Sueño / No. 224

Retrato de una voz




Así no hay modo de esquivar la mente del dios.

Hesíodo, Los trabajos y los días



I

El jarrón de la noche derramó su almizcle en toda Persia. Letras de fuego dibujaron el incierto destino de los hombres: susurros del Justo. Las orillas de los mares se disputaban con la arena un pedazo de playa. Esa noche, Ghiyath al-Din Abu’l-Fath Umar ibn Ibrahim Al-Nishapuri al-Khayyami, también conocido como Omar Khayyam, habría de soñar.

Sueño cuneiforme, sueño de una mujer aria, parecida al devaneo del Altísimo, en cuya imaginación delirante y geométrica alguna vez debía existir alguna fuga similar. Khayyam ya no se torturaba con pesadillas. La noche había llegado como un corcel, dejando por las estepas su larga silueta semejante a un signo pahlavi del Avesta de Zoroastro. Filósofo como era, Khayyam dormía en el arrullo que le inspiraban las luciérnagas, sueño infundido por la alargada tarde que el verano cosechaba en el aire, cansando igual a hombres y a bestias. Khayyam, desnudo de imágenes y falsos atributos, oyó así una voz, y pese a estar dormido, la entendía con claridad:

El vasto mundo: un grano de polvo en el espacio.
La vana ciencia de los hombres: palabras.
Los pueblos, las bestias y las flores de los siete climas: sombras.
El fruto de tu continua y perpetua meditación: nada.

Durante laboriosos años, Khayyam y su amigo y condiscípulo Nizam al-Mulk (visir del sultán seljucida Alp Arslan) habían estudiado las apreciables Ciencias. Era un contemplador, no un hombre de viajes ni de acción. Conocía la aritmética y metafísica de los sabios griegos y al ídolo de China —“el enemigo de nuestra fe”, como habría de llamarlo dos siglos más tarde el también poeta persa Hafiz— lo había estudiado, y había aprendido de él gracias a los cronistas del Celeste Imperio. Conocía la poesía del al-Andalus, circulante en todo el orbe musulmán, poesía escrita y recitada en la lengua que usaba el Altísimo para pensar a los Ángeles y destruir a los Devas; lengua y escritura alargada que devoró las ruinas de Zoroastro y con ellas fundó su Única Verdad.

“Dame vino, la noche se acerca”, le había dicho Khayyam a su bienamada concubina, aquella que en el harem resaltaba no tanto por las preseas como por el sobrenombre de Favorita; concubina cuyo cuerpo —¿era india, persa, mongola?— fue cobijo en las noches frías y refresco en las tardes calurosas del Khorasán; “dame el vino color rosa”, repitió, y al pasárselo juntos lo bebieron.


II

Marzo de 1980. Francia reconoce a la escritora belga Marguerite Yourcenar como parte de la Académie Française, incluso ante la negativa de no pocos miembros —como el etnólogo Claude Lévi-Strauss, quien vehementemente se opuso a la candidata “porque no se cambian las leyes de la tribu”—. En España se conmemora L’itinéraire de Marguerite Yourcenar, un ciclo de conferencias dedicado a su larga vida y mayor obra; homenajes de este tipo se esparcieron por todo el globo.

A pesar de que su novela Memorias de Adriano había sido todo un descubrimiento para Hispanoamérica gracias a la traducción de Julio Cortázar, de España no podía decirse lo mismo en ese entonces. En una carta enviada a Yourcenar en su residencia de los Estados Unidos, contenida en una caja etiquetada como “España”, un joven filólogo madrileño, estudiante en París, le preguntó por qué había tardado 30 años en concretar las Memorias y cuál había sido el motor del interés en el emperador Adriano. Yourcenar, que contestó la carta en francés, huyó prontamente de sus deberes, paseó entre fotografías por el puente romano de Córdoba y, tras descansar imaginariamente a la sombra de la Mezquita-Catedral del califato andaluz, escribió (aunque no sabemos si para responderle al filólogo español o aclarárselo a sí misma) en un papelillo suelto:

Sólo otra figura histórica me ha tentado con una insistencia casi idéntica: Omar Khayyam, poeta astrónomo. Pero la vida de Khayyam es la de un contemplador, y un contemplador puro: el mundo de la acción le era del todo ajeno. Por otro lado, no conozco Persia ni su lengua.

