Concurso 51 | Un mundo antes / No. 225

Cascada
Cuento: Segundo premio






Mamá nos llevó a pasar unos días a la Torre de Acapulco durante las vacaciones de verano del 97. Papá no nos acompañó por una supuesta entrevista de trabajo. Desde el balcón del departamento, que nos solía prestar mi abuelo, se alcanzaba a ver hasta qué parte la playa se convertía en selva. Desde ahí fantaseaba con lo impresionados que estarían mis maestras y compañeros de la primaria si pudieran ver lo que yo. Quería que supieran que pese a llegar en un carro jodido y vivir lejos de las zonas bonitas de la Ciudad de México, mi hermano y yo no podíamos ser los alumnos más pobres del colegio si teníamos la mejor vista de Acapulco.

Mamá bajaba antes del amanecer para apartar con toallas tres camastros frente a una alberca gigantesca. Podíamos tardar hasta media hora en recorrerla cuando jugábamos al taxi. Yo me sujetaba de un chorizo flotador que mi hermano, asumiendo el papel de chofer, jalaba alrededor de la alberca. El viaje terminaba cuando llegábamos a la parte más honda, en la que caía con fuerza el agua desde un trampolín de 10 metros conocido como “la cascada”, donde nuestros padres nos advertían que era peligroso nadar. La cascada nunca dejó de intimidarme, a veces tardaba varios días en animarme a dar el salto. En el álbum familiar se conservan fotografías en las que aparezco tapándome la nariz, con la quijada apretada, a medio vuelo.

Durante el desayuno, mamá nos dijo que apartando camastros encontró a los padres de Bruno Campillo, un compañero del salón de mi hermano con el que nunca había platicado. Me sentí invadido, la Torre de Acapulco era el único lugar donde aún me atrevía a jugar a cosas de niños. Decidí no bajar mi Max Steel y convencí a mi hermano de que tampoco bajara sus juguetes ni hablara de ellos.

Antes de llegar a los camastros, Bruno nos saludó emocionado. Su piel morena combinaba con sus pequeños pezones rosas y un ombligo perfecto que hasta la fecha no me saco de la cabeza. Estaba confundido, sentía la misma dificultad para verlo a los ojos que experimentaba con Paula Macías, la niña de la que estaba enamorado desde el kínder y en quien pensaba siempre que mamá ponía en la radio las canciones de la Nueva Amor 100.1 que la hacían llorar.

Temía que el deseo en mi mirada fuera demasiado obvio, que Bruno me llamara marica o, peor aún, que mi hermano me descubriera. Estaba excitado y con culpa, como cuando actuaba sentirme enfermo, me quedaba en el departamento para salir desnudo al balcón y fantaseaba con que todas las personas, reducidas a hormigas treinta pisos abajo, podían verme.

Me sentí aliviado cuando mamá nos llamó diciendo que nos tenía una sorpresa y Bruno se despidió. Al llegar, los meseros acababan de traer dos enormes banana split. Mientras devorábamos nuestro postre, mamá nos mostró una fotografía de papá posando frente a la Quebrada.

—¿Desde cuándo dejó de sonreír? —preguntó más para sí misma.

—Desde que lo regañas por usar pijama todo el día —contestó mi hermano luchando por alcanzar con la lengua el chocolate embarrado en la punta de su nariz.


Recuerdo haber dormido una larga siesta en mi camastro, esperando hacer la digestión para entrar a la alberca, cuando Bruno se acostó sobre mí completamente mojado. Mi hermano rio y yo fingí molestarme. Forcejeé un rato con él para quitármelo de encima hasta que sentí su pene endurecido sobre mi muslo. Me quedé congelado, clavó su mirada en mis ojos y sonrió. Desde entonces descubrí que la sonrisa de los muchachitos morenos tiene algo que la vagina rosita y estrecha de mi póster de Pamela Anderson no: además de excitar, enternecen.

Mi hermano le propuso a Bruno jugar al taxi y que él haría de chofer. Lo volteé a ver enfurecido, le había dejado en claro que ese día no quería que jugáramos cosas de niños. Pero contrario a lo que imaginé, cuando mi hermano platicó en qué consistía, a Bruno le agradó la idea.

Me sujeté junto a Bruno al chorizo flotador y mi hermano comenzó a jalarnos.

—¿A dónde desean ir, señores?

—Llévenos a la cascada por favor, pero que sea rápido —respondió Bruno.

—¿Viaje de negocios?

—Así es —respondí.

—No, es nuestra luna de miel —corrigió Bruno.

Entré en pánico, creí que mi hermano lo llamaría marica y trataría de defenderme, pero contestó:

—Los felicito. Nunca olvidarán este viaje.

