Sueño / No. 224

El sonido de la noche



Decide invocar a su hija. Se pone el perfume de lirios que ella le regaló hace algunos años y que solamente ha usado en ocasiones especiales. Necesita llamarla. Hacerla regresar con un camino de flores expectantes y pistilos atentos. Decide invocar a su hija, entra a su cuarto. Se acuesta en la cama destendida, su cuerpo enmarcado por la silueta que dejó Vanesa en el colchón. Es casi un abrazo. Está a oscuras, no quiere ver las marcas de los días previos a la ausencia. No quiere verse a sí misma ni darse cuenta de que tampoco está en esa habitación, de que el perfume de lirios se ha evaporado casi por completo del frasco ni de que nada volverá a ser igual.

Se ha quedado dormida. Bajo sus párpados, dos globos oculares. Protegidos. Moviéndose frenéticamente, buscando. En el sueño es de mañana, está en el comedor, se ha levantado temprano para alcanzar a Vanesa antes de que se vaya a la escuela, le ha preparado el desayuno. Está lista, esperando a que salga del cuarto. Lista. Esperando. Pero entonces el tiempo comienza a ensancharse, se hace tan denso que sus bordes forman el sonido de una voz profunda. Ésta le dice que revise el cuarto de su hija; que abra la puerta, pues algo más la está esperando. No alguien: algo.

La voz comienza a dominar el sueño. Lenta. Sofocante. Ella intenta no escucharla. Intenta concentrarse en Vanesa, decirle que llegará tarde a la preparatoria. Las palabras no salen. Se le escapan de la boca. Resbalan. Cada letra se estrella dejando una mancha en el piso de la cocina. Vanesa, repite, y más sílabas ensucian el suelo. Repite el nombre de su hija varias veces hasta que su lengua desaparece cayendo al lado de todas las Va y las ne y las sa que pronuncia. Horrorizada observa cómo su lengua se retuerce, le salen escamas y, como un pez fuera del agua, va muriendo poco a poco. Luego siguen sus dientes: crujen, tiritan agresivamente. En ese reiterativo movimiento por encontrar respuestas se le despelleja la parte inferior de los labios. Es feroz la insistencia, no desiste, la sangre que aparece en su boca le indica que hay que avanzar. Recoge su lengua sin importar las convulsiones de la carne y la mete en la bolsa de su pantalón. Necesita moverse, llegar hasta el cuarto de su hija y despertarla de una vez por todas. Agarrándose de los muebles para encontrar apoyo, atraviesa la cocina, el pasillo, abre la puerta. Silencio. Adentro todo está limpio, la cama tendida. Hay luz. Se acerca en busca de señales, arrugas en la sábana: contacto humano. Se acerca pero una forma en la ventana la distrae, jala su vista. Es Vanesa caminando, desorientada, alejándose de la casa. No puede gritarle, llamarla. Su boca se ha vuelto un hueco inservible. No hay ruido, sólo aire pasando. Decide correr. Ir tras ella hasta tocarle el hombro. Hacer que se dé vuelta, decirle que la ha estado buscando. Decirle que tiene que volver. Decirle. Pero no llega, no la alcanza. Vanesa cada vez más pequeña. Lejana. Ella cada vez más cansada. La boca amarga, seca con el sonido de la noche. Los postes de luz aparecen, delimitan la sombra de su hija. Atrapada. La conducen a ese lugar donde las calles no tienen salida ni señalamiento. Donde su hija seguirá andando sin poder regresar. No puede correr más. Siente su cuerpo desplomarse, su quijada irse contra la banqueta.

Helada, grita. Se destraba. Despierta. El nombre de Vanesa revienta las paredes, inunda la casa, debilita los cimientos. Se desploma todo alrededor de la cama. La madre no puede moverse, ya no grita, sólo siente las lágrimas cayendo por las sienes.

Y unos dientes entumidos de tanto tiritar y tanto dolor.