Detuvo la pluma… Se preguntó: y si no conozco Irán, ¿cómo caerán las noches sobre Persia?


III

Se embriagaron de placer y el tercer acompañante fue el Amor. Una alfombra con una cenefa de innúmeros elefantes rodeaba la escena de cuatro caballos donde el trasero de uno era la cabeza del otro, una bestia mítica definiendo los cuatro rumbos del universo y acaso las primeras cuatro Eras que duraron tres mil años cada una. Cuatro corceles y la cenefa de elefantes: imagen y semejanza de ese mapa del deseo que representaba los encuentros de Khayyam con su bienamada Favorita. Un ánfora de motivos romboidales, semejantes a la mente del Todopoderoso. Una vajilla de un plato con dos copas: la una retratando la rara avis Simurgh, que —dice la leyenda— podía derrocar a los rinocerontes en desigual batalla; y la otra, una copa con antiguos dioses venciendo a los demonios Devas; el plato representaba a un caballero que pulsa las cuerdas de un arpa y es acompañado por una mujer que sostiene una copa y tañe con su boca las notas de un poema. Los innúmeros elefantes, los corceles confusos del tapiz, los amantes retratados en los vasos: todos y ninguno eran testigos de la desarmada lucha de los cuerpos amarrados en insaciable deseo.

La mujer, insistía Khayyam, era la única distracción del dolor y de la muerte, desventuras que acompañan al destino de todos los hombres; pero a sus ojos, la Favorita era la excepción. Trascendía el obscuro jarrón de azabache de sus cuneiformes sueños.

“Eres como una tarde con amigos”, le decía, una copa de rosado vino, un río tranquilo de diáfano movimiento, un largo reposo a la sombra de un alminar, un secreto en el corazón guardado, una sonrisa orlada en el mármol de la memoria, unas horas de ocio en un jardín durante el verano, un libro de luz cerrado mas rumoroso, unas letras por las estrellas compuestas, una negra trenza de obsidiana suelta en un rincón entre las flores, un instante entre el pasado y el futuro, una brisa de almizcle de pestañas…


IV

Retrato de una voz —continúa escribiendo Yourcenar en el papelillo suelto, aquella tarde de recuerdos andaluces, de cafés moriscos y pasadizos con espejuelos mozárabes—. Si decidí escribir estas Memorias de Adriano en primera persona, fue para evitar lo más posible todo intermediario, incluso yo misma. Adriano podía hablar de su vida más concretamente y con mayor sutileza que yo.

Retrato de una voz… ¿Qué es la escritura sino el perpetuo intento de fijar los colores y sonidos de una vida en una masa siempre gris? ¿Cuántas voces pueden ser retratadas por la misma pluma, por la misma mano, por el mismo corazón, por la misma mente? O mejor: ¿cuántas manos, corazones, plumas, mentes se requieren para fijar el sonido y los colores y las figuras y las formas de una sola voz?

Omar Khayyam estaba escrito en su Rubaiyyat, esos hermosos poemas que Yourcenar quizá leyó en dos de las primeras traducciones a lenguas europeas: la de Edward FitzGerald, al inglés; o, más probablemente, la de Franz Toussaint, al francés. Pero Yourcenar tenía en sus baúles, dispersos como toda obra verdadera, un vaivén de manuscritos, borradores, fábulas, cartas, poemas, palabras que reunidas podrían ser otra novela, el relato de ese poeta y astrónomo persa que había sido, al igual que Adriano, un hombre casi por completo sabio.

