi abuelo. A él lo mataron por ser un puto comunista.

Tuve un maestro de Civismo que se la pasaba quejándose del abstencionismo electoral, habitual entonces como ahora los billonarios. De no haber muerto en las protestas se habría alegrado al ver que desde la reestructuración del país hemos ejercido el voto como nunca antes: constantes, convencidos. La comodidad del mecanismo es el verdadero portento, pues basta apretar un botón en el control de la tele o hacer lo mismo con uno homólogo en la pantalla del celular.

El resto del mundo extenuó paneles y artículos de opinión tratando de definir qué somos y cómo somos gobernados. En general, los que usaron la palabra fascismo se equivocaron. No nos hemos vuelto un Estado hiperpolicial —ciertamente, nuestro derecho a portar armas ha reducido la necesidad de intervención de nuestras huestes en asuntos civiles— ni hemos perseguido a un grupo étnico con la intención de gasear a sus niños. A los comunistas los matamos por ser comunistas, no por ser judíos o tzotziles o tepiteños. Tampoco hemos optado por la eugenesia. Quiero decir: eso de que las güeritas no cojan con prietos no es algo nuevo. Es casi una tradición nacional.

Lo más correcto es decir que somos una república libertaria, como lo fue Rapture antes de que el socialismo de Frank Fontaine la arruinara. Creemos en el libre mercado y leemos a Rand, a Hayek. Bueno, no los leemos: nos los resumen. Estamos criando a nuestros hijos para que no sean unos resentidos sociales como el abuelo. Ellos saben que si la desigualdad existe es porque la gente se esfuerza de manera desigual. Los alejamos de los vicios retóricos del marxismo cultural y les dejamos claro que solamente nacen con tres derechos que, en letras doradas, exhibimos sobre los señalamientos peatonales, las placas de las estatuas, las entradas de las secretarías públicas: Vida, Propiedad y Libertad.

El progreso se nota, se respira. Precisamente pensaba en esto cuando, en el camino a casa, me di cuenta de que el camión iba atrasado. Impacientes, los pasajeros y yo anhelábamos que el chofer se decidiera a pisar el acelerador. Queríamos llegar a casa para realizar nuestra práctica democrática semanal.

Llegué minutos después de que comenzara el programa. La televisión transmitía comerciales. Pedí que me pusieran al tanto.

—Se ve que el baboso que acaban de poner como nuevo gobernador de Puebla no la va a armar. No sé a quién chingados le cupo en la cabeza que era buena idea sacar a Mendieta —dijo papá.

—Pero éste tiene un pitote —informó mamá—. Hace rato pasaron cómo se cogió a la primera dama mientras todos se peleaban porque ya no había pizza.

—Yo siento que van a sacar a la de Tlaxcala, por pendeja. Además es una zorra acomplejada —sentenció mi hermana.

Terminaron los comerciales y la cámara enfocó al presidente, tendido en su hamaca frente a la alberca. Se comía las uñas con ahínco cuando, en el fondo, aparecieron rodando por el suelo las gobernadoras de Coahuila y Veracruz. La norteña sometió a su adversaria y, después de inmovilizarla y arañarle las tetas, le recordó:

—Ya te había dicho que conmigo ibas a topar pared, pinche gata. ¿No que muy cabrona, no que muy cabrona?

La veracruzana, con los ojos hechos soplete, respondió algo que no pudimos oír debido a la detonación de un arma y un consecuente grito.

Eran los vecinos.

Papá se levantó de su asiento, molestísimo. Se acercó a la ventana y gritó:

—¡Raúl, calla a tu puta esposa!

Lo escuché murmurar mentadas de madre en el camino de vuelta, acomodándose los calzones.

El vecino respondió con otro disparo.

Los gritos habían parado, al fin.

Papá regresó al sofá.

—¿De qué me perdí?

—Llegaron el de Jalisco y el de Tamaulipas a separarlas. Ya ves que los dos se quieren coger a la Carrasco —dijo mi hermana.

—Y quién se va animar a chingáserla con las chichis todas deshechas —secundó mamá. Reímos.

Cuando los comerciales volvieron, las sirenas de una patrulla nos latiguearon los tímpanos. Unos policías habían rodeado la casa del vecino, delatado por alguna llamada anónima. Él había tomado a su hijo como rehén, decidido a fugarse.

—Pinche desmadre —dijo papá, aturdido, mirando el fondo de una bolsa de papitas—. Si se va por la Iturbide y dobla en Habsburgo ya no lo alcanzan. Se la van a pelar cuando lleguen a la glorieta —supuso mamá.

—Ya empezó —advirtió mi hermana.

No dudo que en otra ocasión nos habríamos molestado en levantarnos y mirar por la ventana, agazapados en la penumbra del marco. No dudo que en un arrebato de solidaridad —acto raro en estos tiempos— mi padre le habría ofrecido a nuestro vecino quedarse con el niño, para que él pudiera huir con menos carga. Pero ésa no era la ocasión: el programa se había reanudado y la decimoquinta semana del sexenio estaba por terminarse.

Era hora de votar.