Concurso 51 | Un mundo antes / No. 225

Lucine en espirales
Cuento: Primer premio






A mi madre
A Madelein también

Podría disimular, pero el olor de tu voz
se acurrucó entre mis cosas.
Iván Noble



Creo que lo último que supe de Lucine fue que viviría con un galés.

Pude haberme encontrado con ella en alguna calle de la Roma, pero no fue así. Me escribió para corroborar si yo era de Xalapa, le contesté que sí. Luego me preguntó si en Veracruz había alguna playa bonita para acampar unos días. Hice un esfuerzo por pensar, entre tanta playa horrible, cuál sería conveniente para ir juntos. Y mi esfuerzo fue inútil.

Primero, porque no se me ocurrió ninguna (dicen que Costa Esmeralda no fue nombrada así por azar, desconozco). Segundo, porque después agregó que buscaba ir ahí con su novio galés. Maldita. Mis dedos no pudieron reprimirse: me importa una chingada lo que quieras hacer con tu nuevo novio. Sigue perdiendo el tiempo cuanto quieras con otros hombres. Pero no mames. Deja de C-H-I-N-G-AR-M-E. Deja de chingar la puta madre. Su respuesta fue intempestiva. Me acusó de dramático y agresivo. Sí, de buenas a primeras, le menté la madre, la primera vez en dos meses. Cuando a una mujer ya le has dicho que la amas, te dijo que en ese momento no busca algo con nadie y una vez más inicia una relación con alguien que no eres tú… creo que mentarle la madre, luego de que te pregunta sobre tu ciudad para ir con su novio galés, es lo más natural. Que chingue su madre quien opine lo contrario.

La conocí en un bar. Puede parecer un lugar típico; sin embargo, jamás había conquistado a una chica sentado en la barra. Era domingo por la noche, había música folclórica en el Pata Negra del Centro Histórico, estaba acompañado por una cerveza y un mezcal porque a mis amigos no les gusta el son jarocho. Cantaban “La Morena” y, mientras yo estaba ensimismado en ese ritmo de octosílabos, una rubia se me acercó. Me preguntó con una R demasiado enfática para ser mexicana: ¿sabes para dónde es el baño? Le respondí lo que cualquier imbécil que se parezca a mí en el espejo diría: sí, al fondo a la izquierda, bajas una pequeña escalera y doblas a la derecha. Dijo gracias, sonrió y se fue. Mientras la veía andar al baño y perderse entre la gente, me lamenté de mi suerte. Tenía una de esas narices que sacaría un primer premio en una exposición de zanahorias, iba a decir “pero”, pero no. Tenía una de esas narices que sacaría un primer premio en una exposición de zanahorias y por eso me encantaba. Se inclinaba prominentemente en medio de su cara hacia su ínfimo labio superior y, cuando me sonrió antes de irse al baño, me encantó por cómo se curvaba más. Sus ojos aceituna eran de una belleza común, así como su cabello rubio. Rubio como el elote, una vez escuché decir a un compañero en la universidad hablando sobre una amiga. Me lamenté de mi suerte. Esa chica me parecía bella y yo jamás lo había hecho con una mujer que de buenas a primeras, de sólo verla, me provocara sentir el corazón palpitar como el eco de una piedra que cae en un pozo profundo.

La música era precisa. No hay nada que me haga volver a casa como el ritmo marcado por una jarana cuando un requinto rompe, que la rima repetida de una estrofa de “El Colás”. Me perdí en el fandango. Bebí dos cervezas más y me paré frente al grupo. Estaba cantando en voz baja cuando me percaté de que la chica de la R enfática movía sus caderas junto a mí como si, en lugar de son jarocho, lo que sonara fuera electrónica. No pude evitar reírme de ella y, ahora sí, para mi suerte, ella lo interpretó como una sonrisa que me correspondió. No me atreví a decirle nada.

