Carrusel / Bajo Cubierta / No. 224

El miedo es blanco



Mónica Ojeda.
Mandíbula.
Editorial Candaya.
Barcelona, 2018, 288 pp.



Con tan sólo 32 años, la ecuatoriana Mónica Ojeda ha publicado tres novelas, dos poemarios y dos libros de cuentos (Las Voladoras es el más reciente), y obtenido varios reconocimientos. En 2017, por ejemplo, fue considerada una de los 39 mejores escritores latinoamericanos menores de 40 años incluidos en la lista Bogotá39. Estamos frente a una de las voces narrativas más interesantes del presente —junto a Mariana Enriquez, Liliana Colanzi, Valeria Luiselli y María Fernanda Ampuero, entre otras—, dueña de un estilo desafiante, oscuro y atrevido, en ocasiones incómodo. A la autora le interesa explorar terrenos en apariencia discordantes: aquellos en los que coinciden los afectos y la violencia, la ternura y la sangre, el amor y la muerte.

En su tercera novela, Mandíbula —ubicada por El País como uno de los 50 mejores libros del 2018—, Ojeda explora en casi 300 páginas las obsesiones que la han acompañado desde el inicio de su carrera. Sexualidad, amistad, violencia y familia son los ejes alrededor de los cuales se entrelazan los tres personajes principales: Fernanda y Annelise, dos adolescentes que estudian en el Colegio Bilingüe Delta —mejores amigas, hermanas (sin serlo) y confidentes, pero también rivales—, y Clara, una profesora con una enfermiza historia maternofilial que comienza a trabajar en el colegio luego de una experiencia traumática en su último trabajo. Con una prosa sencilla, pero con visos líricos (“Sólo las caderas anchas pueden parir las dimensiones del universo”, “Un enigma natural. Un paisaje de garras”, “Abrió los párpados y le entraron todas las sombras del día que se quebraba”), Mónica Ojeda nos entrega una novela cruda, convulsa; un torbellino de violencia, manipulación y venganza. Una historia llena de miedo. “Dientes rechinando y mandíbulas: esa fuerza guardada en los huesos que no habitaba en su boca”.

La trama se lleva a cabo en un colegio de élite del Opus Dei, en la ciudad de Guayaquil. Con bien logrados saltos en el tiempo, Mandíbula presenta a Clara, una joven profesora obsesionada con su madre difunta —“muerta hace cinco años pero más viva que nunca en sus pensamientos”— que ha secuestrado a una de sus alumnas: Fernanda. En otro plano temporal, la novela narra lo que ocurre cuando Fernanda y Annelise inician a su grupo de amigas en el culto al Dios Blanco; mediante rituales sadomasoquistas, las estudiantes exploran la violencia eruptiva de la adolescencia a través de su afición a las creepypastas, narraciones colectivas de terror en Internet. De entre su amplísimo inventario de influencias, sobresale la identificación de la autora con atmósferas desoladoras de H. P. Lovecraft, aunque también encontramos referencias a Stephen King, Edgar Allan Poe y a la cultura pop en general. Ojeda usa este bagaje con una escritura que se pasea sin contratiempos entre una prosa directa y una poesía refinada para, de manera sutil, criticar la estructura de clases sociales, la relación entre madres e hijas y, sobre todo, entre mujeres. Los personajes femeninos llevan el peso de la novela mientras que los masculinos se convierten en pasajeros, no trascienden lo anecdótico.

Mandíbula no es sólo un thriller psicológico: también es un ensayo del terror, de lo que Ojeda entiende como terror. Se trata de uno que sí va acompañado de esos ambientes lúgubres que generan desazón en el lector, pero se aleja un poco de los fantasmas —que, aunque sí cohabitan con los personajes, fungen como acompañantes, espectros efímeros— y de lo grotesco, y se acerca más al terror que existe en la otredad: “El infierno son los otros”. Un juego donde las víctimas pasan a ser victimarios y donde el golpe y la sangre vendrán de quien más nos ama.

Mandíbula es, pues, una novela que dejará satisfechos no sólo a los amantes del género del terror: también a quienes gozan de una pluma honesta que no teme hablar de lo que no debe ser narrado.