Bajo una estatuilla que representa al emperador Adriano con su bienamado Favorito, Antínoo, junto a un cuadro de Alejandro y Hefestión en la India, y otro de Aquiles penando por la muerte de Patroclo, allí se hallaba un atado de cuadernos de notas dedicado a las literaturas orientales. Motivada como siempre por la melancolía, Yourcenar tomó las libretas y leyó minuciosa sus notas. Compendio de ruinas personales. Algunas llamaron su atención, sepultadas en mareas de polvo y repasadas si acaso por el olvido. Imágenes y conceptos dispersos, intuiciones, hallazgos poéticos, diásporas íntimas, exilios concretos, redactados quién sabe cuándo, quién sabe dónde, descansaban en aquellas páginas.

Todo, lejana o prontamente, se relacionaba con Khayyam: Hashshashin = etimología de hachís = asesinos } cuartetas o rubaiyyat (forma lírica) } tema principal: el desencanto del mundo y la invitación a un disfrute inmediato y perfecto } Irán = arya (raza humana) } enemigo de Hassan, protegido de Nizam al-Mulk } escritura cuneiforme, acaso derivada del sumerio, sistema pahlavi y avesta } dos traducciones } guerras médicas: Jerjes y Darío contra Alejandro } movimiento ismailita } el Islam entre el 1015 y 1123, una era de pocos hombres libres, entre ellos, el contemplador astrónomo Omar Khayyam } invasiones árabes, turcas y mongolas } estudios calendáricos y algebraicos } la pintura de un caballo que representa al mundo y al tiempo } un plato persa de influencia mongólica: retrata el retozo de dos amantes: uno tañendo una especie de arpa, la otra acaso recitando un rubaiyyat } lector de distintas lenguas } un hombre casi sabio } retrato de una voz…


V

Después de beber el vino del ánfora y de haberse metamorfoseado él en un rinoceronte y ella en el ave Simurgh, después de asir las formas todas del amor, tras reconciliar el fuego de la una con el viento del otro, sucumbieron Khayyam y la Favorita en la alfombra de los cuatro caballos entrelazados. Ella había vencido la contienda y comenzó a cantar en la antigua lengua pahlavi.

En su sueño —¿en qué lengua soñaba Khayyam?— nacía una arquitectura, y entre tantos pasillos, fuentes, espejos de agua, alamedas y mosaicos, se erigía un alminar de donde podía verse todo; incluso podía verse a sí mismo dormir, siendo acariciado por las pestañas de almizcle de la Favorita. Khayyam subió a su alminar —parecido a la sevillana Giralda—, oyó una voz proveniente de la hondura del Universo... La oía sin escucharla.

Khayyam, impotente ante esa voz que como ondas en el agua se expandía en su mundo interior, entró en la onírica biblioteca. Intentó leer pasajes de los sabios y maestros, pero todo devenía obscuro de un momento a otro. La noche parecía derramarse como azabache —¿era esto un pasaje del poeta épico Firdusi?—, y Marte, Mercurio y Júpiter descansaban en su invisibilidad. En un sonámbulo libro de Onsorí leyó cómo el Sol sale coquetamente detrás de una nube y se esconde en otra. En otro pasaje de Nizami Aruzi, leyó dormido: “La poesía es el arte mediante el cual el poeta junta proposiciones intencionadas y construye analogías fecundas, de manera que vuelve grande lo pequeño, pequeño lo grande, viste a lo bello con formas de lo feo y presenta lo feo bajo la apariencia de lo bello…”. Y sin querer distraerse entre la bella voz que se dilataba en sus adentros, procuraba repetirse todo cuanto leía con los ojos de la imaginación y oía con los tímpanos del alma: “… de esta manera, el poeta nos conduce a la realización de grandes cosas en el orden del mundo”.