Cuando pasaban de las 12 de la noche pensé que pronto tendría que ir a trabajar. Es lo único que me fastidia de la docencia. Dar clases en lunes a las 7:00 a.m. Le di un último trago a mi cerveza. La abandoné a medias en la barra y me dije: si la chica se gira a verme antes de que salga de aquí, le hablo. Me acomodé el cabello, limpié mis lentes y con un paso ridículamente lento emprendí el camino a la salida. Ella no me miró ni de reojo. No me notó. Más visible para ella habría sido una mota de polvo en la oscuridad. Así que me agarré mis huevitos y me devolví. Me metí con un tropezón entre ella y el hombre con quien hablaba: hola, ¿vienes con alguien? Mis amigos. Quiero decir, ¿alguno de ellos es tu novio? No. Pedí otra cerveza y para ella otra margarita. No sé en qué momento de la noche pasó, pero la vi tomar sal de su copa de margarita, untársela en los labios y, arrugando la nariz y con una coquetería sublime, terminar de seducirme: ay, tengo sal en mis labios, ay, tengo sal en mis labios ¿me ayudas? La besé como quien descubre lo que es masturbarse. Al poco tiempo sus amigos le dijeron que se marchaban; cuando me miró a los ojos no pude decir otra cosa sino: ¿vienes conmigo?

De esa noche sólo puedo decir: no compren nunca condones Prudence. No es que yo sea el negro de WhatsApp; no obstante, tampoco hago honor a la fama de los chinos. Mi pene es normal, quizá un poco más grueso que el promedio, según leí en Wikipedia, pero esos malditos condones asfixiaban mi erección. El culo más rico que han acariciado mis manos y no podía metérselo, ¿saben lo que es eso? Es como que la chica que amas te pregunte dónde puede pasarla bien en tu lugar de nacimiento con su novio, cuando jamás aceptó a ir contigo porque “no quería nada serio”. Hija de su chi… Yo sólo tenía un paquete de Prudence sin usar que había comprado hacía unos días. Eran baratos, había escuchado de la marca. Pensé que en condones normales la marca era pura palabrería. No, ésos me apretaban como anillos de castidad. No importaba cuánto me excitara su presencia, el amor no vence a la física. En el suelo estaban los tres condones, mi frustración olía a látex con líquido preseminal. Ante mi humillación en la cama, bostezando me susurró al oído: no te preocupes, es normal. A los pocos segundos se quedó dormida sobre mi brazo. Me sentí tan tentado a masturbarme al lado de ella y de paso eyacular sobre sus nalgas. No lo hice porque no era normal. Me levanté con cuidado y en calzones bajé corriendo a la tienda de la esquina. Compré la marca de condones que siempre uso. El de la tienda me dijo: debe estar muy guapa para que bajes así con este frío. Me quedé callado. Volví al cuarto. Empecé a llenar de saliva cada poro de su piel. Despertó respirando entrecortado. Cuando la besé detrás de la oreja gimió abriendo sus piernas, sentí su nariz clavarse en mi hombro. No compren Prudence.

Toda la mañana no pude sino pestañear. Permanecí inmóvil mirándola dormir. Recordaba poco de lo que habíamos conversado y preferí tratar de conectar mis escasos recuerdos mirándole las nalgas que ir a darle clases de Matemáticas a unos púberes. Era francesa, llevaba un par de meses en México, vivía de ser sommelier en un pequeño restaurante de la Roma y su nombre era Lucine. Cuando despertó, abrió grandes los ojos y pegó un pequeño grito. Me sentí tan feo. Luego habló con naturalidad: ¿dormiste bien?


Mis alumnos comenzaron a desconocerme. Llegaba tarde, apestaba a cigarros con vómito. Las ojeras cada vez se me hacían más evidentes, mis dientes no dejaban de saber a morado. No me importaba repetir saco algunos días a la semana ni las manchas de ceniza. Lo que en verdad me afectaba era que Lucine no me creyera que la quería. Decía que Raúl, el hondureño, le lloró varias tardes hasta que confió en él y después se devolvió a Tegucigalpa, donde le confesó que tenía una esposa esperándolo. Entonces de nada servían las lágrimas que le dejaba en el mantel del restaurante en el que trabajaba, tampoco los poemas en las servilletas. Tenía que demostrárselo con actos a pesar de que no aceptaba seguir saliendo conmigo —¿así cómo?—. Cada noche terminaba igual, me decía que por favor dejara de emborracharme en su trabajo, entonces me iba a casa a beber vino en Tetra Pack hasta vomitarme encima. Al despertar tomaba unas servilletas, las untaba con saliva y hacía lo posible para limpiarme el traje un poco antes de irme a dar clase de Matemáticas. Por algunas semanas esa rutina no varió. Luego abandoné los poemas en las servilletas sobre la geometría de mi amor:

Los cuerpos y las almas
no son equivalentes
son desproporcionados
cruza la recta, acércate más
Esto será como hablarte de ya sabes
3.1415...


Comencé a escribirle un largo poema en prosa cuya fórmula estética residía en un fonema constante con otros variables: “Lucine de lucero, de lucir y de la luz de la, le, li, lo, lu y ‘elle’; de lacio, lento, linda, locuaz, luminiscencia y de la letra L en mayúscula como en la palabra Libertad. Tú que ahora lees, tú, la libre luciérnaga que apaga e ilumina una parcela de los linderos de mi alma…”. Siempre que la veía le recitaba la última versión. Me miraba por un instante, arrugaba la nariz y con la normalidad de cuando me preguntó por el baño me decía: ¿me lo regalas? Yo pretextaba que necesitaba hacerle ajustes. Si se lo daba, cada vez que la volviera a ver lo único que tendría iban a ser mis preguntas de por qué no lo intentábamos. No habría más poesía. Ese poema tenía que ser interminable. Al dárselo, no sabría cómo reescribirlo. Cada vez que lo escribía de nuevo, tiraba el último. No podían existir copias. Sería cursi explicar por qué. Hasta que un día me hizo llegar la noticia en un lacónico whats: me regreso a Francia.

Tras un estado deplorable, difícil olvidar la vez en que rumbo a la escuela me dieron una bolsita con una torta a medio comer, volví a ser el mismo. Incluso estuve a punto de perder mi empleo hasta que ofrecí una explicación sobre mi vergonzoso estado. El director no interrumpió una sola parte del relato sobre Lucine. Cuando quedé en silencio, tocó mi hombro y con simpatía me confesó: todos tenemos una Lucine en nuestras vidas. La mía era de Oaxaca… Jamás pensé verlo llorar por algo tan ridículo mientras yo le daba palmadas en la espalda: me dejó por otro hombre, lloriqueó. Esa oaxaqueña para mí no tiene nada que ver con Lucine. Lucine es peor.


¿Cuántas probabilidades hay de conocer a la persona que leerá estás líneas en una botella arrojada al mar? Eso fue lo primero que escribí en la nota que metí en un cabernet y arrojé al Golfo en Veracruz luego de que Lucine me escribió para decirme que volvía a México, que si conocía lugares en la Roma para mudarse con Marc. Después: todos pueden pasar por algo parecido a lo que viví con Lucine. No tiene caso que te explique todo. Una vez me culpó de pasarle la gonorrea. Cuando fui al urólogo me dijo que no tenía nada. También me reclamó que esa noche en la que todos se habían ido de una fiesta en su casa y me sonrió mirándome fijo a los ojos no era una invitación para besarla; que se sintió obligada a corresponderme. Me dijo que era muy apasionado y que eso la alejaba de lo que sentía por mí, que me quería, aunque no de esa manera; que si hubiera tenido más confianza en mí, como Raúl, o Pedro, o su galés, tal vez me habría querido. (Pensaba poner mi número. Mejor no, eso sería un engaño a las posibilidades). Quizá creas que has sentido algo parecido a lo que sentí por Lucine, quizá también quieras que conversemos, que te aconseje con mi experiencia, que te dé unas palmadas en la espalda y finja entender tus gimoteos. No. Lo que sentí por ella siempre será mío y estas letras serán de un desconocido borracho en un fin de semana en Veracruz. El lunes toca hablar sobre, ya sabes, 3.1415…