—¿Ahora por dónde estamos pasando, chofer? —dije esperando cambiar de tema mientras nos adentrábamos a una zona más profunda.

—Australia, señora.

Los tres reímos. Ver nuevamente la sonrisa de Bruno me animó a decir con voz aflautada:

—¡Qué hermosos canguros veo pasar! ¿Los alcanzas a ver?

Bruno dio una carcajada y gritó:

—Sí, mi amor, ¡veo canguros en bikini! —mientras señalaba a un grupo de jovencitas americanas.

Volvió a sonreírme y me sentí protegida, así en femenino; era una mujer afortunada de tener a un marido cariñoso. Lo que nunca tuvo mamá. Aflauté aún más la voz al describir las calles de Tokio cuando pasamos junto a un hombre de ojos rasgados, probablemente oaxaqueño. Grité con espanto teatral que Godzilla estaba destruyendo un rascacielos al señalar a un mesero colgado de una palmera bajando cocos. Bruno me tomó la mano para tranquilizarme y no la soltó mientras admirábamos la Torre de Acapulco convertida en una enorme Torre Eiffel, navegábamos entre cocodrilos en el Amazonas al pasar junto a un grupo de ancianos alemanes y festejábamos ver a lo lejos nuestra escuela incendiarse. Hasta que llegamos a la cascada.

—Servidos, serían 10 millones de dólares.

—Gracias, aquí tiene —Bruno me soltó la mano y simuló sacar de uno de sus bolsillos un fajo de billetes.

Nadé hacia la parte más honda. Volví a sentir un cosquilleo en la entrepierna cuando noté que Bruno me seguía y mi hermano se alejaba. Continué nadando hacia donde rompía el agua la cascada, cuidándome de los clavadistas. Sabía que detrás del chorro estaríamos ocultos y que Bruno podría intentar algo más. Antes de que pudiera alcanzarme, se detuvo mirando hacia el fondo. Lo esperé unos segundos, pero como no avanzaba decidí ir a ver qué había encontrado.

—¿Ya estaba ese azulejo el verano pasado? —me preguntó con extrañeza.

—No, qué feo que hayan puesto ese dibujo —le dije mirando hacia donde su mano sumergida señalaba.

—Voy a ver qué es.

Bruno se hundió antes de que pudiera detenerlo y demoró varios segundos en el fondo. Estuve a punto de pedir ayuda cuando por fin salió.

—¡La pude tocar, no es un dibujo! —dijo tratando de recuperar el aliento.

—¿Qué hacemos?

—No sé.

—Dile a ese señor —y señalé a un gordo bañado en bronceador tumbado en un camastro como una morsa. Dejé que Bruno saliera de la alberca solo, siempre fui muy penoso para hablar con adultos. Creía que todos serían igual de gruñones que papá. Alcancé a ver cómo el señor negaba con la cabeza y Bruno cada vez se notaba más desesperado. Después de dos minutos logró que se echara a la alberca con nosotros.

—Ahí está —le dijo Bruno, parecía que iba a llorar.

—No hay nada, pinche prietito.

—¡Sí hay! —grité enfurecido por como lo había llamado.

—Les voy a poner en su madre si esto es un jueguito, güero.

El señor llamó a su hija, una niña rechoncha con traje rosa de una pieza, para que le pasara sus visores. Tardó en quitarse los audífonos de su discman, parecía que se demoraba para terminar de escuchar una canción que canturreaba. Buscó los visores desganada y maldiciendo entre dientes, echando a un lado las latas de cerveza y las cajetillas de cigarros. Al encontrarlos los aventó a la alberca y volvió a ponerse los audífonos.

—Ahora que salga te caigo a nalgadas, mocosa —dijo el señor sabiendo que ya no lo escuchaba.

Tardó más de un minuto ajustando la correa de los visores. Cuando descubrí que Bruno lloraba, extrañé su sonrisa.

—Donde no haya nada, hijos de la chingada.

Apenas sumergió la cabeza, el señor comenzó a gritar histérico:

—¡Una ahogada! ¡Una ahogada!

Bruno y yo nadamos hacia la orilla, un grupo de hombres se aventó a la alberca a intentar rescatarla pero tuvieron que entrar otros más a rescatarlos a ellos porque por el esfuerzo y la confusión comenzaron a ahogarse. Gritaban que estaba muy pesada. Escuché a mamá llamar mi nombre. Al tiempo que salía de la alberca y me separaba de Bruno, alcancé a ver llegar a cuatro hombres de un hotel aledaño con trajes rojos diminutos. Fue la primera vez que me sentí atraído por un hombre maduro. Al llegar con mamá y mi hermano, vi a lo lejos cómo aquellos hermosos hombres sacaron del fondo a una enorme mujer azul. Después, un silencio absoluto.