Dormido, Khayyam reunía el catálogo de sus palabras, el libro de sus imágenes: se buscaba y se encontraba sin cesar, y pensó que todo lo que se encuentra es mejor hallarlo si se busca. “Una de las mejores maneras de recrear el pensamiento de un hombre: rehacer su biblioteca”. Este pensamiento no era suyo, y quién sabe de dónde le había llegado.

Se mira dormir desde su sempiterno minarete. Piensa que ha edificado el paraíso. Olas de Luna se azotan contra su perpetua meditación. Láminas doradas se desprenden del cielo y lo visitan, mientras toma una copa de vino rosado y lo bebe; de un trago ingiere todo el vino y avienta la copa vacía por el balcón. La copa nunca termina de caer. Khayyam invoca a la Favorita, y la voz del Altísimo se empieza a mezclar con el mensaje que él piensa que es el del Ángel Destructor.

¿Por qué no responde la amada sino el Ángel del Juicio?


VI

La noche se alza, “hallamos al héroe desnudo”. Integra el papel suelto con escrupulosa selección al diario nocturno: impresiones de un viaje por Andalucía, estampas de la Giralda de Sevilla, colores de la Mezquita-Catedral de Córdoba, recuerdos del acueducto romano de Segovia… ¿Hizo ella el viaje o son souvenirs que alguien le ha regalado? Instantes inasibles de un tiempo fenecido. Regresa a las cartas de sus halagadores en esos tiempos de homenajes tardíos que ya para qué se hacen. Ya lo leyó todo, ya lo vivió todo, ya lo escribió todo. ¿De qué sirve todo esto?, piensa.

Se sienta —como de costumbre— frente a la chimenea. Allí rebosa la flama. Con sistemático ritual, lee las cartas de la caja rotulada “España”.

Apreciable Margarita —escribió en español una investigadora andaluza, ¿acaso una vetusta filóloga, historiadora, etnóloga?—, me gustaría puntualizar que su novela, tan sensible, tan fabuladora, está muy mal documentada; su prosa poética le ganó al rigor historiográfico; su ambición totalizadora quedó superada por sus propios compatriotas de la lengua: de Honorato de Balzac a Víctor Hugo, del fantástico Julio Verne al delirante de Arturo Rimbaud… Su novela, que en verdad me gustó como ficción, no me dijo nada de la vida real, de la vida histórica a la que he dedicado años de investigación; por esto y otras cosas no sé cómo sentirme al respecto, no sé si reclamarle, agradecerle o resignarme a pensar que éste (el suyo) es el nuevo camino de la novela histórica, tan distinto al de su compatriota Gustavo Flaubert o al de nuestro Pérez-Galdós…

Termina de leer la carta y sin pensarlo demasiado la dona a las huestes del fuego. Mismo destino les esperaría, esa misma noche, a aquellos papeles y libretas que contenían el último boceto de un relato sobre un hombre que fue casi sabio.


VII

Esos sabios no te dicen nada, Khayyam; están muertos y no pueden volver para hablarte; lo único que puedes disfrutar en este mundo, a tus 70 años, no es ni la venganza

de los ultrajes de tu enemigo Hassan ni el fumar hachís con los Hashshashin, tampoco es ser un arquitecto de inhabitables paraísos;

no, ya no puedes buscar verdades en el Infierno ni mentiras en el Cielo, tampoco creerle al buen Jesús ni al discreto Zoroastro;

eres un falso cadáver, el cuerpo desnudo de un héroe mudo;

ya no crees en los hombres que se resguardan en los monasterios, ni en las sinagogas ni en las mezquitas;

lo único que te otorgará la felicidad es beber de la copa que contenga un rosado vino y ser acariciado por las pestañas de almizcle de tu bienamada Favorita;

llena el ánfora, Khayyam, de vino color de rosa, recuéstate a la sombra de alguna mezquita, cierra tus libros y mécete en las pestañas del Ángel Destructor, que toda esta noche se ha quedado despierta leyéndote pasajes de los sabios poetas, y que tú escuchas desde tu sueño como venida desde el fondo del Universo.